10 de febrero de 2012

A propósito del caso Maldonado

PERIODISTA ASESINADO BRUTALMENTE POR SUJETO DESCONOCIDO

Horrible crimen en Tandil

Un misterio envuelve la muerte del escritor de “El periodismo en la Argentina moderna”



A las ocho de la noche del día de hoy, el periodista Daniel R. Maldonado fue hallado muerto en una habitación del hotel Hermitage. El reconocido escritor habría sido descuartizado sobre la cama a sangre fría por un sujeto que pudo haber irrumpido en la habitación por la ventana del lado derecho de la instalación. El estado del cuerpo indica que fue desmembrado parte por parte. El asesino habría colocado el puño de la víctima sobre el pecho y las piernas extirpadas sobre la cabeza a modo de burla, posiblemente tratándose de un adepto al sadismo. Junto con el cadáver se encontraron una bolsa vacía, abierta por los extremos con un objeto punzante, y un manuscrito de puño y letra de Maldonado, que fue escrito tres días a priori el acontecimiento. A su vez la habitación estaba abarrotada de agujeros en las paredes, de unos 20 cm de diámetro y de profundidad aún incierta; los agentes allí presentes dicen haber intentado escapar del la escena del crimen, cuya atmósfera no era del todo amigable. Los hoyos fueron puestos a prueba con todo tipo de artilugios, revelando que los ecos que sobrevenían de lo más hondo eran voces humanas.

Según el conserje, Maldonado habría ingresado al hotel “en el rostro encontrábase pálido e ido” decía, y arrastrando la bolsa, cuyo contenido parecía tratarse de un ser humano adulto, “ordenó una habitación con suma naturalidad”; “sus zapatos y el pantalón estaban húmedos y embarrados y el olor a muerto que se desprendía de la bolsa era insoportable; el pobre hombre estaba exhausto y parecía haber estado caminando un largo tramo a pie. Le di la llave de la habitación 26 porque lo veía mal” expresó el conserje.  Se estipula que el periodista habría estado cargando con un muerto y escapando de la policía para silenciar el crimen tras los pasillos del hotel, ubicado en frente de la fuente Las Nereidas.

Las autoridades acudieron al hotel cuando al día siguiente el conserje, intrigado por las quejas de los inquilinos sobre un “aroma putrefacto”, llamó a la puerta seis veces sin respuesta alguna. El hombre dijo haber escuchado sonidos sospechosos y una voz que creyó “correspondía a la de un oriental”. También pudo distinguir un aroma muy fuerte a cadáver, que infestaba todo el corredor. Fue en ese instante que resolvió llamar a las autoridades.

El supuesto cuerpo de la bolsa no fue hallado al momento de llegada de la policía forense, en cambio, el misterio es aún más grande. Aún considerando lo manifestado en la nota, no hay registros reales sobre el territorio mencionado, dónde el periodista habría vacacionado. El doctor Fernando Bustamante alega que la víctima habría sufrido de delirium tremens durante sus últimos días de vida. El siguiente manuscrito es la única pista de la cual se sirven los detectives para resolver el caso.


Manuscrito hallado en la habitación 26 del Hotel Hermitage, Tandil. (Daniel R. Maldonado):


