Breve
introducción:
El
siguiente ensayo (si le cabe un nombre tan grande a un pobre cúmulo de
palabras, tejidas con el dulce dolor de la existencia), apenas un berrinche de
quien patalea para ahuyentar a los demonios que le atormentan, está
destinado a generar algún tipo de consciencia virtual sobre los usos y malos
usos de la tecnología del siglo XXI. El escritor que ahora mismo los interpela
sabe de sobra que este y temas similares han sido reflexionados y ensayados de
forma larga y tendida, y no faltan artículos periodísticos ni
entradas de blog que traten el asunto más o menos con cierta frecuencia.
Entonces, el lector se preguntará, ¿qué tiene este nuevo ensayo que aportarme a
lo ya discutido ingente cantidad de veces? Quizás deba responder, desde mi más
total humildad, que nada, salvo que se trata de un ensayo de consciencia más, y
estoy convencido de que mientras más se machaque sobre las cosas importantes,
mejor cala en el subconsciente del publico aquello que algunos vemos como algo
rescatable, o como algo de lo que debemos protegernos. Todos nos cuidamos entre
sí, y es una actividad netamente humana la de prevenir a través de sugerencias
y explicaciones en pos de evitar amarguras, desdichas y otras calamidades que
ensombrecen el alma de los mortales. Esta es mi humilde intención. Si he
logrado mi objetivo, el de advertir y concientizar, que lo juzgue el lector por
cuenta propia. La elección del tono romántico se debe pura y
exclusivamente a mis gustos personales en estilo narrativo. Los que me
conocen sabrán perdonarlo (la hipérbole, el tono solemne, etc). Y ahora, sin
más dilación, lo dejo solo, lector. Encuéntrese con usted mismo. Piense, y
nunca deje de pensar. Piense, para sobrevivir, para ser usted mismo. Piense, y
guárdese el derecho de decidir no ser pensado por los demás.
Un millar
de historias se tejen en los vastos entramados de las calles. Rostros ausentes
y nombres que aparecen y desaparecen en un santiamén, centellean violentamente
unos segundos para luego desvanecerse, de un brillante blanco enceguecido a un
tenue verde que palidece como un débil fotograma impreso en la retina. Así
se pasean por nuestras vidas, desconocidos y allegados, conocidos que
luego no serán tan conocidos, y se perderán en el infinito pulular de la urbe,
casi como si nunca hubieran existido. La tecnología nos facilita el morbo
placentero de espiar los distintos avatares, y con ellos, tomados de la mano,
las infinitas posibilidades de un tenue contacto, de acercar el pecho y
escuchar el latido virtual de los próximos vecinos, buscando desesperadamente
un puerto donde encallar el navío. Este simple acto de búsqueda nos proporciona
una especie de hiato de la cotidianidad; y aun así, resulta un dolor de cabeza
a veces, tanto por motivos propios, como por motivos ajenos. En el espectro de
los motivos propios, nos desesperamos por batir nuestras cabezas contra las
piernas de una dulce muza, esperando la suave caricia en los cabellos, el dedo
que resbala por los contornos de la mejilla, y que luego desemboca en los
labios rosados. Una desesperación tan humana, tan despreciable también. Por
otro lado, aquellos motivos no tan nuestros, sino más bien sugeridos por nuestras
familias y parientes, quienes nos han legado la antorcha de los ancestros, para
advertirnos tristemente sobre las consecuencias de la dependencia emocional, y
de la, en cambio, evidente conveniencia de la fortaleza del individuo y el
desapego. Sendos motivos, tan opuestos entre sí, no pueden más que generarnos
cierta molestia de cara al uso tecnológico, y uno finalmente termina por optar
abandonar cualquier deseo personal engendrado en el seno virtual, para relegar
las aplicaciones a una utilización casi utilitaria por entero, y así
salvaguardar los límites de la individualidad, enfrascados en una burbuja
tecnológica, seductora, tranquila y familiar.
