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28 de enero de 2022

Una navidad bizarra

Pongo la carne al horno Essen. La salteo en aceite de oliva extra virgen, un par de vueltas nada más, con eso basta. Me acerco a la estantería de la cocina, saco un poco de sal, condimentos varios, y las verduras de la heladera. Mientras estoy cortando la cebolla, comienzo a depositar las primeras lagrimas de ácido sobre la mesada. "Esta cebolla dice cosas hirientes" es el chiste que siempre se me ocurre cuando corto cebolla; es un chiste básico, casi dependiente de la gracia con la que se lo ejecuta, y como sé que esa gracia me hace un poco de falta, prefiero guardármelo en mi cabeza, un refugio donde los chistes básicos salen bien. Coloco las verduras picadas sobre la carne y condimento el manjar. Un toque de vino tinto para realzar las sabores de la carne roja (ya sellada), y tapo la olla luego del caldo de verduras. Ahora es solo cuestión de tiempo, esperar.


Se me ocurre una buena idea destapar una lata de cerveza Patagonia 24/7, una ipa bien amarga y fresca para la ocasión de verano. Al llevarme el brebaje a la boca, siento esa agradable sensación de un brazo de satín deslizándose por la garganta. Es como una levedad fría, un ser incompleto, un liquido, un "no-solido", que acaricia las fauces y desprende cierta cantidad de explosiones químicas agradables en el cerebelo (información científicamente no chequeada, podría ser el lóbulo frontal, pero me niego a googlear semejante huevada). Después de dos a tres sorbos, ya estoy dentro de su dominio: el dominio Patagonia. A esto siguieron unos tragos más, luego un par de latas más. Al terminar el par de latas, otro par de latas más, ambos pares engullidos en el termino de hora y media, lo que dura la cocción total de la carne a la Essen. Al completar la temible ingesta, aún quedaba lo más importante, la comida. Así es... Había bebido la totalidad de la cerveza antes de la comida, con el estómago vacío. No se necesita ser un experto en anatomía para conocer de antemano lo que tal empresa genera en el cuerpo humano.... No lo vayan a googlear. Si lo anterior era una huevada, esta es una estupidez meteórica. Lo cierto es que al llevar la olla Essen hacia la terraza, donde la mesa estaba preparada con los comensales navideños, la vista comenzó a tumbarse levemente hacia la derecha, dando círculos completos alrededor de la faz terrestre. Se me ocurrió que el mundo pretendía escapar de sí mismo dando piruetas, pero en unos pocos segundos pude verificar que se trataba de MI propio mundo el que daba brincos. Disimulé lo mejor que pude mis piruetas de mundo y me dediqué a servir a cada uno de los comensales su debida porción de carne. Tengo que agregar que esa olla se paga a cada minuto de mi vida. Había salido espectacular, y no faltaron las debidas congratulaciones al... Cocinero? No, en realidad al fabricante de Essen. Totalmente merecido.


El banquete, ya devorado casi por completo (unas alimañas los comensales), nos sentó muy bien a todos. Nos quedamos, manos en regazo, disfrutando de los últimos vestigios de fuegos artificiales. Yo miraba todo aquello con un sentir de deja-vu en el pecho. Atiné a decir: "Cada vez menos cohetes, eh"... Como decían los ancianos de antaño, pero un poco parodiando ese mismo pensamiento científicamente inchequeable.  Ahora que lo pienso, ¿quién se pondría a contabilizar los cohetes tirados desde una perspectiva histórica? Sería el trabajo menos redituable posible, y otra huevada más como googlear cuantos minutos de vida tiene un ser humano promedio (no me digan que lo hicieron, por favor).


Me acerqué un poco a la baranda para ver el espectáculo de fuegos artificiales. Un disparo de rojo por un lado, otro disparo de verde por otro, luego un centelleo de azules, y un leve olor a pólvora en el aire. Algún pobre perro ladrando a lo largo y ancho del barrio (los pirómanos de turno nunca van a comprender, o quizás se niegan a comprender, el daño que hacen), el nene de al lado corriendo por la vereda, el abuelo que le grita sin decoro: "Hasta ahí!", una risita del niño, y una desobediencia. Todo esto se amontonaba ante mis ojos al tiempo que las figuras danzaban como si todo se cayera por el costado, otra vez mi mundo dando brincos. De repente, atiné a percibir una lejana voz desde el fondo de la calle. Parecía la voz de un duende, o algún ser mágico. Se acercaba por el aire, pero daba la impresión que su voz procedía de la calle. De todas formas, si procedía de la calle, el ser tendría alguna extraña habilidad para mutar la procedencia de su voz, o en su defecto, cambiarla de posición, para distraer al receptor. En un momento creí tenerlo a mi lado, tan cerca como para susurrarme al oído. En otro momento, casi que parecía venir del cielo, o más allá de los eones, evocando una metáfora estilo Lovecraft. Su risita... Cómo olvidarla? Era diabólica, traía consigo una maldad incalculable, casi malsana. Era una risita que escondía algún pensamiento terrible, algo como: "Me comí a la madre, el padre, los abuelos, y dejé para el postre a los niños". Intenté alejar de mi mente bamboleante la risita del duende y su influjo maldito, pero solo alcancé a volver más nítidas aquellas impresiones. Cuando menos me lo esperaba, el duende, un ser achaparrado de no más de metro veinte, emergió de las profundidades de algún lugar intangible (ni la calle, ni el cielo, de eso estoy seguro) y se materializó con la agonía de un martillazo en el dedo.


-Ah, que locura! -se detuvo un poco para tomar aire. -No sabía que la materialización en este mundo era tan dolorosa.


Le pregunté quién era y que hacía allí. Pude observar, atónito, que el ser había detenido el tiempo, puesto que mis familiares estaban paralizados, como en una escena pausada al azar en una película de los 50' en blanco y negro. El ser se dio media vuelta, me miró de reojo, y soltó una cantidad inefable de puteadas anticristianas, todas encadenadas por una perfecta concatenación de palabras, sustantivos y adjetivos de origen soez, algunos extrañamente llamativos, otros venidos de alguna jerga tumbera, y otros simplemente tan barriales como un canapé de mondongo.