La breve anécdota que hoy me dedico a contarles no pretendo que sea creída por mis lectores —incluyendo a los supersticiosos— ni mucho menos por las castas más detestablemente conservadoras de nuestra sociedad, ya que aún no sé si he desembocado en la locura total o si todavía sigo cuerdo a pesar de lo sucedido,  pero esta historia merece ser transmitida aunque sea a unos pocos amantes de la irracionalidad y la demencia. Este hecho fabuloso, no tanto en la mayoría de sus aspectos pero sí en algunos minuciosos, comenzó el día martes 19 de diciembre de 2005, hace tres días para ser exactos, cuando me disponía a tomarme unas vacaciones de mi trabajo como periodista —tenía en mente continuar con una investigación— y pensé que no habría lugar más propicio para relajar mis pesados hombros y apaciguar mis constantes pensamientos estresantes que visitar un olvidado pueblo de la hermosa Buenos Aires, uno que una vez tuvo vida, pero que hoy en día sufre de una enfermedad parasitaria del pensamiento, estoy hablando del complejo sobrellevado por los ignorantes que pretenden convertir constantemente la realidad en un cuentito de fantasmas. Contando con unos cortos veinte años, todavía no he formado una familia y no estoy en planes de hacerlo durante los próximos cinco años, por lo que me enfrasco día y noche en lecturas de libros prohibidos, algunos de alquimia y otros de ocultismo y magia negra, pasando por los clásicos como el libro anónimo Tenebris Scientia y otros no tan conocidos, incluyendo algunos tomos de gran importancia para el estudio de las notas criptográficas que a menudo se incorporan en estos raros textos. Unos de los que solía tomar de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires eran el Traité des chiffres de De Virgenere y el Cryptomensys patefacta de Falconer. Con el tiempo estos libros acabaron de convencerme de que en este vasto universo se encierran conocimientos que solo pueden ser revelados por un grupo selecto de personas para ejercer cambios visibles en nuestro ambiente, modificaciones naturales, rituales ocultitas, maldiciones e invocaciones son unos de los tantos saberes prohibidos que se les otorga a estos pocos. Por supuesto yo nunca pertenecí a tal grupo, ni nunca lo seré, por lo que pude experimentar en aquel tenebroso lugar.

Ya era hora de que me dedicase a terminar una novela que venía dejando inconclusa hace como unos tres años. Era un drama que escribía en lentos intervalos, cuando mi cabeza ya no daba más de tanto trabajar y además de las constantes lecturas del Tenebris Scientia que me arruinaban cada vez más, a pesar de que el tomo contaba con unas ciento cuatro páginas, se me hacía muy difícil interpretar algunas palabras, que al parecer ignoraba pero que al mismo tiempo me costaba encontrar examinando perspicazmente en cada uno de mis volúmenes enciclopédicos ilustrados, terminando la búsqueda con resultados infructuosos. No sé cómo explicarlo. Leer cada palabra, cada frase de ese libro me producía un malestar inexplicable cual indicio de un trastorno inminente, y por el solo hecho de que disfrutaba sumirme en conjeturas mágicas no era la justificación que quisiera dar para decir que el libro me apasionaba, porque también me hacía sufrir. Fue entonces cuando, despidiendo a mis familiares, que por cierto seguían lamentando la pérdida de mi querida esposa, dijeron: ¡Ay, si tan solo ella estuviese en este mundo!, lo cual asentí con suma tristeza, y tomando mi equipaje, me dispuse a viajar a un pueblecito casi totalmente deshabitado a unos 5 km al este de Tandil, llamado “Las Canillas”, y para llegar allí tendría que tomarme un tren en Constitución, y de allí ir directo a Tandil y caminar a pie los 5 km faltantes. Mis padres no tenían ni la más mínima idea de que iría a pasar unos cinco días en un despoblado en nowhere y procuré no mencionar nada del tema, estando yo en necesidad de asentarme en algún lugar tranquilo para continuar mi novela y mis investigaciones, por lo que llevé conmigo el Tenebris Scientia, junto con mis otros textos, un folleto del pueblo, mi cuaderno con anotaciones y los papeles de la novela aún no terminada en la que había sido exhortado varias veces para que la continuase. Aunque podría haber cargado mas valijas con ropa, decidí que tres remeras, dos pantalones largos y uno corto eran más que suficientes para pasar en Las Canillas unos cinco días de intenso calor; pues la zona presentaba temperaturas altas, tocando los 29 ºC por la mañana y 35 ºC por la tarde —según había averiguado—. Esto se debe, en términos de ubicación, a que la precaria aldea está localizada casi en el medio de la provincia sin la presencia del mar. No obstante ya había ideado un plan: pasaría la mayoría del tiempo refugiado en el Hotel Oreon, un enorme montaje de estilo victoriano situado a una cuadra de la iglesia del centro del pueblo… aunque no haya hecho previas inquisiciones sobre la ventilación del edificio. También había estado estudiando algunas fotos del lugar, junto con una breve reseña sobre su historia y como influyó el paso del tiempo en la pretérita conglomeración de viviendas fundada en 1858, que en aquel entonces albergaba a unas cien personas, dedicadas a la agricultura y la exportación de metales como el oro y la plata extraídas de las cuevas en el pantano al norte, donde se yergue la iglesia. Esa iglesia abyecta que se alzaba en los abandonados pisos de asfalto de aquella aldea, esa impresión de terror que me provocaba era una de las varias espeluznantes sensaciones que experimentaría allí en carne propia en el transcurso de los tres días más largos de mi vida, aunque les mentiría si les digo que fueron “largos días”, por tanto que una parte de mi estancia en ese hotel fue casi anacrónica, perdiendo la completa noción del tiempo.