Los
caminos en soledad a través de esta amplia burbuja tecnicolor, nos parecerán
terribles y desoladores, pero a los vehementes espíritus individuales a los que
aspiramos noblemente se mostrarán como los caminos correctos, el tránsito
necesario y desolador de una vida llevada por el sendero del equilibrio y el
provecho de lo redituable. Un contrato auto-impuesto es este, realizado a
sabiendas del esfuerzo bruto y vano que ensordece los nervios contra las penas
del alma; nos va endureciendo los músculos y el órgano del sentir que, bajo
este auto-contrato, ya no desean el tacto de la mano cálida, sino el inofensivo
roce del viento gélido sobre la piel, y el azucarado resplandor de una pantalla
que se repliega por los contornos de los ojos para inmiscuirse en el corazón
del órgano ocular.
No
obstante, sucede que, muy hondo en el pecho, los vestigios de una voluptuosa
voluntad por quebrar aquel contrato de soledad nace de las cenizas del hastío.
La nausea de subsistir aprieta contra los pesos metafísicos del aislamiento, y
la consiguiente e inenarrable consciencia de la imposibilidad de suprimirlos en
una burbuja tecnicolor nos asfixia con la fuerza de un par de manos de gorila.
Surge entonces, de la necesidad de someterse al sordo dolor inútil de la
autocompasión, otra necesidad más noble y sana; una voluntad aferrada a la vida,
que nos da un impulso para romper las cadenas del dolor y obtener la redención.
Buscamos conformar un espacio donde las cadenas no se fabriquen por gusto a la
esclavitud, ni se forjen ampulosas quimeras que versen sobre la virtud del
casto o el valor de la joven virgen, puesto que a través de estas imágenes nos
hacemos una idea de la muerte que adopta los contornos de un vacío estereotipo,
viejo como la humanidad, podrido y calcificado por el abuso de sí mismo, por
las tantas muertes en vida que ha engendrado. La quimera que enciende el fuego
de la represión, del desencuentro, de la falsa virtud del evasor del disfrute,
de la vida, y del amor. Y que echa la culpa al sacerdocio, la iglesia, una
educación familiar castrativa o, en última instancia, a la sociedad con
mayúscula. Una problemática antigua es la que acabo de citar, solo que ahora se
encuentra mezclada con aspectos de la nueva era. Quien desee mantenerse
incólume ante la necesidad afectiva en el nuevo milenio, se encontrará con una
visión general que le facilitará tomar la decisión de insistir en su
individualidad, y mantenerse alejado del "contacto innecesario", ya
sea que así piense que le escapa a los horrores del ermitaño, o solamente para
preservar el estado mental que tanto esfuerzo le ha costado mantener. Pero este
estilo no es para cualquiera. ¿Qué sucede con los que desean llegar hasta a
alguien, por más ínfimo que sea, por más corto que sea el tiempo de duración de
contacto? El celular y las aplicaciones preparan aquí los cimientos para un sólido
terreno donde se desata la lucha humana: La necesidad de contacto (Para
algunos, un placebo para aliviar momentáneamente el síntoma de la modernidad;
para otros, la única búsqueda posible de felicidad). Pero, ¿qué sucede con las
promesas de la tecnología en cuanto a este punto? ¿Cómo afectan las conductas y
el consumo de ellas a los ingentes usuarios? El resultado, si me preguntan, es
completamente diferente de lo que estas aplicaciones prometen. Cierto malestar
aparece en los pechos de los solitarios que, ahora que han echado mano de los
mejores dispositivos contra la soledad, se ven inmersos en un mar de perfiles
virtuales, mensajes secos, vacíos sin respuesta donde debería haberla, o contestaciones
innecesarias donde el silencio hubiera sido la mejor respuesta. Apenas unos
pocos ejemplos, pero contundentes como prueba de que el desencuentro aún
persiste, y se ven aumentados por la cantidad en relación con la oferta.
