8 de diciembre de 2011

Cognición Abstracta

De los tantos misterios de la psicología humana nada puede decirse con seguridad. Es el trabajo de tantos reconocidos estudiosos un designio sin frutos, que jamás ha iluminado por completo los rincones oscuros de la mente. Freud aventuró pedantes observaciones, inconclusas investigaciones en fin, que no han fluctuado más allá de las limitaciones del hombre. De aquí nació La interpretación de los sueños, como argumenta en aquellas páginas el padre de la psicología: que las representaciones oníricas se enlazan en muchas ocasiones con estímulos externos; por ejemplo, un pie pendiendo fuera de la cama puede dar la sensación de estar cayendo en el vacío. O bien que los sueños son realizaciones de nuestros más fervientes deseos imposibilitados de llevarse a cabo en la vigilia. Estos textos y otros, son un acertado material de estudio, pero no por ello hubieron de comprender lo incomprensible. Así es señores, lo incomprensible; lo desatinado; lo invariable; lo indefinible… tantos adjetivos debería usar… y no me alcanzarían las palabras. No son las palabras justamente las que arrojasen luz a esta incógnita generacional. ¿Son acaso fiables los sentidos? ¿Más aún que las palabras? No estoy seguro. No obstante, sería de mi agrado contarles mi experiencia visual, de la que no he malogrado con mi injusta incredulidad, a pesar de no haber estado a la altura de la circunstancias debido a mi estado de aparente aletargamiento.