Retomando el tema de la historia del pueblo, había leído que los pantanos al norte de la iglesia habían sido los protagonistas de historias macabras ocurridas hace más de cien años. Se rumoreaba que se sacrificaban cuerpos de personas inocentes, efectuado por un grupo de aldeanos cultivados en materia nigromante, que tenían una relación estrecha con algunos conocimientos prohibidos y que solían visitar la biblioteca de Las Canillas muy a menudo para extraer ciertos libros de índole sospechosa, que los habitantes solían ver con malos ojos. Cabe resaltar que la pequeña multitud local, de un total de cien habitantes se dividía en dos grupos: los agricultores, comerciantes y esclavos que trabajaban en las minas, pertenecientes a la mayoría de los moradores del lugar, y los que dedicaban todo su tiempo disponible en la biblioteca, estudiando e investigando libros de diferentes procedencias e idiomas. No obstante, todos esos textos tenían algo en común: pertenecían al género de la magia y las invocaciones místicas. Siendo yo un hombre de respetables conocimientos científicos, a pesar de que me atraían aquellas temáticas, no dude ni un segundo en tomar esas historias como falsas, y como prueba de lo indudablemente locos que estaban los viejos cascarrabias que inventaban todas esas estupideces cuando estaban aburridos. Como profesionales de la falacia moderna, estos ancianos solían difundir oralmente toda una serie de leyendas absurdas e irrisorias con el objetivo de desprestigiar el lugar por su patética condición de insignificancia económica, dado que ni siquiera figuraba en los mapas desde 1951 hasta el día de la fecha, y por supuesto para divertirse con las caras de terror que pusieran los oyentes de aquellas abominables narraciones que considero producto de varias mentes chifladas.

Por mi parte, creo tener la respuesta del motivo de la invención de tales fabulas, ¿acaso no era en ese lugar —exento de documentación consultable— donde cualquier crimen cometido en Tandil podría ser ocultado bajo los arcanos pantanos que se escondían detrás de la iglesia? ¿No era el sitio ideal para inhumar los cuerpos de las infortunadas víctimas de la oleada de sacrificios de 1887 a 1951? Pues yo creo estar en lo cierto si digo que es así, y esa era otra de las razones que me impulsó a dar una visita con la esperanza de reanudar la investigación del caso; eso me garantizaría una suculenta recompensa periodística, y la desagradable sorpresa que me llevaría a este desasosiego nunca fue prevista por mi, empero vuelvo a citar lo dicho antes: como hombre de ciencia y amante de la verdad que soy, ese estupor causado por esas horripilantes impresiones —si así se las quiere llamar— nunca fueron anticipadas.