Realmente no recordaba que el Grinch fuera un artista de los insultos compulsivos, pero este duende extraño que se hacía llamar a sí mismo como tal, me daba una sensación ambivalente: no podía juzgar si era real o fantástico. No lograba dilucidar si me estaba gastando una broma algún familiar, aprovechando mi borrachera temprana, o si era una alucinación propia producto de la ingesta de algún fármaco escondido en una lata de Patagonia (esto sería factible si pensamos que fueron compradas en un chino de barrio muy extraño y casi vacío). El duende me sacó de mi ensimismamiento explicándome de donde venía y el dificultoso viaje que lo trajo hasta la tierra. "Vengo de bilbolandia", me dijo, con un ojo puesto en mi labios en defensa ante cualquier atisbo de burla. Le dije que, con todo respeto, no pretendía burlarme, pero estaba curioso de saber por qué portaba este nombre una tierra real. "Porque el rey lee mucho Tolkien. Contento?", su pregunta sonó un tanto agresiva. No, no estaba contento con esa respuesta. Quien le pone a su reino el nombre de un personaje de ficción? Luego recordé todos los pueblos y lugares que fueron nombrados en base a santos y personajes bíblicos. No dije nada, lo respeto. Le pregunté si en Bilbolandia la literatura humana había llegado por algún motivo, colada en algún viaje astral por un drogadicto o un adepto a los viajes astrales producidos por estupefacientes o sahumerios baratos. Bilbo D-25, porque así se llamaba (a pesar de ser un duende y no un hobbit), solo se limitó a carraspear su ominosa voz e insinuar la idea, bastante obvia para él, que la literatura humana no era tan especial como nosotros lo creíamos, que llegaban toneladas de papel escrito por manos huesudas, hiperconocidos bestsellers terrestres a Bilbolandia, por intermedio de un librero de Plaza Italia que conoce a todos los enanos y duendes que pueden mantener relaciones con la Tierra. Me descoló la idea de que un vendedor común y corriente pudiera lograr semejante cosa, solo por medio de abuso de sustancias. Conozco miles de personas que consumen esas mismas porquerías y lo más sobrenatural que sale de sus bocas es un grito de espanto ante la posibilidad de que se haya acabado la mota. Quise saber un poco más acerca de la literatura propia de los duendes, pero Bilbo D-25 me dijo que "otro día" me lo contaría. "Una historia muy larga" agregó, y siguió explicando el fanatismo del rey de Bilbolandia por los libros de Tolkien.


Cuando se hartó de hablar, insistió en que pusieran un cartel en la Tierra que dijera "Es mejor estar muerto que vivir acá"; "Sería de gran ayuda para cualquier viajero espacial que quisiera, por infortunio, detenerse unos minutos en este desastre". Me sentí ofendido, pero supuse que tenía razón. Le pregunté como hizo para llegar hasta acá. Me dijo que estaba de viaje, buscando una nueva via de comercio interdimensional que uniera Bilbolandia y un cruce de contrabando para traficar almohadones de Pikachu, estrictamente prohibidos en la Aduana de duendes. No quise saber muchos detalles sobre esa prohibición, pero me preguntaba cómo hizo para perderse un ser mágico tan sabiondo. El me leyó la mente y contestó: "Se me perdió la guía para viajeros interdimensionales. Bueno, en realidad, se me perdió la guía sobre cómo leer la guía para viajeros interdimensionales." No sé por qué, pero eso me causó gracia, solo que contuve el aliento para no ofender a Bilbo. "No sé qué te causa gracia", lanzó Bilbo como una bala que me atravesó, desprevenido. Recordé el chiste de la cebolla hiriente y no me atreví a romper el hielo con esa porquería, solo dejé fluir el ambiente. Al cabo de unos minutos de hablar de su tierra y de lo mullidos y necesarios que eran los almohadones de Pikachu, Bilbo decidió marcharse con un ademán pintoresco. Me recordó a un caballero del siglo XII en una corte medieval, pero más pequeño, y más gruñón... Y más tonto también... Y mucho más despistado tal vez. Así fue que, al salir disparado hacia los cimientos terrestres con un estallido, dejó caer un pequeño librito tamaño bolsillo (tan pequeño que podría ser usado de llavero) que rezaba: Guía para entender la Guía para viajeros interdimensionales. Quise gritarle desde la terraza, pero el chillido solo fue escuchado por mis parientes estupefactos. Mi tío habrá pensado que dejar Patagonias a mi alcance era una mala idea. Lo cierto es que Bilbo nunca me escuchó, y me quedé con ese precioso librito tamaño pequeño que guardé un tiempo en el bolsillo hasta el final de la velada. De hecho, todavía lo conservo como recuerdo.


Para resumir lo acontecido, voy a agregar que luego de la visita de Bilbo, tomamos sidra y comimos turrón, charlamos y reímos un poco con mis familiares. Antes de que todos se fueran a dormir, había que llevar a mi tío a su casa. Mientras todos se preparaban, quedé a solas con el pequeño libro que había dejado Bilbo. Al sacarlo, le di un par de vueltas, lo abrí y lo ojeé un poco. En la primera página estaba escrito: "Para leer esta guía necesitará la Guía Definitiva para leer la Guía para entender la Guía para viajeros interdimensionales". Cerré el librito con sumo cuidado, y pensé: Ojalá se encuentre bien el pequeño Bilbo.

27 de junio de 2019

Nunca tientes al Demonio


Debe usted esperar medidas desagradables por su obstinación continuada - 

Carta del rey de Prusia a Immanuel Kant (1794)

Un hombre de buen porte y apuesto, ascético y pulcro (como las buenas costumbres dictan, y como debe ser, sin lugar a dudas) me confió una vez, una noche de verano cuando degustábamos los dulces sabores de un malbec mendocino, los pormenores de una historia de amor que había mantenido durante los últimos dos años. De estos pormenores, abusivamente obscenos y desdeñables, no quiero hablar, y que juzgue el lector mi silencio lapidario como prueba irrefutable de la inescrupulosidad de mi amigo. Lo que tenía de elegante y apuesto lo tenía de desviado. Cada vez que retorcía aquellos rosados pómulos en busca de una nueva audacia inmoral, un asco interior me recorría la boca del estómago, como la espera de un súbito regurgitar del alma, que a uno se le escapa frente a los inmorales, porque teme que si no la deja ir se pudrirá a través de los oídos por los improperios que está a punto de escuchar. En estas situaciones me las apañaba bastante bien para recoger el vientre y soportar el rechazo que impelía por salir, depositándolo detrás de la espalda, en el espinazo, donde nacen el asco y los escalofríos de muerte, donde también pueden retenerse si la voluntad del usuario es lo suficientemente poderosa. Ante las primeras palabras que me dedicó mi amigo el caballero, contuve el aire, y logré escuchar atento e incólume sus aventuras por los jardines, sus festivos apareamientos en lugares públicos y las sandeces que afectan a los hombres agraciados cuando afirman, horrorosamente equivocados, sobre el género femenino, sus bondades y desgracias, y los favores que pagan de buena gana al ser hábilmente utilizadas por una inteligencia manipuladora. Sobre estos favores mi amigo gustaba detenerse, explayándose en detalle, y en claro regodeo de su aparente posición de superioridad. Bajo estos pormenores y otros improperios me vi obligado a someterle a un estricto sermón sobre juicios errados. Nos desvelamos toda la noche en una discusión casi eterna sobre los males y desvíos que el caballero se afanaba en perpetrar. A esto, el caballero apuesto sonreía, al tiempo que me dirigía una mueca de burla y actitud sobradora, seguido de su muletilla más citada:

“Que me lleve el diablo si estoy mal”

Le comenté, de manera paciente, que efectivamente sería llevado por el diablo si seguía incurriendo en dichas inmoralidades, y utilicé mis artilugios retóricos más refinados a mi alcance. Cuando uno le advertía, el caballero se reía. Cuando uno le reprendía, el caballero se encogía de hombros, como quien no se hace cargo. Cuando uno finalmente desistía en su empresa, el caballero le daba  a uno dos o tres palmaditas a modo de consideración, y una actitud de sobrada superación asomaba por la comisura de los labios; entonces decía:

“Usted es un buen hombre, lo comprendo. Pero yo hago lo que quiero, soy incurable”

Al responderle que de incurable va la gente en pretexto de volverse loca y desviada, el caballero volvía a arremeter con la sonrisa burlona, mezclada esta vez con el encogimiento de hombros, como quien mezcla todas sus anteriores porquerías de la existencia para dar un toque final al asunto sobre su irrevocable gusto por el desvío.

