Debe usted esperar medidas desagradables por su obstinación continuada -
Carta del rey de Prusia a Immanuel Kant (1794)
Carta del rey de Prusia a Immanuel Kant (1794)
Un hombre de buen porte y
apuesto, ascético y pulcro (como las buenas costumbres dictan, y como debe ser,
sin lugar a dudas) me confió una vez, una noche de verano cuando degustábamos
los dulces sabores de un malbec mendocino, los pormenores de una historia de amor que había mantenido
durante los últimos dos años. De estos pormenores, abusivamente obscenos y
desdeñables, no quiero hablar, y que juzgue el lector mi silencio lapidario
como prueba irrefutable de la inescrupulosidad de mi amigo. Lo que tenía de elegante
y apuesto lo tenía de desviado. Cada vez que retorcía aquellos rosados pómulos
en busca de una nueva audacia inmoral, un asco interior me recorría la boca del
estómago, como la espera de un súbito regurgitar del alma, que a uno se le
escapa frente a los inmorales, porque teme que si no la deja ir se pudrirá a
través de los oídos por los improperios que está a punto de escuchar. En estas
situaciones me las apañaba bastante bien para recoger el vientre y soportar el
rechazo que impelía por salir, depositándolo detrás de la espalda, en el
espinazo, donde nacen el asco y los escalofríos de muerte, donde también pueden
retenerse si la voluntad del usuario es lo suficientemente poderosa. Ante las
primeras palabras que me dedicó mi amigo el caballero, contuve el aire, y logré
escuchar atento e incólume sus aventuras por los jardines, sus festivos
apareamientos en lugares públicos y las sandeces que afectan a los hombres
agraciados cuando afirman, horrorosamente equivocados, sobre el género femenino,
sus bondades y desgracias, y los favores que pagan de buena gana al ser
hábilmente utilizadas por una inteligencia manipuladora. Sobre estos favores mi
amigo gustaba detenerse, explayándose en detalle, y en claro regodeo de su
aparente posición de superioridad. Bajo estos pormenores y otros improperios me
vi obligado a someterle a un estricto sermón sobre juicios errados. Nos
desvelamos toda la noche en una discusión casi eterna sobre los males y desvíos
que el caballero se afanaba en perpetrar. A esto, el caballero apuesto sonreía,
al tiempo que me dirigía una mueca de burla y actitud sobradora, seguido de su
muletilla más citada:
“Que me lleve el diablo si
estoy mal”
Le comenté, de manera paciente,
que efectivamente sería llevado por el diablo si seguía incurriendo en dichas
inmoralidades, y utilicé mis artilugios retóricos más refinados a mi alcance.
Cuando uno le advertía, el caballero se reía. Cuando uno le reprendía, el
caballero se encogía de hombros, como quien no se hace cargo. Cuando uno
finalmente desistía en su empresa, el caballero le daba a uno dos o tres palmaditas a modo de
consideración, y una actitud de sobrada superación asomaba por la comisura de
los labios; entonces decía:
“Usted es un buen hombre, lo
comprendo. Pero yo hago lo que quiero, soy incurable”
Al responderle que de incurable
va la gente en pretexto de volverse loca y desviada, el caballero volvía a
arremeter con la sonrisa burlona, mezclada esta vez con el encogimiento de
hombros, como quien mezcla todas sus anteriores porquerías de la existencia
para dar un toque final al asunto sobre su irrevocable gusto por el desvío.