Martes 19 de Diciembre:

Cuando me subí al coche para ir a la estación de tren estaba tranquilo y con un aire esperanzado, por fin lograría concluir mi novela que pronto estrenaría en todas las librerías del país y la idea de echar luz a los misterios de aquel antiguo pueblo olvidado me entusiasmaba a tal punto que había olvidado lo solitario que estaría durante mi estadía en el Hotel Oreon. Teniendo en cuenta que la sombra de lo que alguna vez fue el pueblo ahora solo alojaba dos personas, según el último censo hecho en 2001 y me impresionaba que la ciudad contara con suministro eléctrico.

Llegué a la estación de trenes de  Plaza Constitución y tomé el tren a Tandil de las 16:45 hs, que me dejaría en el lugar de destino a las 23:45 hs aproximadamente. Durante el trayecto observé las desiertas llanuras y el cielo vespertino, afectado por un hechizo de tonos rojizos y azulados, una tumba de nubes que guardaba los secretos de la humanidad, aquellos que solo se conocerán cuando el hombre atraviese la infinitud del universo con sus innumerables eones y estrellas galácticas que cuentan una historia muy remota, ocurrida incluso antes de la aparición del primer mamífero terio del período Terciario. A eso de las 6:00 hs me dispuse a descansar un poco, apoyando mi cabeza en la ventanilla me dejé llevar por la lentitud del viaje que me sosegaba cada vez más con su exquisito viento veraniego. A las 8:38 desperté bruscamente con un salto estrepitoso, a causa de un grito agudo que creí oír y que provenía de la llanura desierta —ahora bajo la luz de la luna y la presencia de las maravillosas constelaciones—, este grito no pudo ser provocado por las cuerdas vocales de un ser humano cualquiera, no exactamente. Era como el llanto horripilante de miles de seres que me produjeron un repentino escalofrío que subió por mi médula hasta llegar a mi nuca, erizándome los pelos. Al parecer, ninguno de los pocos pasajeros que se encontraban en el tren oyeron aquella tonalidad —¡Oh, tan claro para mí!— por el hecho de que no los vi siquiera volver a la ventanilla, y los que estaban dormidos seguían dormidos, con sus ojos cerrados y sus semblantes tranquilos. En aquel tipo de ocasiones la lectura de un buen libro me calmaba y me permitía volver a conciliar el sueño, pero esa vez saqué de mi bolso, que cargaba en el asiento próximo al mío, el Tenebris Scientia y lo abrí en la página 54 donde lo había dejado. Observé el capítulo titulado “De los diversos signos”, donde se exponían cuatro signos usados para las distintas invocaciones. El primero era el Signo de Voor, que es presentado así: “por naturaleza es el verdadero símbolo de los Antiguos. Hacedlo siempre que queráis suplicar a Ellos, que esperan siempre más allá del Umbral”. Luego sigue el Signo de Kish: “abate todas las barreras y abre los portales de los Planos Últimos”. En tercer lugar viene el Signo de Koth: “que cierra las puertas y custodia los Caminos”, y en cuarto lugar está el Signo de los Dioses Mayores o Signo Mayor: “protege a los que invocan los poderes por la noche, y desvanece las fuerzas de amenaza y antagonismo”. Desde que empecé la lectura del libro había tenido en cuenta la idea de integrar partes del él en mi novela, donde la protagonista, una mujer de veinte años llamada Ellen, era una desquiciada esquizofrénica amante del esoterismo y ciencias tales como la aplicada por las civilizaciones del Oriente Elevado, aunque se la considera una desadaptada social desde el principio hasta el final. Acabaría de redondear la historia en el Hotel Oreon y puliría toda posible imperfección. La loca Ellen dedicaba mucho tiempo al análisis de las ciencias ocultas y era por ello que en ella descargaba todos mis sentimientos, haciéndola partícipe de mis propias ideas, en otras palabras, Ellen había sido una creación mía que se asemejaba en apariencia a mi difunta esposa, pero compartíamos las mismas pasiones, era como un propio reflejo literario y cada vez ocupaba en mi corazón un lugar más amplio a medida que avanzaba con mi pluma y mi elegante y portado desliz para el arte de las letras. No quiero ahondar en el tema, porque creo estar volviéndome loco, pero siento que me estoy enamorando de un personaje ficticio. No es que me dé vergüenza, aunque como ser humano y ser sensible, estoy seguro de que esta pasión se debe al triste hecho de que me siento completamente solo, cuando miro la almohada de aquella dama con la que me casé que ya formaba parte de la infinitud interestelar, ¡si supieran el dolor que causa la soledad! ¡Ay, si solo lo supieran! Es extremadamente avasallador, y sentía que Ellen llenaba ese vacío que me afectaba en ese entonces, y como producto de mis penas nació ella… tan perfecta y tan…  igual a mí. Ella solía frecuentar las bibliotecas más importantes del mundo, en busca de aquel libro que le devolviera la vida a su marido fallecido en la guerra, por lo cual cayó en una seria depresión y facilitó el cuadro patológico grave que la acusaba y la despojaba de toda relación salubre con cualquier otra persona… porque ella solo existía para él y nadie más. Tomando provecho de toda la situación que pasaba Ellen a la par de mi moldeada prosa de locura y pasión, decidí incluir citas textuales transcriptas sin modificación alguna del Tenebris para darle verosimilitud más pronunciada a la novela.