Resulta que luego de aquella noche quedé muy afectado. El fino bife de chorizo y las papas al romero me habían sentado fatal, por lo que me vi obligado a continuar el proceso digestivo con la ayuda de unas gotas de Hepatalgina y una pastilla de butilbromuro de escopolamina. Las imágenes de aquel asqueroso ser en sus aventuras desmesuradas habían contraído mis facultades psíquicas y físicas al punto de trastornar mi sueño. Pero, paradójicamente, aquel disgusto solo potenciaría mi sentido del deber para con el apuesto caballero. Él siguió citándome a los largos simposios que habíamos mantenido por meses, y en ocasión de su nueva invitación por Facebook, me vi en la jugosa oportunidad de renovar la apuesta a encaminar su despreciable conducta. Al llegar a la casa situada en un retirado prado en Viciolandia, al norte de Aquelarre Street, toqué la puerta dos veces. Tuve pavor de hacerlo una tercera vez, no fuera a ser que dentro de la choza se encontrara manteniendo alguna actividad indecente con algún partenaire arribado sin previo aviso. La tercera (finalmente la vencida) surtió efecto y pude comprobar con cierto alivio que se encontraba solo. Me invitó a pasar y una vez en la mesa nos dispusimos a devorar ávidamente una colita de cuadril en salsa, acompañada de un colorido y suntuoso revestimiento de pimientos y cebollas de verdeo. Al acabar, el anfitrión se llevó el pulgar y los restantes dedos a sus labios para emitir un sonido de succión y satisfacción. Incluso en estos pequeños ademanes podía contemplar la vileza y la desviación del caballero apuesto, que no realizaba ningún empeño en disimular la falta de decoro. Me pareció, en algún momento, que había dejado escapar una flatulencia, al tiempo que contorneaba las piernas (esto, claro está, para cerciorarse de que se pedorreaba frente al amigo, porque él todo lo hacía sin tacto y afectado de solemnidad). Contuve el aire para no aspirar la desgracia que se había abatido sobre el aire, y por decoro además, porque aquella malaria produce a su vez un cambio de semblante muy desagradable para el anfitrión, quien juzgaría que los efluvios de su cuerpo habrían sido rechazados, y por ende, lastimado así su vasta vanidad de caballero. Para mi descontento, él había notado mi incomodidad, y disculpándose muy falsamente, le tomé la palabra, y le juré que había tenido el infortunio de haber olido peores desgracias, y que, después de todo, resultaba natural ante la ingesta de una comida tan poco frugal. Y aquel ser ya detestable se atrevió a emitir su denostada muletilla:

“Que me lleve el diablo si alguien se pedorrea mejor que yo”

“Que me lleve el diablo si estoy mal también”, agregó a modo de bocadillo, como si no tuviéramos suficiente con la colita de cuadril.

Otra vez lo enfrentaba para enmendar su terrible repetición, para que la dejara de una vez por todas, y le advertía sobre aquella mala educación y vanidad lo llevaran a enfurecer al demonio, quien eventualmente vendría para reclamar sus apuestas. Todo ello lo hice con un rosario en la mano, santificándome a cada palabra, y el caballero apuesto sólo se limitó a reírse a carcajadas, intervenidas por espasmos y eructos con aromas frutales (me pareció reconocer la cebolla y el morrón en fragancias más ácidas).

“Que me lleve el diablo si me lleva el diablo!”, gritó, dando un fuerte golpe de puño sobre la mesa redonda. Las copas donde nos habíamos regocijado con un viejo y añejo vino mendocino vibraron,  y me vi obligado a precipitar una zarpa para tomarla por el cuello antes de que cayera y vertiera el brebaje escarlata sobre el mantel blanco satén. Al caballero no pareció importarle en lo más mínimo. Continuó con el espectáculo de risas festivas y, portando una pose de vanagloria demasiado pomposa para un asno que se ha desgraciado frente a un amigo, me señaló con el dedo índice:

“Usted no sabe lo que hicimos el otro día con mi amada Regina. Es una nueva aventura que me reservé para el postre. Vayamos al patio y se lo contaré con lujo de detalle”

Ante esta declaración tuve que retener el asco nuevamente en el espinazo, y aplanar el vientre, al punto de ponerme violeta de tanto contener el aire. Cuando llegamos al patio, nos sentamos, y el caballero se vio enfrentado a un hombre violeta, que fue fluctuando por todos los colores y matices del arcoíris hasta quedar blanco pálido. Aprovechó aquel momento para alabar sus cometidos amorosos, sin escatimar en sutilezas del argumento y pormenores innecesarios. Yo intentaba comprender sus palabras que me llegaban como de lejos, en un eco distante y distorsionado, como quien hace uso de un megáfono para promocionar servicios de compra y venta de objetos para el hogar.  Solo podía reconocer, entre su divagar lingüístico, la tan denostada muletilla, soltada de a ratos, como una cábala puesta al servicio del hincha de platense que se niega a perder un partido (y que, sabemos de sobra, dan el mismo resultado para tal acometido como las groserías de mi amigo para agradar al interlocutor).

“Que me lleve el diablo si la pasamos mal”, seguido de “Que me lleve el diablo si hago mal”, y otro poco de “Que me lleve el diablo si no la hago gemir como una leona en celo!”

Su regodeo en el improperio y las aventuras de tipo inmoral reforzaban las ataduras de mi férreo temperamento hacia la salvación de mi alma y la del prójimo. Estaba perdido ante tanto asco, pero aún más voluntarioso de ejercer algún cambio positivo sobre el ánimo de mi amigo. Debilitado por semejante crónica de inmoralidad, solo pude santificarme tres veces (4 veces menos de lo habitual), ya que mis pobres nervios habían crispado mis manos, haciéndolas presa de un temblor tan pavoroso y mortal como los sufridos por una amada en su lecho de muerte.

“Que las manos santas de Tomás de Aquino me libren de este mal”, pensé para mis adentros.

El apuesto caballero se reía tanto, por entonces, que creí por un momento que los botones de la camisa le estallarían y saldrían disparados con la única finalidad de romperme un ojo, y dejarlo morado como las cebollas del cuadril. Me imaginé tan horrenda situación, y cuando me disponía a replicarle con otro de mis inútiles sermones, una voz estentórea resonó a mis espaldas. Al darme media vuelta, un hombre con una pronunciada joroba se acercó hasta nosotros, y pronunció unas palabras en un lenguaje extraño:

“Jolmat!”, nos dijo

Mi amigo y yo nos quedamos absortos ante el avistamiento de aquel ser. Ataviado en finas levitas y montado a caballo (que convenientemente cabía dentro del marco de la puerta del patio) nos volvió a dirigir la palabrita, que seguíamos sin comprender enteramente.

“Jolmat!”, repitió. 