Ya que
los usos virtuales de aplicaciones como Tinder o Badoo comienzan a dejar baches
para el aprovechamiento de los usuarios y algunas trampillas (perfiles falsos,
fotos trucadas, múltiples consortes y la facilidad de saciar una demanda
psicológica de autoestima, dejando insatisfecha la demanda real, etc), y debido a que esas acciones tramposas de los
usuarios, en su mayoría, obligan a las otras partes a adaptarse a las trampas o
malos usos generales, se sigue reproduciendo el sentido tiránico común de la virtualidad
(orden del cual engendra un circulo vicioso). Cuanta ironía. Resulta que
intentando escapar del lobo, la soledad real, nos encontramos en sus más
oscuras fauces perfiladas de un marfil de bits sintetizados en ondas
magnéticas, y una extensa garganta de fibra óptica. Aún así, lo seguimos
intentando. Intentamos conectar. Prolongamos nuestras relaciones
interpersonales a través de extensas líneas de pixeles y verde éter. Intentamos
conectar con nuevos perfiles en un maremoto de otros perfiles que están siendo
interpelados al mismo tiempo, en todo lugar y a toda hora, por todo el mundo. Y
ninguno de ellos sospecha la colosal confusión mental de tanto espacio
liberado, de tanta posibilidad junta, de tanto potencial “contacto”. Mantener
los pies sobre la tierra de un horizonte perfilable y limitable es aquello que
nos mantiene cuerdos, al menos en lo que se refiere a algo tan vital. Y ante el
panorama infinito, los adictos y pendientes del dispositivo se someten a la
contemplación también infinita de un horizonte desdibujado. La laguna de
posibilidades sin fin, y el horizonte de cordura, necesario para todo ser humano,
se esfuma a consciencia, por voluntad del individuo. La compulsividad por lo
virtual termina por dominar una tercera parte de nuestras actividades
cotidianas, y la aceleración de los contactos (si es que se producen) nos deja
un regusto amargo; ya que pareciera que, para ser justos, nunca hemos hablado
con nadie, ni conectado con nadie. Un recuerdo fantasmal y pasajero que acude
por las noches frías, con la cabeza recostada sobre la almohada, en
desinteresada contemplación de un techo blanco.
¿Cuántas
veces nos hemos encontrado con unos rostros, representados dentro de una
pantalla luminosa que resplandece por las noches? (Noches solitarias de vacío y
espacios no reconciliados). El temor de lo vacuo, lo inerte, de un hueco helado
entre mi piel y la de otro ser que no alcanzo a tocar, sino casi apenas a
través de torpes mensajes privados (intentos de conversación) tan inútiles como
evanescentes. Un visto o un "en línea", dos
símbolos patrios de lejanía, dos demonios hechos de ojos, que acechan pero
no accionan; una bestia hermafrodita que conforma los órganos de dos monstruos
en uno, y la semilla de su flor genital que encuba embriones de
desolación que acaban por producirnos una renuncia definitiva a tocar
un alma. Una sensación brutal de abandono, que nos alza en el aire para luego
dilapidarnos sobre el violento pavimento, nos estampa de un sopetón, y de
bruces al piso caemos para encontrar la realidad maciza de un crudo llano de
cemento: la soledad gris. Del piso nos levantamos, con la fuerza de una
lastimosa babosa que se repliega ante la sal que se empeña en darle muerte,
pero ella todavía lucha, tan absurda y pequeña como la consciencia de sus
dimensiones, pero tan inmenso su dolor en comparación. También la babosa se
encuentra sola ante el espectáculo de su propio deceso. Y a simple vista, qué
trágico se ve todo, por más pequeño que sea, cuando se asiste al cese de la vida,
desde los organismos más insignificantes hasta los humanos. La muerte es un
asunto solitario, pero ¿qué hay de la vida solitaria? ¿Es acaso otro tipo de
muerte? Por otro lado, ¿cuánto de ella es verdad y cuanto una triste ilusión
del inadaptado? ¿Cuántos sufren de ella sin vocalizarlo, y cuantos la padecen,
mientras se tragan el nudo de la angustia que les aprieta la garganta? Para
responder sobre una cantidad indefinida de solitarios, tendríamos que calcular
el número colosal de almas solitarias y, en primera instancia, esto ya nos reportaría
una tarea meramente inviable. Aunque, si se hiciese el intento, la sensación
probablemente consistiría en la visión de un mundo inmenso, desierto, y
virtual.