Eran las 23:54 cuando arribé a la estación de trenes de Tandil, y decidí tomarme el colectivo que pasaba directamente por el pueblo casi totalmente abandonado, por lo cual cargué mis valijas hasta la parada más cercana, que según un vago borracho, estaba a unas dos cuadras hacia el este. Demoré casi diez minutos en caminar las dos cuadras porque me detuve en algunas ocasiones para examinar con precisión aquel paisaje de bellas estrellas y oscuro cielo, que no podían presagiar ningún tipo de calamidad a simple vista. El colectivo paró allí después de haber esperado unos veinte cansadores minutos, y me subí con las valijas y todo.
-A  Las Canillas por favor- dije, mientras observaba la cara de aquel ser grotesco que era el chofer.
Los 5 km que faltaban se pasaron volando; a esas horas de la noche ya no había tráfico alguno. Al ver el pequeño pueblo desde lejos tuve una sensación espantosa, ¡aquellos muros entablaban una connivencia de asociaciones que se levantaban con el éter espacial, formando horrendas figuras que constituían los viejos edificios y que mostraban una verdad que se sumía en lo más hondo de las entrañas de aquel cemento opaco. Era  imposible ver la extensión grisácea por mucho tiempo sin experimentar el terror mismo. Todo el pueblo estaba sumido en una bruma difícil de aprehender. Los inmigrantes de la oleada de 1905 que consideraban al sitio como el más apto para concretar todas las abominables locuras jamás cometidas por una persona en su sano juicio, le otorgaron al lugar un renombre —entre pocos que la conocen— difamatorio. Hablando de los inmigrantes y los arcanos, todavía me afectaba esa historia siniestra de símbolos y sacrificios, y pactos con los no vivos y comunicaciones con el más allá que se habían producido en aquel lugar apestado de muerte. Al parecer, un grupo selecto de eruditos ocultistas veneraban a algún dios blasfemo que no compartía en lo más mínimo una relación con la iglesia católica al sur de los pantanos, y me hacía pensar cada vez más en el sospechoso origen de las desquebrajadas vitrinas de los santos, y si había sido construida por los habitantes originarios del lugar. Todo me indicaba que a pesar de la apariencia celestial y fiel a una religión tan normal como el catolicismo de esa iglesia, germinaba de sus grandiosos portones un fétido olor que cubría a menudo las calles aledañas; un olor que relacionaba con los cadáveres cubiertos de sangre coagulada y a los que los gusanos ya habían empezado a consumir. No obstante, el recuerdo de Ellen, en su locura más grandiosa, me tranquilizaba de antemano a pesar de la apariencia de los edificios y la espeluznante iglesia que se cernían por delante del páramo y el cementerio.