Esperaba una respuesta, por lo que me sentí acorralado por una ridícula disyuntiva entre repetir una palabra que no conocía y quedarme callado y parecer un irrespetuoso. Finalmente me atreví a responderle: “Jolmat!”

Para mi satisfacción, vi que el hombre montado a caballo mostraba un semblante aliviado. Mi “saludo” era lo que estaba esperando. Pero al no recibirlo de parte de mi amigo, se volvió hacia él, tosiendo y esperando impacientemente una satisfacción.

“Cof, cof… JOLMAT!”, le dijo

Yo lo miraba a mi amigo, señalándole su falta de tacto.

“Ya lo escuchaste! Te está saludando!”

“Ah, si. Jorobat!”, logró decir mi amigo, quien había caído en la desagradable confusión de términos que habrían hecho enfadar al caballero jorobado de no ser por su templanza. Quise darle a entender a este que la confusión del término del saludo con su condición de jorobado era solo una coincidencia, pero no pareció verse afectado de todas formas; se contentó con que mi amigo le dirigiese la palabra, al fin y al cabo. Acá es donde el relato se vuelve confuso, porque luego de aquellas ominosas salutaciones de protocolo, mi amigo me miró y soltó otra variación de su muletilla:

“Que me lleve el diablo si sé lo que es Jorobat!”

Y el jorobado, al oír las injuriosas palabras, se bajó del caballo, se enfrentó con mi amigo, y le dirigió una mirada espantosa de odio y rencor. Lo tomó por el brazo y lo lanzó a unos metros. Mi amigo fue a parar a un lecho de rosas con espinas que rasgaron sus suntuosas vestiduras.

“Que lo lleve el diablo es lo único que usted repite. He venido hasta acá para llevarlo con mi amo y señor, que ha escuchado sus continuos llamamientos y ya no puede esperar a llevárselo a usted mismo al abismo más caliente del infierno”

Ante la revelación de la venida del caballero jorobado mi amigo solo atinó a abrir la boca. Supuse que se agotaría en un santiamén de generar reproches y pedidos de piedad, pero para mi desconcierto, se removió en el pasto (sus trajes mojados por el rocío de un aspersor de riego) y las verdes hierbas se le pegaron a los muslos, todo ello sin perder el porte de elegancia, o al menos no tan rápido como entonces perdía la compostura. Luego de asegurarse de que no quedaran flancos sin cubrir por el pasto, dio una media vuelta, y de espaldas, entonó una sucesiva retahíla de muletillas, una más vil que la anterior:

“Que me lleve el diablo entonces si me lleva el diablo! Que me lleve el diablo si usted  es el diablo! Que me lleve el diablo si los jorobados se llevan a los caballeros apuestos al Infierno!”

Al terminar este último juramento, de sus fauces solo brotaba una palabra. Mientras la pronunciaba y, en sucesivas repeticiones, caía en la cuenta de que no podría dejar de proferirla. Luego, se persignó con la mano derecha, acto que el jorobado tomó como hecho de suma comicidad.

“Ahora se persigna, el vil asno! Qué mundo más irónico me ha tocado vivir!”

En ese momento me quedé profundamente estupefacto ante el pensamiento de aquel ser viviese en efecto. Parecía más una réplica de cadáver viviente, grotesco y acartonado, de un Quasimodo resucitado, montado a caballo, uno igual de grotesco y endurecido, de hecho.

Mientras tanto, mi amigo no cesaba de persignarse y proferir la palabra “Jolmat!”. El caballero jorobado parecía ahora verse satisfecho ante la evidente corrección gramatical de mi amigo, quien antes lo habría injuriado al pronunciar como un impuro la palabra sagrada. En aquel rapto de indiferencia de la que hacía gala el caballero jorobado, pude vislumbrar, muy a pesar mío, una marcada inclinación a la falta de piedad que poseen los sádicos. Aquel sentimiento me asqueó por completo y me compadecía de mi amigo, el caballero apuesto, ahora acorralado contra un césped lodoso, repitiendo incesantemente “Jolmat!”. Pero recordé una frase del Marqués de Sade: “Sólo los inmorales se compadecen de ellos mismos y de sus semejantes. O, en cualquier instancia, de aquellos en cuyos pellejos pueden imaginarse sin esfuerzo”. La sola idea de parecerme a mi amigo me asqueó, y rechacé el pensamiento. Sólo recé para que el jorobado fuera lo más piadoso con su pobre alma. Y de aquí no merecía menos que vanagloriarme, pues había advertido al desgraciado sobre su posible final tantas veces como recuerdo haberme persignado frente a un mal presagio. Y que lo había intentado, en accesos de pasión infinitos y repetidos cuidados y sugerencias, eso nadie podría negarlo. Si a mí mismo me tocara responder por mis injurias y actos inmorales, gustoso de hacerlo me entregaría al demonio. Pero, nuevamente, aquella idea volvió a hacer vibrar mis nervios, y la rechacé otra vez. Después de todo, el inmoral era mi amigo, y ahora pagaba.

Fue en ese momento en el que el relato volvió a difuminarse, volviéndose confuso por segunda vez. No recuerdo si el jorobado se lo llevó a un abismo pestilente para no dejar rastro alguno de indecencia, o si se lo llevó primero a Dios, para que respondiese ante Él antes de sufrir un castigo eterno. Él consideraría mejor que primero entrase en razón, luego piense sobre lo que hizo durante días en un rincón alejado del firmamento, en penitencia, sin derecho ni régimen de visitas, y luego enviarlo al Purgatorio. Dios castiga sin palo y sin rebenque, ahora más confirmado que nunca. Que el demonio haga lo que tenga que hacer con el cuerpo de mi amigo, yo he hecho todo lo que estuvo a mi alcance. Me remito al título de mi extenso relato, no por gusto por la repetición inútil, sino para que quede grabado en vuestras mentes:

“Nunca tientes al demonio”. 

Algún día puede que ascienda y te lleve. Sólo queda Regina, ahora, la impúdica amante. Pero que primero se encargue de limpiar los trastos que el simposio había amontonado, yo ya he hecho suficiente. Puesto que los restos eran muchos, me alegré de pensar que un pequeño castigo, antes del advenimiento de uno mayor, se paladeaba más dulce en la boca de la Divina Justicia.

22 de noviembre de 2017

Absurdo y bizarro

Para hablar de lo bizarro es necesario diferenciarlo de otro término: el absurdo. Durante años o décadas, absurdo y bizarro, en el dominio popular, son palabras que remiten a lo mismo , o por lo menos, contenidos y representaciones que mantienen una relación muy estrecha, casi difícil de separar. Pero nos encontramos con que poseen dos naturalezas discordantes.