Sin
embargo, las apariencias engañan, eso lo tenemos bien sabido. No todos los
pobladores de este árido desierto serán los habitantes del desierto
virtual. Pensemos en el siguiente ejemplo: Un niño solo, mirando el celular por
horas, sentado en un banco en una plaza, sin interacciones por largos periodos
de tiempo, y una mirada fija en el horizonte que parece delatar cierta
actividad mental sobre la rudeza de la triste vida, o al menos eso creemos con
ver sus lacrimosos ojos, despistados en el vasto zigzag de edificios de la
ciudad. Si bien ese niño retirado de todo en una plaza, con el celular en mano,
echando de cuando en cuando algún vistazo al horizonte gris, nos parecerá una
situación particular o aislada, no podremos ignorarla; ya que la imagen toda
nos resulta un claro indicio del solitario, y, aún así, quizás incurramos en un
grosero error. Los simuladores de sonrisas y compañía, rodeados de multitudes
que parecen nacer de la tierra e ir variando con los cambios de órbita
terrestre, son quizás portadores de soledad en parecidas proporciones. Sus
aptitudes para el deportivo ejercicio de la socialización los pintarán como
seres capaces, mundanos y repletos de luz interior. No es más que una mera
máscara, una pantomima del individuo sociable; un artificio bien elucubrado y
sostenido por las fuerzas inquebrantables de la voluntad humana, que solo
reside en algunos benéficos cuerpos. En comparación con esta imagen mental, el
niño solitario de la plaza es apenas un solitario tecnológico más; de otra
estirpe, quizás, pero de la misma esencia de la que están hechos los otros.
Entonces,
aún más allá de la apariencia de acompañamiento del “sociable”, se encuentra el
alma que no toca ni logra sentirse tocada por su entorno. El sentimiento parece
persistir, pero se desvanece en cuanto el individuo entabla una nueva relación.
De esta manera logra escaparle astutamente a los devastadores efectos
de una reflexión más profunda de su condición; la que puede llevarlo
invariablemente hacia la cruda convicción de la propia soledad. Los
dispositivos y las aplicaciones de citas lo mantienen encandilado, tan pronto
como aparezca alguna novedad material que arrebate sus deseos e impulsos de
consumo. A sabiendas de esto, y de las apariencias y sus múltiples formas, en
conjunto con lo anteriormente explicado, nos sabremos, en última instancia, en
un embrollo insoluble en cuanto a los distintos tipos de solitarios, y de la
tentativa de medir cuanto aporta la tecnología para agravar ciertos aspectos.