Eran las diez y veintisiete minutos de un lunes lluvioso de verano. Con los ojos arrastraba las negras siluetas del horizonte urbano hasta detenerme en el cielo estrellado. Llovía a cántaros. Apenas podía distinguirse las ventanas de los edificios y las luces de los departamentos lucían como pequeñas luciérnagas en la noche. Hacía ya cinco años que mi familia había muerto y ya no me quedaba nadie. Estaba solo en este mundo. Desde ese entonces no hacía más que entregarme a raras lecturas, infinitas meditaciones nocturnas y a echar obsesivas miradas al reloj. ¡El reloj! Me tenía posesionado; las agujas marcaban la hora, un monótono sonido… tic tac tic tac. Curiosamente, este era el único sonido que escuchaba todo el día. Había conservado un cuaderno con anotaciones diarias de los hechos ocurridos bajo mi techo, desde los más importantes hasta los más triviales: desayuno, almuerzo, lectura y meditación, cena, lectura y meditación, dormir. Al día siguiente el mismo proceso: desayuno, almuerzo, lectura y meditación, cena, lectura y meditación, dormir. Esto fue lo único que hice durante cinco largos años. La esencia de lo eterno ya no me es ajena; comprendo el sentido de la rutina; de la existencia sin rumbo, la creciente obsesión con las pequeñeces. Un plato roto podría ser mi objeto de análisis durante horas y horas, escrutando sus partes, su contextura, olor y color hasta el hartazgo. Lo cierto es que a diferencia de la gente común yo contaba con una habilidad poco normal. En el equilibrio de las cosas, en los ángulos de las paredes, en los pozos profundos había un índice matemático que se me hacia visible casi por instinto. Se delineaban con claridad en mis ojos —como al cirujano las líneas invisibles de corte— las simetrías y la contabilidad proporcional de la materia. ¿Sería yo una especie de genio? ¿O un loco sin remedio?  Tal vez fuera solo mi imaginación y no contara con semejante habilidad. De todos modos, nada puede esperarse de un pobre solitario en busca de algo a que aferrarse. Una vez terminada mi meditación, un débil destello  relampagueó en un rincón de la casa. Mi mirada se centro con determinada atención sobre el marco inferior izquierdo de la puerta de mi habitación: era un hueco negro, luminoso y sonoro. El ruido era como de succión. Lo que vi a continuación fue aún más anormal. Pasaba por allí una gorda y asquerosa cucaracha. A medida que se iba acercando al agujero, iba perdiendo el control de sus movimientos. Por ende, el bicho terminó siendo succionado enteramente por el agujero. Me froté los parpados, no pudiendo creer lo que veía allí. Las pelusas y el polvo, raramente en esa zona desaparecían cuan rápido caían del techo; eran aspiradas con efectiva rapidez. Fueron varios minutos los que pasaron mientras conseguía entenderlo todo. Sabía que había tomado mucho en la cena. Se me  había ocurrido comprar cuatro botellas de cerveza Corona y un frizze azul —que compré con renuencia, estaba a mano en un supermercado chino y a buen precio— que bebí sin tapujos, indiscriminadamente; de alguna forma quería evadir la penosa existencia que llevaba. Había perdido la selectividad y el buen gusto, de hecho, cualquier bebida alcohólica que me proporcionara unas horas de despreocupación y me permitiera ignorar la vida era bienvenida. Los vecinos me veían llevar a mi departamento una increíble cantidad de bolsas con alcohol, y siguiendo su juicio correcto, deben pensar que soy un borracho empedernido. No los culpo por eso, y no me interesa tampoco. Necio aquel que se emborracha una y otra vez en fiestas, siendo estas ya una razón mas que significativa para estar contento. Mi ingesta era enteramente necesaria. La soledad y mis pensamientos me jugaban una mala pasada antes de irme a acostar; era ese momento donde quebraba y me lanzaba a llorar. La emoción era potente, incluso algunos vecinos del edificio tocaban mi puerta con fingida preocupación, otros, gritaban de la ventana que me callara. Después de llorar, fijaba la vista en un objeto y comenzaba mi ciclo meditativo, que no pararía hasta unas tres horas más tarde. Aquel día me centré nuevamente en el agujero, luego de haberse tragado la cucaracha y el polvo. El rumor de succión todavía podía escucharse. Alrededor de él, las pelusas seguían siendo tragadas a medida que aparecían. Aparentemente aquel agujero no culminaría su tarea nunca. Del núcleo centelleaba un color negro brillante, y sus vectores eran casi visibles, como manos que atraían la materia hacia dentro. Se me ocurrió una travesura. Agarré un clip y lo arrojé al agujero; efectivamente fue succionado con un sonido metálico. No pude escuchar más nada una vez arrojado el clip, debía de tener aquel agujero un sin fondo abrumador. Ahora se me antojaba arrojar un martillo que se situaba a unos pocos metros de mi alcance, sobre la mesa. Lo tomé rápidamente y lo lancé con fuerza al agujero; este se abrió más aún y lo succionó por completo. Ante mi asombro no pude hacer más que mirar atónito sin respuesta. El agujero era ahora unos diez centímetros más grande y su potencia no parecía haber aumentado ni mucho menos amainado, se mantenía constante. Las pelusas seguían siendo succionadas. Miré el reloj, las dos y media de la mañana. Entendí que mi contemplación del agujero había durado mucho, ¿o fue mi llanto el que duró tanto? No lo recuerdo —o nunca lo supe—, todo era anacrónico. Las botellas de alcohol en la mesa goteaban el contenido del pico, las gotas se derramaban suavemente por las caderas vidriosas hasta estrellarse contra la fría madera de la mesa. Se me antojó tomar una cerveza. Fui hasta la heladera, pero no había más. ¡Tendría que comprar ya! En cambio, me quedé mirando el agujero. Pasaron unas tres horas más, en las que no me moví ni un solo milímetro. El sol comenzaba a aparecer por el lejano horizonte, bordeado de cuadrados edificios, un espectáculo deplorable, la ciudad y el cemento lo arruinaban todo, destruían la belleza natural del ambiente. Y yo me sentía más devastado que nunca, habían pasado los minutos sin piedad y el sueño me invadió. Por alguna extraña razón no podía quitarle la vista al agujero; ya he dicho que en mi estadía allí durante cinco años había desarrollado un complejo psicológico del cual no podría librarme. Ahora el agujero suplantaba al reloj. Dejé de tomar nota en mi cuaderno, que quedó allí abandonado, todo empolvado, y comencé a concentrarme cada vez más en el nuevo hallazgo. El agujero seguía tragando las pelusas. Recuerdo que me quedé dormido, pero no sé a qué hora, pues no vi el reloj.