El absurdo podría clasificarse dentro del dominio de lo extravagante, lo que carece de sentido. El hombre realiza las tareas cotidianas como leer, interpretar, comunicarse, etc, y lo hace siguiendo determinados patrones aceptados y mancomunados. La puesta en práctica de estos patrones hacen a la tradición y la cultura; identifica a una masa de sujetos en identidades globales e individuales y les proporciona un sentido de pertenencia. De estas nociones no escapamos de la sociología, la principal disciplina que estudia el comportamiento humano y sus actitudes comunes. El cine, la literatura, el arte, y otras formas de expresión están repletas de metodologías y tradiciones de la producción. En el cine existen una serie de técnicas para generar suspenso entre tomas, un ángulo centrado o un escaneo general de la escena pueden generar sensaciones desde intriga, suspenso, hasta llana incertidumbre. El manejo de los diálogos es tan importante como los silencios. En una escena de un asesinato, un silencio dramático potencia la reacción del público ante la brutal acción. El espectador logra tomar consciencia de la violencia y su poder para terminar con la vida. Ante sus ojos, la vida de un sujeto normal se extingue lentamente, y las últimas palabras del moribundo cobran un nuevo sentido e importancia. Estar atento para escucharlas cambia la actitud del espectador y transforma a los personajes. En la literatura ocurre lo mismo. Los expertos en el tema saben que, por ejemplo, la descripción de un lecho mortuorio antes de que se nos revele quien es el muerto que mora dentro mantendrá en vilo al lector. Esta descripción se puede hacer exhaustiva y prolongarse hasta lo ridículo, como ocurre en el realismo decimonónico de Flauvert o Balzac. El lector podría perder la paciencia y leer de forma cruzada hasta tocar alguna palabra clave que lo saque de su intriga. Pero el escritor ha triunfado de todas formas. Es dueño de su atención.

Las técnicas, algunas de ellas, que he mencionado anteriormente son bien conocidas por el público consumidor y son el objetivo de muchos artistas en proceso. Lo que destaca el absurdo del resto de los géneros, es principalmente que no integra técnica. Para que un hecho artístico sea absurdo, debe quedarse por fuera de lo conocido. Puede rodearlo, pero nunca tocarlo. El absurdo se conforma de los vacios de sentido que producen las técnicas de los géneros artísticos masivos. Donde no se identifican los patrones de producción culturales y el receptor queda confundido. La mente necesita de “asideros” materiales para comprender una trama o llevarla a este templo sagrado que llamamos lo “lógico” y lo “que tiene sentido”. Si nuestra actriz protagónica está sola en una casa heredada por los ancestros, las luces se apagan, y el teléfono suena, los patrones cinematográficos nos señalan el acecho de algún fantasma, ser sobrenatural o asesino serial sitiando la entrada de la ventana más próxima. Son señales que los espectadores conocen de antemano cuando se acercan al género, y están dispuestos a alardear que saben lo que va a ocurrir. ¿Qué pasa, en cambio, con el espectador del absurdo? Pues nunca está seguro de lo que va a ocurrir. Un diálogo absurdo entre dos personajes se caracteriza por no tener un punto de partida ni llegada. Las preguntas y las respuestas se suceden sin ningún orden ni motivo. Se parece más a una charla casual entre dos personas distraídas u ocupadas en otra tarea más demandante. Se advierte el “hablar por hablar”. Y el humor absurdo toma esta falta de partida y llegada como el elemento humorístico. Lo que causa gracia es que los personajes no comprendan del todo lo que están hablando, aunque están también sometidos a las constantes elipsis que ocurren en cualquier intercambio oral entre dos interlocutores.


Ejemplo del programa Chachacha, episodio “Batman - Robin se busca”:


Diálogo entre psicóloga y Batman (interpretado por Alfredo Casero), minuto 4:55:


Batman: Alfred muere cuando se cae de un ascensor.


Psicóloga: ¿Quien es Alfred?


Batman:  Alfred fue mayordomo nuestro años y años y años. Cuando esto (se señala la máscara) era de cuero, no de goma. ¿Entiende?


Psicóloga: No…


En esta escena, Casero hace caso omiso de la respuesta de la psicóloga. Ante el espectáculo del absurdo no importa si uno de los interlocutores no llega a completar el sentido de lo dicho;  la conversación continúa y el malentendido queda enterrado.  Los silencios, las elipsis de sentido, y los diálogos acartonados y sin gracia parecen fluir como un patrón distinguible del absurdo, y a su vez lo definen y limitan. La tradición de la producción absurda es la falta de sentido y de técnica, ya que propone una base casi infinita de posibilidades por fuera del yugo artístico del orden y la predictibilidad.

Entonces si hay una forma de crear sin patrones ni técnicas, el creador está ahora en su total libertad de realizar el producto que mejor le parezca adecuado para generar las reacciones deseadas sobre el  espectador. Cuando lo absurdo es una opción, el creador se plantea qué situaciones calificarían de absurdas e inyecta una mirada más inocente y despolitizada sobre todos los objetos artísticos. Una simple mesa podría dotarse de vida y ponerla a participar dialógicamente con un hombre. Supongamos que se trata de una película de suspenso, y tenemos tres escenas principales en donde un hombre mantiene una charla ligeramente amistosa con una mesa de roble barnizada. Sabemos que la mesa no está dotada de una boca, ni cuerdas vocales, ni capacidad intelectiva para emitir sonidos o lenguaje, pero este hombre le habla. Al principio solo parece un loco hablando consigo mismo, pero al final de esta primer escena el hombre le dice algo a la mesa y espera una respuesta ansioso. La mesa, naturalmente, no le responde. Le devuelve toda su inanimada existencia y su silencio es interpretado como una ofensa. El hombre se enfada y patea la mesa. En la segunda escena, el hombre vuelve y se encuentra, para su sorpresa, una escopeta amarrada a la pata derecha, apuntando hacia la silla del hombre, y en la punta al otro extremo un cartel pegado con cinta que reza: “No me gusta que me pateen”. El hombre toma furioso el cartel y lo troza en mil pedazos. Continúa hablándole enfadado y justifica su pasada ofensa: “Vos no me escuchas cuando te hablo”. En estos mismos momentos estamos presenciando lo bizarro. ¿Qué es lo bizarro? Para ponerle un nombre un poco más sofisticado, digamos que es un “absurdo orgánico”, es decir, cuando una situación absurda comienza a cobrar vida y a sistematizarse como si formara parte activa de la realidad. El bizarro es un absurdo incomprensible a simple vista, pero vive, se alimenta de las escenas, genera su propio patrón de producción, come y defeca sus propias heces: se vuelve un animal exótico, que exige la máxima atención e interpretación simbólica del espectador. En la cultura gamer nos encontramos con el ejemplo perfecto para lo bizarro. Silent Hill es una famosa serie de videojuegos, desarrollados por la empresa japonesa Konami a principios de 1998 y que continuó hasta pasado el 2010, con una gran variedad de títulos. Los tres primeros, desarrollados entre 1998 y 2003, para las consolas PlayStation 1 y PlayStation 2, traen un rico contenido bizarro, mezclado con el terror de típico corte japonés. La segunda entrega narra la historia de James Sunderland, quien recibe una carta de su esposa muerta, Mary, contándole que lo espera en su “lugar especial” (Silent Hill). Ante la sospechosa misiva, James se sube a su coche y decide volver al pueblo. ¿Lo absurdo de la situación? Una esposa muerta no puede escribir cartas. Al principio se abren varias hipótesis sobre el autor de la carta, luego conforme avanza el juego, lo sobrenatural, la aparición de deformidades antropomorfas y los ruidos sugieren que el pueblo no está completamente abandonado. De hecho, James se topa con algunas personas. Ángela Orosco es una joven que acude a buscar a su madre. James la encuentra en el cementerio. El diálogo que mantienen tiene un obvio corte absurdo, y es una marca actualmente distintiva del juego, ya que se repite a lo largo de la mayoría de las entregas. Luego, en el hotel, aparece Eddie. En el cuarto hay un regadero de sangre y lo que parecería ser una escena de homicidio. Eddie vomita en el baño. Cuando James se le acerca, Eddie inmediatamente se justifica “le juro que yo no lo hice”. James parece sorprendido y otra vez esta primera confesión parece quedar enterrada para seguir con preguntas sin ningún sentido.