Un laberinto imposible de sortear como queremos, la soledad, nos pone contra la
pared, y nos oprime al fin, a todos y todas, casi por igual, y sin posibilidad
de obrar contra ella de manera efectiva. ¿Es acaso la espada de la tecnología
la que nos acorrala contra el muro? ¿Es esto una ilusión oscura sobre la
condición humana? ¿Acaso se trata de la débil voluntad de un alma enferma,
“padeciente” o pesimista aquella que se siente solitaria y busca refugio en
aparatos electrónicos? ¿O más bien se trata de una realidad, mitad pesimista,
mitad realista, de la condición actual humana? ¿Hemos entrado en una era de
desconcierto ante la presencia real de los individuos? ¿Acaso se ven más reales
los avatares virtuales que las personas de carne y hueso que las conforman? Son
demasiados interrogantes, lo sabemos. Para responder la última pregunta, que es
el que nos resulta, quizás, más interesante, echémosle un vistazo a los
dispositivos que regulan nuestras vidas: celular, televisión, computadora,
entornos virtuales, aplicaciones, y smart-devices en general. ¿Qué tienen en
común y cómo nos han afectado? Poco y mucho, podría responderse. Poco en cuanto
a nuestra capacidad para adaptarnos, y que solo se trate de un cambio más en
las formas de socializar. Mucho en cuanto a las consecuencias de estos cambios
de socialización. Mucho en cuanto a la recepción de los diferentes usuarios de
Whatsapp o Android/iOs y otras aplicaciones, puesto que dentro del espectro de
interacciones cotidianas se encuentra un flamante patrón conductual que se
establece como dominante, desplazando y dejando como “obsoletas” otras formas
más presenciales de la socialización. De esta forma, toda una generación podría
considerar aún más real una experiencia virtual que una presencial, puesto que
la virtual retiene el factor idílico de las relaciones (aspecto que sobresalta
por todos los demás, ya que de publicidad y promesas está hecho el “mundo del
capital”). Por supuesto que no pretendo acá sugerir que el encuentro presencial
sea un aspecto olvidado de las nuevas interacciones; pero podríamos estar en
condición de afirmar que ha perdido una antigua y necesaria vigencia que la
constituía como la mejor vía de conocimiento de las personas, dentro de su
ámbito de vida rutinario y real. Las nuevas generaciones (me incluyo) comienzan
a ver dificultades en la posibilidad de contacto real cara a cara, y las
facilidades que permiten las nuevas tecnologías se vuelven, finalmente, en una
excusa para evitar hasta las últimas consecuencias el conocimiento no virtual y
personal de las interacciones con las cuales venimos compartiendo contenido,
imágenes y audios (o por lo menos evitarlo hasta que resulte excesivamente
necesario que alguna de las partes actúe finalmente para que se dé el contacto
final). Lo virtual se vuelve un poco más real dentro de semejante panorama. Si
las conexiones que establezco bajo parámetros virtuales responden a mis
necesidades con mejor precisión que la dura y pragmática realidad material del
mundo, entonces la conexión entre sujetos por aplicaciones se vuelve una
experiencia tanto más intensa. Esta intensidad termina por vencer la
posibilidad material de las probabilidades de que dos o más sujetos se
encuentren plácidamente en el resquicio de una agenda apretada, puesto que
facilita en los participantes un estado perpetuo de miedo al fracaso social,
una vez se hayan presentado fuera del ámbito virtual (nuestra laguna segura y
reconfortante).
Lo que parece ser el meollo del asunto es el desencuentro permanente que causa lo virtual contra lo real, encarnizado en un teclado que irradia una luz fosforescente, y que nos recuerda una y otra vez cuán inútil puede ser el intento por alcanzar al ser al otro lado del teléfono, ya sea por evasión de una de las partes o por el propio miedo al fracaso terminante. Y todo ello se multiplica: las agonías y la oscuridad de una soledad irremediable, dentro de los límites geográficos de esta tierra: por ejemplo, Argentina, tierra de nadie, tierra olvidada. No solo sufrimos el insoslayable acoso del cambio urbano y las