El colectivo se detuvo. Me bajé con mis valijas en busca del Hotel Oreon. Ah, casi lo olvido, debo decirles que el hotel estaba prácticamente abandonado y no había nadie que me impidiera instalarme libremente en algunas de aquellas habitaciones, ligeramente erosionadas por el viento y el paso del tiempo, pero estaba preparado para cualquier cosa, por lo que llevé conmigo una lámpara portátil para dotarme de luz en el remoto caso de que el suministro eléctrico se cortase.

Tomé el viejo mapa amarillento que había comprado en una tienda de antigüedades —el mapa databa la última fecha en que se tomaba al pueblo como parte activa de Buenos Aires— y deslicé mi linterna a través de la cartografía hasta que mis ojos se toparon con el Hotel Oreon, a unas seis cuadras al oeste. Durante el transcurso a pie por el asfalto agrietado y relleno de maleza color gris, no tengo palabras para describir lo que sentía. La noche estaba muy avanzada y mi visión no encomendaba ningún tipo de confianza como para abundar en detalles de lo que intentaba ver, pero lo seguro era que no me sentía bien en esa tensión mortal, como si un monstruo invisible contuviera su aliento y, expectante, aguardara el turno de atacar a su presa. Al llegar a la cuadra donde se cortaba la calle y se erguía la iglesia, el olor a cadáver inundó el aire por primera vez, y aquella impresión no me abandonaría ni en mis más frecuentes pesadillas. Detrás de la iglesia, se hallaba el pantano que tantas historias tenebrosas había albergado por cientos de años, y traté de llegar al hotel lo más rápido posible porque comenzaba a sentirme fatal. Miles de aullidos y protestas de voces inhumanas acudieron a mi mente durante el transcurso de los pocos metros que me faltaban para llegar al edificio, que me hicieron recordar al grito de igual índole que había escuchado en el tren. Hice caso omiso de todo aquello y llegué a mi destino. El antiguo edificio fue construido cerca del año 1898 cuando una ola de turistas decidió visitar Las Canillas en busca de paz y  tranquilidad, y por supuesto para contemplar las extensas tierras pantanosas que se situaban detrás de la iglesia, en aquel entonces inocente centro de actividades religiosas, y los pantanos aún vivos gracias a un peculiar valor estético del arte gótico, sin mencionar la cantidad de pintores de dicho género que se acercaban para captar aquella imagen encantadora de esqueléticos árboles y vetusto barro.

Ingresé con la linterna prendida al hotel y, sin más preámbulo, debido al agotamiento causado por el largo viaje, subí las escaleras e ingrese a la habitación 258 del tercer piso, porque me gustaba la vista de los pisos altos. Cuando abrí la puerta, una sensación de misterio despertado después de varios años se agazapó sobre mi, y pude observar que aún se encontraban en las habitaciones los muebles y los cuadros, y pude ver una confortable cama sin almohada ni sabanas, al lado de un pequeño escritorio de madera vieja. Debido al cansancio, no reparé en caprichos y me acosté en la cama, olvidando que podría estar tan sucia como las paredes y los techos llenos de telarañas. Por la mañana siguiente me despertaría temprano para explorar el lugar y sus abandonadas instalaciones, y si la suerte me lo permitiese, buscaría la forma de trabar amistad con algunas de las personas que allí vivían.

Miércoles 20 de Diciembre:

Me desperté a las ocho de la mañana. Había soñado con la cara angelical de mi esposa y la contraposición de su carácter con el de Ellen, mi amada ficticia, quien veía sentada leyendo el máximo libro de los muertos en su sofá. Decidí salir del hotel para investigar, por lo cual traspasé la puerta de la habitación y miré a mí izquierda y luego a mi derecha. El aire de aquellos pasillos de aletargada historia me golpeaba en la cara e impactaba en mis sentidos. Bajé las escaleras hasta la planta baja y saqué el viejo mapa amarillento del pueblo del pantano —así lo llamaban los pocos ancianos locos que conocían su existencia—. Al abrir las dos imponentes puertas de la entrada del Hotel Oreon, una ola de aire frío, proveniente del pantano que imponente me encaraba, me dejó helado. A causa de tal brisa, la temperatura, creo yo, habría disminuido hasta llegar a los 18º C y me arrepentí de no haber llevado un abrigo. Me apresuré por la calle Moor donde me encontraba hasta llegar a la calle principal. Una vez allí, doblé a la derecha siguiendo hasta el centro, que se cortaba con la calle R. Arai y continué por esa mientras contemplaba con admiración el panorama. A través del asfalto agrietado vi unas mansiones en un estado admirable, aunque un tanto sucias. La calle estaba plagada de ellas, era una seguidilla de grandes mansiones edificadas, según mis especulaciones, desde la fundación del pueblo; seguían paradas allí a pesar de las repetidas lluvias y vientos que se desataron, mezclado con el aire helado y fétido de los pantanos que contrastaban con la iglesia, situada delante de los mismos. Pero luego… un sentimiento de angustia y depresión que nacía de aquellas construcciones me arrebató el aliento, pues a medida que iba avanzando, se iba remarcando en el horizonte y en el nublado cielo deprimido, una inmensa estructura colosal de dos metros de altura. Sin lugar a dudas era una mansión gigante, con el mejor aspecto de todas, pero de allí procedían los aires endemoniados que viciaron la antigua pero bella catedral. La entrada a ella era un portón negro abierto de par en par, y el camino que llevaba a la entrada estaba recubierto de hierbas así como las paredes estaban cubiertas de extrañas enredaderas de colores poco vivos. Mi idea, aunque extremadamente desquiciada en un principio, era adentrarme en esa oscura mansión para desentrañar los secretos que aún hoy me arrepiento de haber desentrañado, y las alucinaciones que provocaron aquellas revelaciones del infierno y conocimientos del más allá, enterrados en los pantanos por innumerables eones, jamás me dejaron dormir en paz desde entonces. Sin pensarlo dos veces —sabía que si lo hacía terminaría sin atreverme a aquella locura— me sumergí bajo las tinieblas de las sombras de aquellas paredes que resistían el derrumbe y pude observar el hall y la sala de estar, adornados con los más ricos cuadros y vasijas de arte oriental, y a mi derecha divisé una enorme escalera que llevaba al segundo piso. Salteando todo lo demás que se pudiese encontrar en la planta baja, subí las escaleras en un arrebato de curiosidad, no obstante era una curiosidad asesina, según descubriría unos segundos más tarde. El aire fétido, de los pantanos y la iglesia, se hacía notar nuevamente en aquella planta alta, y entré por la única puerta que había ¡Ay, si tan solo no lo hubiese hecho! ¡Fue la peor condena a la que me sometí en toda mi corta vida! En aquella habitación, ese aire fétido se debía a la descomposición de partes mutiladas de seres humanos, apilados en el centro de la habitación, situados debajo de un círculo de grotescas características, parecido a uno que había visto en el Tenebris Scientia junto a dichos repugnantes restos humanos, había un escritorio y encima se hallaba un diario de tapa dura color marrón. Me acerqué con una mano tapándome la nariz a causa del hedor nauseabundo, y lo tomé rápidamente, pues no me sentía a gusto en ese lugar y resolví en largarme sin meditarlo. Mientras bajaba las escaleras, de repente me vinieron ganas de vomitar y casi no logré aguantarme, aunque con un poco de voluntad me sobrepuse al asco y pasé a un baño en el fondo de la mansión, pasando la sala de estar y una sucia y desmadejada cocina. Los azulejos muy finamente ensamblados de aquel baño tenían algo que me hizo estremecer por completo y olvidarme de mi malestar. Figuras danzantes