¿Pero en dónde aparece lo bizarro en Silent Hill? Esta es una pregunta un poco más difícil de responder. Para empezar, es un pulso latente durante todo el juego. El absurdo orgánico va cobrando vida lentamente. Los guiños son muy sutiles, y cuando uno se percata ya está inmerso en el vapor del terror. ¿Cuándo cobra vida por primera vez el absurdo orgánico en SH? Primero están los ruidos de fondo. Durante el interminable descenso de tierra hacia el Lago Toluca se percibe un escalofriante reptar detrás de los árboles. No se trata de alguna criatura que luego aparecerá de repente, sino que es solo un sonido que prepara la escena. El jugador no ve a la criatura reptante, solo puede oírla e imaginársela, comprometiendo su sensibilidad. En este momento ya se puede diferenciar al jugador sensible del cotidiano; quien capte la mayor cantidad de guiños y sonidos de fondo es el que obtendrá la experiencia máxima del escenario. Al final del camino, el ruido termina. Más adelante, la aparición de las criaturas, envueltas en un ropaje ensangrentado, que aparentan una forma femenina a juzgar por las piernas desnudas y las botas. Todo indica que se trata de una típica vestimenta de las trabajadoras sexuales de cabaret. Las medias ajustadas y el chaleco que se recorta contra las formas femeninas; los pares de piernas invertidas; el adefesio enmantado en las sabanas de Ángela Orosco; todas estas figuras sugieren una inspiración sexual y simbólica de la muerte y el deseo. Símbolos orientales del eros y thanatos griego (“fuerza del amor” y “fuerza de la muerte” respectivamente) que confluyen en los escenarios oscuros y silenciosos, arrastrándose como pequeñas partículas de inconsciencia detrás de algún arbusto o pasillo.

No son pocos los jugadores que realzan los efectos de sonido al nivel de los indiscutibles puntos de fortaleza de la serie. Akira Yamaoka, compositor del soundtrack hasta la entrega “Homecoming” inclusive, es un artista talentoso. En una entrevista exclusiva para el Team Silent, el compositor declara: “Para Silent hill intenté crear sonidos que sorprendan, algo que desafíe la imaginación”. Por aquel momento, hablamos de comienzos del nuevo milenio, el survival horror japonés se disputaba entre Capcom y Konami, por lo que Yamaoka dice apartarse de la tradición sonora de Resident Evil, un poco como una crítica a “sonidos que todos estamos acostumbrados a escuchar”, en palabras suyas, y a su vez como punto de partida para la creación de algo innovador o fuera de la norma. Yamaoka parece estar seguro de sus logros. No duda en incluir sonidos que causen algún malestar o sentimiento de incomodidad. En una de las habitaciones del complejo de departamentos, donde James se encuentra a Eddie, podemos escuchar a un hombre vomitar en el baño contiguo. En la cocina hay un cadáver, un regadero de sangre, una situación típica de asesinato, y de fondo el regurgitar de entrañas y el fluir de una catarata de fluidos gástricos sobre la cerámica del inodoro.


Yamaoka: “El trabajo de un diseñador no es tan solo crear sonidos para que el juego hable, sino también saber cuándo utilizar los silencios”.

23 de abril de 2017

Sin título

Daniel caminaba por la avenida principal. El calor fundía las calles del barrio, derritiendo el cemento y mezclándose con la transpiración humana de miles de obreros. El día había sido agotador y sus brazos y piernas le dolían. Le rechinaban como una mescladora de cemento y la espalda gritaba con punzadas de dolor que subían y bajaban por el cuello, hasta llegar a la cabeza. Atravesó el almacén de Doña Elisa y se le hizo un nudo en la garganta al recordar a su madre.

-¿Cómo está su madre?

Daniel no había escuchado. Se quedó mirando el piso unos momentos. Al instante salió de su trance.

-Perdón, ¿qué decía?

-Su madre, ¿cómo está? ¿Mejor?

-Sigue igual –fue la respuesta seca. Las palabras volaron a través del aire y se perdieron un sinsentido. Se repetían en el vacio de la tarde de verano y el sol derretía su significado.
Compró dos bidones de agua y se dirigió a la casa.

Entró y dejo los bidones sobre la mesa. El ambiente estaba cargado. Hacia dos días que estaban sin luz y su madre se quejaba de las piernas. Las últimas noches, un sufrimiento eterno. Elsa se levantaba a la madrugada para ir al baño y tropezaba con algún mueble, cayendo al piso. Daniel salía precipitado al oir el golpe seco de los huesos contra la baldosa. Así durante una semana o más, y luego era difícil reconciliar el sueño.
Se detuvo ante la puerta del baño. Escucho unos estertores seguidos de una tos.

-Mama, ¿Estás bien?

No recibió respuesta. Un murmullo sordo atravesó la casa de pared a pared.

-¡Ay, Daniel! ¿Por qué a mí? ¡Ay!

Daniel abrió la puerta y se encontró a su madre aferrada al inodoro como una garrapata. Un líquido espeso y marrón corría por su boca, goteaba por el cuello y se prolongaba en viscosas hilos hasta el fondo del charco. Su mirada estaba clavada en la pared celeste de los azulejos. Daniel la ayudo a levantarse y juntos se dirigieron a la cama.

-Te traje agua, ma.

-¿Qué?

-Te traje agüita, ma. Tomá un cacho por lo menos.

Elsa cerró los ojos. Un último movimiento estomacal amago con vomitar sobre sus piernas inválidas, pero logró frenarse a tiempo, y tragó.

-Quedate acá, no te muevas. Avisame.

El calor invadía la casa, penetraba el yeso y los techos de chapa. Se inmiscuía como una fiebre orgánica, volcándose sobre los espíritus de la gente pobre. Daniel se sentó y se sirvió un vaso con agua. No aguantaba más. Hacía semanas que no pegaba un ojo. El estomago se le revolvía y la cabeza le daba vueltas. En ese momento sonó el timbre.
Un hombre bajito y moreno estaba al frente de la puerta. De a ratos lanzaba una mirada curiosa hacia un niño que jugaba en la casa contigua. Daniel se levantó como si llevara un bloque de plomo en la espalda. Abrió la puerta.

-Hola, Daniel. Vine a traerte un poco de arroz. Para que coma tu mama. Nosotros tenemos, no te preocupes. El hombre moreno extendió su mano con una bolsa de arroz. En su cara se adivinaba una súplica impotente.

Daniel tomo la bolsa y dio las gracias inexpresivamente.

-Dany, la Fer y yo pensamos que podíamos venir a la noche a cuidar a Doña Elsa, así dormis vos también. No se te ve bien.