Resulta que luego de aquella
noche quedé muy afectado. El fino bife de chorizo y las papas al romero me
habían sentado fatal, por lo que me vi obligado a continuar el proceso
digestivo con la ayuda de unas gotas de Hepatalgina y una pastilla de
butilbromuro de escopolamina. Las imágenes de aquel asqueroso ser en sus
aventuras desmesuradas habían contraído mis facultades psíquicas y físicas al
punto de trastornar mi sueño. Pero, paradójicamente, aquel disgusto solo
potenciaría mi sentido del deber para con el apuesto caballero. Él siguió
citándome a los largos simposios que habíamos mantenido por meses, y en ocasión
de su nueva invitación por Facebook, me vi en la jugosa oportunidad de renovar
la apuesta a encaminar su despreciable conducta. Al llegar a la casa situada en
un retirado prado en Viciolandia, al norte de Aquelarre Street, toqué la puerta
dos veces. Tuve pavor de hacerlo una tercera vez, no fuera a ser que dentro de
la choza se encontrara manteniendo alguna actividad indecente con algún
partenaire arribado sin previo aviso. La tercera (finalmente la vencida) surtió
efecto y pude comprobar con cierto alivio que se encontraba solo. Me invitó a
pasar y una vez en la mesa nos dispusimos a devorar ávidamente una colita de
cuadril en salsa, acompañada de un colorido y suntuoso revestimiento de
pimientos y cebollas de verdeo. Al acabar, el anfitrión se llevó el pulgar y
los restantes dedos a sus labios para emitir un sonido de succión y
satisfacción. Incluso en estos pequeños ademanes podía contemplar la vileza y
la desviación del caballero apuesto, que no realizaba ningún empeño en
disimular la falta de decoro. Me pareció, en algún momento, que había dejado
escapar una flatulencia, al tiempo que contorneaba las piernas (esto, claro
está, para cerciorarse de que se pedorreaba frente al amigo, porque él todo lo
hacía sin tacto y afectado de solemnidad). Contuve el aire para no aspirar la
desgracia que se había abatido sobre el aire, y por decoro además, porque
aquella malaria produce a su vez un cambio de semblante muy desagradable para
el anfitrión, quien juzgaría que los efluvios de su cuerpo habrían sido
rechazados, y por ende, lastimado así su vasta vanidad de caballero. Para mi
descontento, él había notado mi incomodidad, y disculpándose muy falsamente, le
tomé la palabra, y le juré que había tenido el infortunio de haber olido peores
desgracias, y que, después de todo, resultaba natural ante la ingesta de una
comida tan poco frugal. Y aquel ser ya detestable se atrevió a emitir su denostada
muletilla:
“Que me lleve el diablo si
alguien se pedorrea mejor que yo”
“Que me lleve el diablo si estoy mal también”,
agregó a modo de bocadillo, como si no tuviéramos suficiente con la colita de
cuadril.
Otra vez lo enfrentaba para
enmendar su terrible repetición, para que la dejara de una vez por todas, y le
advertía sobre aquella mala educación y vanidad lo llevaran a enfurecer al
demonio, quien eventualmente vendría para reclamar sus apuestas. Todo ello lo
hice con un rosario en la mano, santificándome a cada palabra, y el caballero
apuesto sólo se limitó a reírse a carcajadas, intervenidas por espasmos y
eructos con aromas frutales (me pareció reconocer la cebolla y el morrón en
fragancias más ácidas).
“Que me lleve el diablo si me
lleva el diablo!”, gritó, dando un fuerte golpe de puño sobre la mesa redonda.
Las copas donde nos habíamos regocijado con un viejo y añejo vino mendocino
vibraron, y me vi obligado a precipitar
una zarpa para tomarla por el cuello antes de que cayera y vertiera el brebaje
escarlata sobre el mantel blanco satén. Al caballero no pareció importarle en
lo más mínimo. Continuó con el espectáculo de risas festivas y, portando una
pose de vanagloria demasiado pomposa para un asno que se ha desgraciado frente
a un amigo, me señaló con el dedo índice:
“Usted no sabe lo que hicimos
el otro día con mi amada Regina. Es una nueva aventura que me reservé para el
postre. Vayamos al patio y se lo contaré con lujo de detalle”
Ante esta declaración tuve que
retener el asco nuevamente en el espinazo, y aplanar el vientre, al punto de
ponerme violeta de tanto contener el aire. Cuando llegamos al patio, nos
sentamos, y el caballero se vio enfrentado a un hombre violeta, que fue
fluctuando por todos los colores y matices del arcoíris hasta quedar blanco
pálido. Aprovechó aquel momento para alabar sus cometidos amorosos, sin
escatimar en sutilezas del argumento y pormenores innecesarios. Yo intentaba
comprender sus palabras que me llegaban como de lejos, en un eco distante y
distorsionado, como quien hace uso de un megáfono para promocionar servicios de
compra y venta de objetos para el hogar. Solo podía reconocer, entre su divagar lingüístico,
la tan denostada muletilla, soltada de a ratos, como una cábala puesta al
servicio del hincha de platense que se niega a perder un partido (y que,
sabemos de sobra, dan el mismo resultado para tal acometido como las groserías
de mi amigo para agradar al interlocutor).