tecnologías, sino que los comenzamos a sufrir como cualquier urbe mundial. Una tierra, antaño característicamente cálida y compañera, que ahora se cierra sobre su población como la mano negra aciaga del aislamiento; la mano que ha sabido desplegarse con la misma velocidad con la cual la mano de la luz y la creación, oscura y febril, se ha desplegado a lo largo y ancho de la humanidad. Esta mano, que es la sombra antitética de la mano de la luz, ha hecho carne el desprecio y el odio; ha sabido desplegar su penumbra tan rápido como la luz se esparce por el globo. A la par van las dos manos: la mano siniestra y la diestra, articulándose, levantándose, y cubriendo distintos lugares, por separado, pero siempre mirándose y copiándose la una a la otra. Cada rincón que es iluminado con sonrisas, compañerismo y bondad, es abarcado en su antítesis con la mano siniestra. Ella se levanta y roza con la yema de los dedos todo lo que se encuentra en frente de la mano derecha. Se imitan, solo que ambos poseen distintas intenciones. Bajo los árboles argentinos, las hojas de esta patria, y su cielo, en conjunto, la mano siniestra ha tapado casi todo lo visible. Su amiga derecha se ha empeñado en extenderse por otros países, y así se jacta la siniestra de haber alimentando naciones enteras con la miseria, convenientemente posada sobre Latino América, mientras que la derecha se felicita, sus frutos en la mano, y la victoria consagrada en cemento lejano. El precio a pagar para los condenados ciudadanos será una condena perpetua, precisamente. Quien no se anime a dejarla, tendrá que adaptarse a la sombra como hábito y estilo de vida. Quien se quede, tendrá que asumir el riesgo, con pocas o casi nulas posibilidades, de salirse de la negrura, o más bien, transitarla cómodamente, sin demasiados sobresaltos ni sorpresas. Sobrevivir es el verbo que mejor nos cabe en la boca a los argentinos, cuando nos referimos a nuestro sagrado suelo.
Las almas
aquí residen, quejándose a intervalos, escupiendo el hogar que les tocó colmar
con el pellejo, y maldiciendo cada día que transcurre. Este argentino agónico,
sobre una larga y vasta tumba de "desconocidos", enmudece ante la
tristeza que mira de soslayo. No estoy seguro de si se trata de un acto de respeto
por lo grave y lo turbio, fenómenos ampliamente conocidos por nosotros, o si se
trata de un miedo irrefrenable y suma desconfianza al porvenir, inseguro y desdibujado. Y digo "desconocidos", porque la identidad firme no le
ha arrancado ningún suspiro a esta pobre tierra, salvo, claro está, por
aquellos conservadores nacionalistas que defienden con fervor un estilo y
costumbres que no pueden durar mucho más tiempo del que ya han tomado. Paso a
paso se van conformando los cables, los postes, las calles, edificios, y
pavimento, de un conglomerado solitario. Cada cable, rumiando fuera de las
pequeñas y achaparradas casitas de la gran Buenos Aires, va trazando un
itinerario que el ojo de la siniestra vigila sin descanso (no vaya a ser que se
le escape un transeúnte, imperdonable desidia si las hay). Y, finalmente, la
única escapatoria queda en el individuo y su libre albedrío.
Si el
individuo en cuestión, sometido a los avatares tecnológicos, presenta una
notable predisposición débil a caer una y otra vez en los placeres y
facilidades de la comunicación virtual, un tercero debería estar en derecho y
posibilidad de hacérselo notar. Si un tercero hiciese este movimiento de
altruismo mágico, entonces se encontraría con la posible primer barrera: la
negación de parte del individuo a reconocer el problema; lo que claramente
descalificaría el asunto como tal (“problema”), para mantenerlo en el lugar en
el que persiste (“orden común de las cosas”). Para que una situación pueda
desplazarse de un “orden común de las cosas” a una calificación de evidente
“problema”, todo un sistema interno, tanto individual como colectivo, debe
ponerse en marcha en pos de su conveniente aniquilamiento. Si las consciencias
que atrapan los pensamientos del orden común no se replantean aquel “orden de
las cosas” como tal, es decir, no se figuran la posibilidad de otro “orden de