Cuando me desperté, mis ojos fueron a encontrarse directamente, una vez más, con la negruzca apariencia del agujero, que no desistía en su incesante tarea, el polvo y las pelusas seguían siendo succionados como una aspiradora. Entendí entonces que no era mi borrachera la que me había hecho alucinar. Esta vez se me ocurrió lanzarle algo más grande. Escruté el  barnizado contorno de madera del reloj… lo usaría para ensanchar el agujero por segunda vez. Me acerqué, lo agarré con las dos manos con fuerza —era pesado, teniendo en cuenta que pertenecía a mi bisabuelo, el único legado allí presente—. Mi frente sudaba en respuesta al enorme esfuerzo que estaba intentando ahormar al peso del gigantesco artefacto. Casi me tropecé cuando me acercaba al agujero, pero logré sobreponerme. Cuando estuve lo suficientemente cerca, lo arrojé con toda la fuerza que me quedaba. El estruendo me ensordeció un instante. La madera, toda astillada, había dado de lleno contra el marco de la puerta, la cual se desprendió y cayó al suelo en seco. Pude ver como el agujero se ensanchaba hacia arriba y se hacía más largo hasta cubrir toda la superficie del reloj. Entonces se lo tragó, con un ruido de succión agresivo. Vi como se perdía en la oscuridad el objeto en cuestión, hasta que no supe más de él. El agujero hacía un ruido horrible, como si se hubiese averiado. Tragaba pelusas con más fuerza y en un momento sentí que era arrastrado por un viento fétido y corrosivo hacia el núcleo negro. Me aferré a las paredes desesperadamente, y el hedor se hacía cada vez más intolerable. Era como un olor húmedo, mezcla de cadáver con algo orgánico. Cerca del abismo oscuro, ¡Ay, eso! Lo vi, era algo horripilante, contrahecho. Pude contemplarlo, ¡No estaba borracho! Era… una extensión infinita, toda gris… muertos, cubiertos de polvo y pelusas, objetos de toda clase desperdigados y repartidos irregularmente por el terreno. ¿Cadáveres humanos?, si, había de esos. También, ¡Ay!, ¡otros cadáveres!, razas indescifrables, restos no humanos, objetos desconocidos, de muchas épocas, ¡Oh, aquel vórtice atemporal, negro, centelleante, nido de monstruosidades!; el hálito fúnebre que de tu garganta emana sería embeleso de Baudelaire y néctar de la discordia para un demente. ¡Ay!, hoyo desconsolador, mediador entre la realidad y la fantasía, que el sol nunca dispare ni un solo rayo a aquella llanura de muerte y polvo grisáceo, y que en el olvido tus miles de secretos perduren por siempre, porque deseo olvidarlos… allí… al fondo, erguido sobre las cenizas de una vida que alguna vez brilló, un cuerpo cubierto por una espesa capa de polen cabeceaba en un intento patético de moverse a través de aquél páramo de muerte; y esa sonrisa, ¿qué me habrá querido comunicar?, será espantosa, pero encerraba todo el espíritu del universo.

Me había desmayado. Al recobrar la conciencia, me sentí aliviado. Vislumbré la noche estrellada, llovía como la noche anterior. El agujero había desaparecido; todo había terminado. Meditaba sobre lo solo que me encontraba. ¿Quién creería lo que había soñado una lluviosa noche de verano? ¡Que locura! Me paseé por todo el departamento. Discurrí por el pasillo, el comedor, la cocina y el baño. Me preocupaba algo. Era un sentimiento opresivo, angustioso. Nunca me había impregnado el corazón de tanta tristeza. El recuerdo de mis padres acudió con clara nitidez, como si fuera real. ¿Sería la resaca de aquella mañana? Mi madre me tendía la mano y me decía algo que tardé en comprender; sonaba como un susurro. —¡Madre, me has dejado solo!—le grité. Su semblante parecía no haberse mutado en absoluto, pero en cambio insistía diciendome algo. Agudicé el oído. Decía algo definitivamente. —¿Dónde está hijo?, ¿dónde lo dejaste?—. Miré a mi alrededor, no sé a qué se refería. Los efectos que habían causado en mi alma aquella pesadilla todavía no se habían borrado. Envejecí en un instante; me estremecía la idea de morir entre esa humedad, en soledad. Insultando, maldiciendo y golpeando el duro yeso de los muros, corría como un loco buscando una respuesta a la desgracia que me abatía; hasta que la encontré: el reloj ya no estaba.