-Está bien, yo puedo. Cualquier cosa te aviso.

El hombre quiso acotar algo pero Daniel no le dio tiempo y dio un portazo.

Al fondo en la habitación se escucho un quejido agudo.

“Daniel, por favor ¡Decile que se vaya! ¡Daniel! ¡Por favor!”

Se sintió devastado. Quiso agarrar la pistola del abuelo, cargarla y matarse. Lo había pensado un par de veces. De tanto repetirlo en su mente la idea había cobrado validez. Se dio media vuelta y se sentó frente a la mesa.

En la habitación seguían los quejidos. Luego escucho pasos sobre la grava de la entrada. Se detuvo. Un silencio que pudo haber durado años. Afuera, el sol caldeaba el aire, formando nubes de vapor ascendente que daban una ilusión de espejismo. Daniel se sintió como en otro lugar. Su madre se seguía quejando del dolor de piernas. Ahora gritaba que la dejara en paz, que no tenía nada para ofrecer. Pero nunca escuchaba. Era como hablarle a la pared. Habían intentado todo. Remedios caseros, ungüentos de romero y ajenjo, lociones de eucalipto, nebulizaciones. El cardiólogo les recomendó tinta china. Uno hasta se atrevió a sugerir la medicina alternativa (esto lo dijo con desdén). Curanderos, gitanas, enfermeras, las madres del barrio, todos pasaron por la habitación de Doña Elsa, solo para verla agonizar. Ahora sus piernas estaban totalmente inutilizadas.


…..


Daniel se quedo dormido. Soñó con una alfombra gigante en un desierto de arena. No sabía bien donde estaba, podía ser el Sahara, África o un lugar caluroso. El sol derretía la vista, se comía las tripas de los vacas muertas, los intestinos se pudrían al vaho solar y emitían una pestilencia animal. La carne se la comía el vapor, llegaba hasta los huesos. La sangre hervía en sus sienes. Gruesas gotas de sudor bajaban hasta la comisura de sus labios, que se enjugaban con ese sabor salado de los fluidos del cuerpo. Tenía una sensación de peligro, un dolor punzante en la boca del estomago. Una alfombra de pelos con gusanos volaba por un cielo rojo. Deglutía los sueños y las ganas de vivir. Se comió las piernas de su madre, y ahora se comería el estomago de Daniel. Despertó y súbitamente sintió ganas de vomitar. Fue corriendo hasta el baño y expulso el vaso de agua con los fideos del almuerzo. La alfombra agusanada reaparecía ante sus ojos.

¡Rajá de acá, no te debo nada yo! ¡Que más queres!

En la habitación la madre de Daniel se había dormido. Un olor nauseabundo invadió la casa. Pasaron varios minutos en un silencio eterno. Daniel miro al techo y pudo ver una macha en forma de rostro. Era el rostro de su madre, pero negruzco y marchito

El rostro le suplico la vida. Que le de amor, que le  una hora más en este mundo. Que las piernas eran de ella, que no dejera que se las lleven. Se incorporo y fue caminando lentamente hacia la habitación.


…..


“Ay, diosito santo, ayudame, ay diosito ¿Donde está la Fer? ¿Daniel? ¿Sos vos?”

Murmullos dentro de las paredes…

Un portazo a lo lejos. Un gato muerto en la zanja. A la derecha, un niño jugando a la pelota. En la avenida principal, Doña Elisa mirando como Nacho, su hijo de cuatro años, le pegaba a un perro en el hocico hasta desmayarlo. El niño mira a la madre con una sonrisa maliciosa. La madre lo llama a cenar.

Murmullos atraviesan la avenida. Terminan en la casa de Daniel. Nadie entendía porque Daniel, porque Doña Elsa. La mujer de 60 años cocinaba para el barrio, cuidaba a los nietos de sus amigas y trabajaba duro. Daniel trabajaba todo el día. Volvía de la fabrica y veía televisión hasta desfallecer sobre el sillón. Tenía 28 años y parecía un viejo. Se vestía como viejo. Se enfermaba como viejo. Caminaba como viejo y era triste, triste como su abuelo. El abuelo también se había muerto inválido. El bisabuelo había fallecido de sobredosis.

Eran las 4 de la mañana y Daniel se despertó con un grito de su madre.

¡Daniel, sacalo de aca, por favor! Daniel! ¿Estas? ¡Daniel! ¡Veni!


Se levanto y fue rápidamente hacia la habitación. La mujer se retorcía con las dos manos sobre el vientre. Se balanceo unos segundos. Sus ojos se pusieron en blanco. La noche moría y el sol volvía a calentar las derretidas calles de cemento y barro. Luego un silencio de unos minutos. El cuerpo de Doña Elsa yacía inmóvil sobre la cama. Daniel la contemplaba ausente. Un murmullo y unos pasos sonaron en la habitación, y siguieron por la grava de la entrada, hasta desembocar en la avenida principal, donde se perdió para siempre. Afuera, el niño de la señora Elisa gritaba a voz en pecho que había matado una paloma. Orgullosamente levantaba el trofeo de las patas, mientras ejecutaba una danza frenética sobre el barro.