las cosas”, entonces el orden vigente nunca podrá desplazarse a la situación de
“problema”. Pero, ¿qué nos hace ver en determinadas situaciones la definición
de un problema? Debe haber siempre una mente correcta y concienzuda que respete
las leyes anteriores del orden de las cosas para estar segura de que este nuevo
orden configura todos los aspectos de un “problema”, al estar lejos de lo que
los hombres y mujeres consideraríamos una mejora de la calidad de vida, tanto
física como psíquica. Puesto que las mejoras de la comunicación virtual están
más a la vista que sus respectivas desventajas, se hace harto difícil que toda
una comunidad, inserta en el nuevo orden de las cosas, se dé cuenta o que
apenas logré un atisbo de duda frente al nuevo panorama que le toca vivir de
forma virtual. Es el individuo que aún persiste en ciertas formas antiguas el
que primero pone el grito en el cielo ante lo nuevo. ¿Cuándo este espíritu
viejo lleva razón en su queja?, y... ¿Cuándo consiste en un simple berrinche de
un anciano que encuentra difícil la adaptación al nuevo orden? Complicado de
responder, ya que los momentos de transición tecnológica y sociológica configuran
momentos históricos que no se dejan seducir tan fácilmente por el análisis
intelectual. La historia se resiente a ser descrita hasta que haya pasado su
efervescencia, para luego ser transformada, justamente, en historia: resumido
en el momento de ser descrita fríamente, y transmutados los hechos de anterior
actualidad en un compilado reconocible de sucesos y efemérides, vistos hacia
atrás con la relativa comodidad del historiador. Por lo tanto, sería arriesgado
decir ahora si la virtualidad constante corrompe o sirve a su causa al usuario
que la porta; pero no sería igualmente arriesgado afirmar que sus consecuencias
negativas afectan a una gran masa de la población, y que, bajo una no muy
extensa reflexión de los usos y malos usos de las aplicaciones, se puede llegar
a un régimen de consumo mucho más sano y a consciencia. El objetivo de este
escrito es tomar consciencia, justamente. No podemos culpar a un dispositivo de
nuestros malos usos o conductas frente a los fenómenos, claro está, pero
tampoco podemos hacer la vista gorda frente a un problema como tal, cuando la
debilidad de la consciencia nos deja inermes frente a un fenómeno, cuya
potencia se ve enervada por la indiferencia general.
Inmersos
en esas pantallas, cristal y líquido ocular, fusionados como dos partículas
subatómicas en el imperceptible aire. Son una bola de sombras negras, caminando
sin rumbo, gritando, peleando inútilmente contra sí mismos, desperdigando una
maldad ultraterrena, repleta de insensibilidad y negruras de un agujero insondable.
Hacen aquello que les sienta mejor: quejarse, replegarse contra sí mismos,
luchar por un egoísmo recalcitrante, luchar contra el otro, hasta aplastarlo en
pequeños montoncitos de migas inútiles, dispersas por el suelo. Un cúmulo de
historias viejas y motivos despreciables ya estudiados- aquello que suscitó las
más frías guerras y masacres, pero hechas, ahora mismo, a través de un mundo de
pixeles luminosos. Esta lucha reciente no hace a la guerra menos aborrecible,
pero seguramente empeora notoriamente algunos de sus rasgos. El semblante
perdido de un amante enojado, en soledad contra una pantalla. El llamado de una
voz que requiere, palpitante en la sorda noche, pidiendo auxilio y compañía a
un oyente indiferente; una discusión estéril llevada a cabo en el rincón más
alejado de un shopping intenta hacerse camino entre las bulliciosas
muchedumbres, para terminar destrozando la única ligazón entre dos seres, ahora
separados por trivial broma del destino. Todo ello, en nueva vía electrónica,
tiene la sutil pero temible apariencia de un demonio enmascarado. El demonio no
se ocupa de crear la discordia, pero donde ella existe, sabe que sus acciones
tienen algún influjo sobre los discordantes. El demonio tecnológico, un gigante
negro hecho de eones, más allá del cielo, la tierra, las nubes y los astros.
Nos mira desde lejos, se ríe por lo bajo.