“Que me lleve el diablo si la
pasamos mal”, seguido de “Que me lleve el diablo si hago mal”, y otro poco de
“Que me lleve el diablo si no la hago gemir como una leona en celo!”
Su regodeo en el improperio y
las aventuras de tipo inmoral reforzaban las ataduras de mi férreo temperamento
hacia la salvación de mi alma y la del prójimo. Estaba perdido ante tanto asco,
pero aún más voluntarioso de ejercer algún cambio positivo sobre el ánimo de mi
amigo. Debilitado por semejante crónica de inmoralidad, solo pude santificarme
tres veces (4 veces menos de lo habitual), ya que mis pobres nervios habían
crispado mis manos, haciéndolas presa de un temblor tan pavoroso y mortal como
los sufridos por una amada en su lecho de muerte.
“Que las manos santas de Tomás
de Aquino me libren de este mal”, pensé para mis adentros.
El apuesto caballero se reía
tanto, por entonces, que creí por un momento que los botones de la camisa le
estallarían y saldrían disparados con la única finalidad de romperme un ojo, y
dejarlo morado como las cebollas del cuadril. Me imaginé tan horrenda
situación, y cuando me disponía a replicarle con otro de mis inútiles sermones,
una voz estentórea resonó a mis espaldas. Al darme media vuelta, un hombre con
una pronunciada joroba se acercó hasta nosotros, y pronunció unas palabras en un
lenguaje extraño:
“Jolmat!”, nos dijo
Mi amigo y yo nos quedamos
absortos ante el avistamiento de aquel ser. Ataviado en finas levitas y montado
a caballo (que convenientemente cabía dentro del marco de la puerta del patio)
nos volvió a dirigir la palabrita, que seguíamos sin comprender enteramente.
“Jolmat!”, repitió.
Esperaba
una respuesta, por lo que me sentí acorralado por una ridícula disyuntiva entre
repetir una palabra que no conocía y quedarme callado y parecer un
irrespetuoso. Finalmente me atreví a responderle: “Jolmat!”
Para mi satisfacción, vi que el
hombre montado a caballo mostraba un semblante aliviado. Mi “saludo” era lo que
estaba esperando. Pero al no recibirlo de parte de mi amigo, se volvió hacia
él, tosiendo y esperando impacientemente una satisfacción.
“Cof, cof… JOLMAT!”, le dijo
Yo lo miraba a mi amigo,
señalándole su falta de tacto.
“Ya lo escuchaste! Te está
saludando!”
“Ah, si. Jorobat!”, logró decir
mi amigo, quien había caído en la desagradable confusión de términos que habrían
hecho enfadar al caballero jorobado de no ser por su templanza. Quise darle a
entender a este que la confusión del término del saludo con su condición de
jorobado era solo una coincidencia, pero no pareció verse afectado de todas
formas; se contentó con que mi amigo le dirigiese la palabra, al fin y al cabo.
Acá es donde el relato se vuelve confuso, porque luego de aquellas ominosas
salutaciones de protocolo, mi amigo me miró y soltó otra variación de su
muletilla:
“Que me lleve el diablo si sé
lo que es Jorobat!”
Y el jorobado, al oír las
injuriosas palabras, se bajó del caballo, se enfrentó con mi amigo, y le
dirigió una mirada espantosa de odio y rencor. Lo tomó por el brazo y lo lanzó
a unos metros. Mi amigo fue a parar a un lecho de rosas con espinas que
rasgaron sus suntuosas vestiduras.
“Que lo lleve el diablo es lo
único que usted repite. He venido hasta acá para llevarlo con mi amo y señor,
que ha escuchado sus continuos llamamientos y ya no puede esperar a llevárselo
a usted mismo al abismo más caliente del infierno”
Ante la revelación de la venida
del caballero jorobado mi amigo solo atinó a abrir la boca. Supuse que se
agotaría en un santiamén de generar reproches y pedidos de piedad, pero para mi
desconcierto, se removió en el pasto (sus trajes mojados por el rocío de un
aspersor de riego) y las verdes hierbas se le pegaron a los muslos, todo ello
sin perder el porte de elegancia, o al menos no tan rápido como entonces perdía
la compostura. Luego de asegurarse de que no quedaran flancos sin cubrir por el
pasto, dio una media vuelta, y de espaldas, entonó una sucesiva retahíla de
muletillas, una más vil que la anterior:
“Que me lleve el diablo
entonces si me lleva el diablo! Que me lleve el diablo si usted es el diablo! Que me lleve el diablo si los
jorobados se llevan a los caballeros apuestos al Infierno!”