19 de septiembre de 2012

La boca del lagarto


Era una llanura de barro desértico, surcado por enormes bancos de niebla blanca y brillante. En el horizonte se apreciaba una ancha cadena montañosa con sus cumbres ocupando gran parte del cielo rojo. Desperdigados por todo el terreno, unos restos quebradizos de arbolillos de no más de cinco centímetros de alto adornaban el paisaje abandonado. A lo lejos, pude distinguir una grotesca conjunción de huesos gigantes y, en su interior, una ciudad en ruinas, ocupando su lugar en el centro. Una torre de unos cien metros se elevaba, altísima, hasta quedar en el intersticio entre las costillas de un animal irreconocible. La entrada eran las fauces abiertas de un demonio muerto, de colmillos de más de diez metros y que aún conservaban su filo después de tantos eones pasados. La estructura contaba con cuatro grandes patas terminadas en abominables zarpas incrustadas en el lodo gris y una cola de quince metros de largo remataba la figura blanquecina. El cráneo era inquietante. Me quedé sumido en infinitas meditaciones que violaban mi alma, disfrazada de lo insólito. Los orificios donde alguna vez asomaron unos ojos giganormicos de mirada vidriosa y penetrante, ahora dejaban caer en su interior las interminables lluvias estivales. La corrosiva hiel amarga del hígado había sido transportada hasta aquellos huecos oscuros; uno miraba en el fondo de ellos y sentía vértigo. De los orificios emanaba un hedor nauseabundo y de sus bordes se derramaba un espeso líquido verde fosforescente que iluminaba la noche roja de T.
Extraño origen el de aquellas ruinas, y su historia por demás aterradora. No había investigado lo suficiente antes de parar con mis valijas en semejante lugar, pero no me importaba. Podría vivir allí, en alguna casita destruida de la calle principal. Saldría a caminar horas y horas, visitaría los parques olvidados y, por las noches, contemplaría las estrellas del cielo bermellón. Comencé con el pie izquierdo… di un paso… luego otro… y poco a poco me fui acercando a la inmensa figura con andar vacilante y temeroso. Más de una vez mi pie se hundió en el barro con violencia y al sacarlo me inundó una sensación de repugnancia al comprobar que unos bichos de un verde resplandeciente trepaban por mi pierna. Me los sacudí. En una ocasión tuve que tomar uno con la mano, cuidando de que no me mordiera con sus pinzas, y lanzarlo lo más lejos que pude. En el camino, me pareció haber oído un sonido de hazas labrando la tierra y el batir de un  martillo contra el hierro en una tonada rítmica, casi musical. Algo reptaba al otro lado de los bancos de niebla; pegajoso se arrastraba en una trayectoria sinuosa imaginaria. El ruido se hacía cada vez más preciso, hasta que lo sentí pisándome los talones. Al darme la vuelta no vi nada.
Seguí mi camino.
Delante de mis ojos, se agitaban los espectros de una sociedad ancestral. Tan solo a unos metros de la entrada, me detuvo un grito:
—¡Hey! ¿¡A dónde vas!?
Me volteé para llevarme una gran sorpresa: un hombre de cara roja y ojos amarillos estaba parado frente a mí. Sus manos sostenían un aparato cilíndrico color cromo, de unos diez centímetros de largo y dos de diámetro. Lo revoleaba de un lado a otro, jugando con los dedos, haciéndolo girar con increíble audacia motriz. Me lanzó una mirada severa y casi despectiva; puedo asegurar que estuve a punto de desmayarme.
—No puedes entrar allí —dijo con aire serio.
—¿Por qué no? —le pregunté.
—No es recomendable. Este basurero histórico ha estado pudriéndose bajo el calor de tres estrellas durante más de cinco mil millones de años.
—¿¡Cinco mil millones de años!? ¿Cómo es que siguen en pie las ruinas entonces? ¿No debería haber desaparecido el saco de huesos que cubre la cuidad también? ¿Qué clase de criatura es esa?
—Un cadáver de corneo-lacerta tarda millones de años en descomponerse por completo. El lento deterioro de la piel y los órganos vitales inundan los campos circundantes con un olor muy fuerte; un olor que dura aproximadamente seiscientos millones de años, cuando solo queda el esqueleto, que tarda unos novecientos millones de años más en convertirse en polvo. Estos terrenos han sido esquivados por el fuerte hedor. Yo ya me he acostumbrado… casi ni lo siento.
—¿Qué es un corneo-lacerta? —intervine impacientemente.
—Un lagarto gigante ancestral. Estos son los últimos restos de este raro espécimen. Se alimentaban de ciudades enteras y toneladas de tierra. Por eso tienen bocas tan anchas y sus colmillos pueden cortar hasta el diamante. Pero no podrán jamás cortar el material flexible del que están hechas esas construcciones. ¿Ves la torre esa? Bueno, cuando el lacerta se tragó la cuidad junto con sus habitantes, una tribu incivilizada y primeriza, la punta de la torre se doblego en el esófago y continuó inclinada hasta llegar al estómago, donde se irguió nuevamente y atravesó las paredes del órgano y la columna vertebral como estocada de espada, quedando así de forma saliente entre las costillas de la bestia. Unos ocho metros asoman por encima de la columna, desgarrándola en un círculo de importante diámetro, como podrás observar por tu cuenta. El lacerta tuvo que hundir la mandíbula cien metros bajo tierra para cubrir la altura total de la torre. El cuerno ya está cediendo a las inclemencias del viento y se derrumbará en los próximos cuatro mil años, estoy seguro. Ten cuidado, durante las tormentas de arena se desprenden pequeñas astillas del cuerno. Son del tamaño de un automóvil terrestre. ¡Pueden destrozarte!
Volví a mirar el paramo gris. De cuando en cuando uno de esos bichos fosforescentes ascendía del interior del fango al exterior y andaba con paso de insecto dejando rastros apenas visibles sobre el fango. Uno trepó por la pierna del hombre y se fue a posar en su cara, dando respingos de insecto y moviendo las patitas histéricamente en el aire.
—Esos escarabajos enormes son asquerosos —le dije, mientras estaba ahí parado sin hacer nada.
—Ah, ¿estos? No te preocupes, son indefensos –exclamó, al mismo tiempo que se quitaba el bicho del rostro.
La escena resultaba un tanto desagradable. Bajó al insecto y lo depositó en el fango, aplastándolo con sus vigorosas manos y empujando el fango hasta crear un agujero lo suficientemente grande. La postura de aquel individuo era de por si admirable. Imposible era que se notara curvatura en la disposición de la columna y mucho menos el rechine de las articulaciones. Hablaba con seguridad, claridad y, sobre todo, espontaneidad y carisma. Conversar con él me parecía grato. Recuerdo que le pregunté donde vivía y a que se dedicaba:
—Vivo en aquella casita —señaló con el dedo índice una morada humilde de acero inoxidable con grandes ventanales de cristal y techo redondo.
—¿Pero qué haces todo el día allí? —le pregunté.
—Vigilo el pantano, chico. No puedo hacer otra cosa. Este es mi trabajo. Verás, se me ha asignado el cuidado tácito de esta zona. Nadie debe saber que yo la cuido. Tú no dirás nada y te alojarás conmigo. Dormirás en el sofá de la sala principal. Por las mañanas, te levantarás temprano y desayunaremos, junto al calor de la chimenea; las mañanas son muy frías, debes saberlo. A esa hora, las tres estrellas se asoman en el cielo rojo y alumbran las paredes cromadas con un suave resplandor rojizo. No has vivido si no has visto aun el amanecer de T.
Nos dirigimos a la casa por medio de un camino lodoso. La niebla todavía azotaba los suelos y el olor era intolerable. Me bastaron unos minutos para sentirme asqueado.
Ingresamos por una puerta triangular y una vez adentro, me sentí aliviado. El hombre se dio vuelta, cerró la puerta y se dirigió a mí con estas palabras:
—Tú dormirás ahí —señaló un sofá color cromo, todo derruido. A propósito… cuéntame por qué has venido hasta aquí. ¿Qué buscas? No hay anda interesante para un jovencito.
—Estoy interesado en las ruinas. Se han contado muchas historias en la cuidad. He traído conmigo algunos libros y unas hojas donde trabajo en mi investigación. Pienso reseñar el sitio más espantoso de todos los tiempos. He querido venir aquí desde niño.
El día acababa. Las estrellas de T morían lentamente, tomándose el tiempo necesario. La noche de T se asomó, desplomando mi entusiasmo de manera repentina. Aquella noche no pude dormir. Los sonidos de las ruinas eran lo suficientemente nítidos como para apreciarlos a una distancia de treinta kilómetros. Los martillos reanudaron su repiqueteo en el acero y el rumor de aborígenes labrando la tierra se hizo cada vez tanto más potente que mi oído logró captar algunas voces humanas articulando un extraño galimatías. Las ruinas de aquella civilización se volvían a hundir bajo el espantoso gemido de un lagarto fantasmal; lo único que alcance a ver a través de la ventana fue una sombra tan descomunal que cubría el planeta entero... y el oscuro rostro de un hombre anciano, vestido con sucias togas, me dirigió una mirada suplicante, mientras pendía colgado de un colmillo.