A veces
quisiera pulverizar este eterno instante, querido lector. Que se esfume todo lo
que no nos sirve más que para sufrir, que se evapore tan rápido como sus asquerosos
pantallazos se posan sobre mis órganos receptores. No quiero verlo, ni
escucharlo más de lo necesario en el día. De tan solo pensarlo, no puedo
siquiera sorber lentamente esta cerveza negra junto a mi escritorio,
simplemente me da náuseas. Me cuesta digerirlo; creo que padezco del estómago.
Un renombrado escritor ruso dijo una vez que los que padecen también del hígado
poseen una marcada disposición sensible que delata una terrible condición: no
pueden digerir la realidad. No sé si es bilis, dolor físico, resentimiento
puro, o un temblor kierkegaardiano contra Dios, uno hecho de tuercas y
cristales... O simplemente un ente superior, que nos domina, se burla de nuestros
torpes pasos, y nos hiere con un dedo acusador que requiere de la desdicha
ajena para su deleznable entretenimiento. Que terrible giro narrativo el que me
atrevo a componer ahora mismo. Le doy al lector un cómodo y agradable artículo
de auto-superación tecnológica, para después dar con una última estocada de mi
espada negra. Qué pretendo acaso? Intentaré un esfuerzo de respuesta:
Que sirvan estas palabras, querido lector! Que sirvan! Para que, en algún rincón de Bs As, tan alejado como cercano al bullicio de ciudad, una cuantiosa colectividad decida que lo que acá se ha escrito no son puras tonterías sin sentido. Siempre y cuando una sola alma, tanto perdida como guiada por el espíritu de la modernidad, encuentre un paliativo para sus dolores de soledad cibernética, y que utilice dicho paliativo, en conjunción con el poder de las palabras, para disuadir a una generación entera de una desgraciada existencia, compuesta de una tecnología mal utilizada para las mejores y más sanas tendencias del ser humano: comunicarse, tocarse, sentirse acompañados en un baile del que nunca hemos querido formar parte, pero que debemos realizar con máximo placer y disposición.
Concuerdo con tu reflexión y pienso que como personas debemos hacernos cargo de que le damos más importancia a la comunicación virtual que al cara a cara. Y que muchas veces alejamos a personas que nos quieren por el simple hecho de que es más cómodo hablar por el celular que salir de casa y encontrarnos con aquellas personas. Por otra parte, pienso que, más allá de las redes, debemos tener responsabilidad emocional para con el otro y no escondernos tras la pantalla. Me gustaría y me parece muy interesante mencionar el tema del “ghosting” que es algo que está muy relacionado con el tema que tratas en esta entrada. Estaré contento de leer alguna reflexión tuya acerca de este tema ya que es algo que nos afecta cada día más: lo efímero de las relaciones en la era virtual, la poca responsabilidad para con las emociones de otro.
ResponderEliminarQuerido lector anónimo, tengo que hacerle una confesión. Leí este comentario hace mucho tiempo y no supe qué responder; sencillamente algo de este "ghosting" que mencionás, me tocó un poco personalmente. Es muy probable que se trate de culpa; es muy probable que quien te escribe por acá sea culpable de haber dispensado ghosting a alguna persona en el pasado (más relacionado a un temor que una mala intención). Esto hace muy distinta la cuestión. Si me pongo a escribir algo sobre este tema, primero me tengo que hacer responsable de algo que, probablemente, me cueste asumir. Pero voy a intentar escribir algo, ya que si uno es culpable de cualquier tipo de desconsideración social, ya sea ghosting o ignorar a alguien, debería principalmente hacerse cargo a través de alguna acción redentora. Creo que la escritura podría poner en acción redentora las acciones del pasado, y es una buena idea de reflexión. Si todo se da correctamente, algo puedo garabatear para este blog. Me temo que no voy a poder publicarlo a la brevedad, me estoy sintiendo con poca creatividad ultimamente. Veamos como se desarrollan las cosas. Un abrazo imaginario y giganórmico desde la cueva
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