Al terminar este último
juramento, de sus fauces solo brotaba una palabra. Mientras la pronunciaba y,
en sucesivas repeticiones, caía en la cuenta de que no podría dejar de
proferirla. Luego, se persignó con la mano derecha, acto que el jorobado tomó
como hecho de suma comicidad.
“Ahora se persigna, el vil
asno! Qué mundo más irónico me ha tocado vivir!”
En ese momento me quedé
profundamente estupefacto ante el pensamiento de aquel ser viviese en efecto.
Parecía más una réplica de cadáver viviente, grotesco y acartonado, de un
Quasimodo resucitado, montado a caballo, uno igual de grotesco y endurecido, de
hecho.
Mientras tanto, mi amigo no
cesaba de persignarse y proferir la palabra “Jolmat!”. El caballero jorobado
parecía ahora verse satisfecho ante la evidente corrección gramatical de mi
amigo, quien antes lo habría injuriado al pronunciar como un impuro la palabra
sagrada. En aquel rapto de indiferencia de la que hacía gala el caballero
jorobado, pude vislumbrar, muy a pesar mío, una marcada inclinación a la falta
de piedad que poseen los sádicos. Aquel sentimiento me asqueó por completo y me
compadecía de mi amigo, el caballero apuesto, ahora acorralado contra un césped
lodoso, repitiendo incesantemente “Jolmat!”. Pero recordé una frase del Marqués de Sade:
“Sólo los inmorales se compadecen de ellos mismos y de sus semejantes. O, en
cualquier instancia, de aquellos en cuyos pellejos pueden imaginarse sin
esfuerzo”. La sola idea de parecerme a mi amigo me asqueó, y rechacé el
pensamiento. Sólo recé para que el jorobado fuera lo más piadoso con su pobre
alma. Y de aquí no merecía menos que vanagloriarme, pues había advertido al
desgraciado sobre su posible final tantas veces como recuerdo haberme
persignado frente a un mal presagio. Y que lo había intentado, en accesos de
pasión infinitos y repetidos cuidados y sugerencias, eso nadie podría negarlo.
Si a mí mismo me tocara responder por mis injurias y actos inmorales, gustoso
de hacerlo me entregaría al demonio. Pero, nuevamente, aquella idea volvió a
hacer vibrar mis nervios, y la rechacé otra vez. Después de todo, el inmoral
era mi amigo, y ahora pagaba.
Fue en ese momento en el que el
relato volvió a difuminarse, volviéndose confuso por segunda vez. No recuerdo
si el jorobado se lo llevó a un abismo pestilente para no dejar rastro alguno
de indecencia, o si se lo llevó primero a Dios, para que respondiese ante Él
antes de sufrir un castigo eterno. Él consideraría mejor que primero entrase en
razón, luego piense sobre lo que hizo durante días en un rincón alejado del
firmamento, en penitencia, sin derecho ni régimen de visitas, y luego enviarlo
al Purgatorio. Dios castiga sin palo y sin rebenque, ahora más confirmado que
nunca. Que el demonio haga lo que tenga que hacer con el cuerpo de mi amigo, yo
he hecho todo lo que estuvo a mi alcance. Me remito al título de mi extenso
relato, no por gusto por la repetición inútil, sino para que quede grabado en
vuestras mentes:
“Nunca tientes al demonio”.
Algún día puede que ascienda y te lleve. Sólo queda Regina, ahora, la impúdica
amante. Pero que primero se encargue de limpiar los trastos que el simposio
había amontonado, yo ya he hecho suficiente. Puesto que los restos eran muchos,
me alegré de pensar que un pequeño castigo, antes del advenimiento de uno mayor,
se paladeaba más dulce en la boca de la Divina Justicia.
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