desperdigadas por todo el lugar reproducían varios rituales y sacrificios humanos protagonizados por hombres de aspecto raro, encapuchados con una rojiza túnica larga de mago y los individuos que se arrodillaban pidiendo piedad a esos extraños seres encapuchados. Hubo una imagen que me llamó la atención más que todas aquellas que enseñaban los sacrificios, y mostraba a uno de esos seres encapuchados arrodillado en la tumba de un fallecido, mientras este se erguía frente a sus ojos, ignorando las leyes de la naturaleza y burlando a la muerte. Al parecer estaban manteniendo una conversación, como si el encapuchado estuviese sacando información proveniente del averno, algo que solo los que han pasado por allí, después de haber dejado el mundo de los vivos, están en condiciones de contar. Entonces entendí las advertencias de los ancianos locos sobre la ciudad. Siempre hablaban de la capacidad de la población ocultista de Las Canillas de hablar con los muertos y ejercer la nigromancia en su más perfecta expresión. Mi intención nunca había sido desenterrar todos aquellos saberes que se vinculan con el más allá del éter espacial y lo que se cernía en la oscuridad del pantano de Las Canillas, pero terminé dando con todo eso de golpe gracias a mi maldita curiosidad e indagación. No obstante, no era lo más terrible que iba a encontrar en esa mansión, además de los dibujos en los azulejos y el chamuscado diario color nogal. De la bañera, aún cubierta por una derruida y polvorienta cortina, emanaba el mismo repugnante olor de la habitación superior del diario y el infernal signo, y un impulso hizo que me acercara y corriera la cortina, para encontrarme con los huesos ensangrentados de un pobre diablo que había sido cruelmente descuartizado. No pude contener el asco esta vez y vomité en la pileta del baño sin más remedio, y retrocedí preso de un inevitable temor. Corrí hacia la salida, aún sosteniendo el diario en mi mano, y no me detuve hasta abandonar la calle de las mansiones anticuadas. Paré en una plaza que estaba adornada con un cartel que decía “Plaza del Pantano” y me senté en uno de sus viejos bancos, erosionados por el viento y la lluvia. Intentando recobrar el aliento después de la mala experiencia, me pasé aproximadamente media hora con la cabeza gacha y los ojos cerrados, tratando de desprender de mi mente aquellas visiones del diablo. Le eché un vistazo al diario que decía las iniciales “R.A” por lo que deduje que perteneció a un antiguo habitante de Las Canillas y por su escritura y el color de las páginas resolví que había sido escrito en el año 1920 aproximadamente y no me había equivocado cuando en frente de la primera página me encontré con una foto en blanco y negro de un grupo de cuatro personas que vestían unas túnicas oscuras que le llegaban hasta los tobillos y un poco más. Al pie de la fotografía decía “Orden Nigromantia 1929”. Se trataba de tres hombres y una mujer, la que al igual que uno de los hombres en el medio de la foto era de origen japonés. Luego había un negro, probablemente de origen africano y el otro aparentaba ser un europeo blanco o un estadounidense pero no podía averiguarlo a ciencia cierta solo por sus rasgos. El panorama era ciertamente anormal a juzgar por sus extravagantes ropas y la pose en la que salieron, era como si estuviesen haciendo un saludo que solo ellos conocían. Tenían los puños cerrados apoyados sobre el pecho y mirando seriamente a la cámara. De fondo se podía percibir una mazmorra terrorífica con inscripciones indescifrables en las paredes y una estantería repleta de libros pesados como enciclopedias ilustradas de tres mil hojas, aunque sabía que no serían libros comunes y corrientes sino más bien pesados tomos sobre nigromancia y magia negra como pude averiguar de todo aquello, sumado con las historias de los ancianos.


Jueves 21 de Diciembre:

Cuando desperté, ya no tenía idea de por qué seguía instalado en semejante lugar. El asco todavía corroía mi estómago, las especias del horroroso caldo de cultivo que es Las Canillas, digamos, fue como un pesado analgésico con efectos secundarios; había determinación todavía para completar mi investigación, e incluso la novela, pero me urgía la necesidad de averiguar más sobre la procedencia de aquel grupo de encapuchados. El diario contenía signos, emblemas, objetos y gráficos todos producidos en pluma gruesa de tinta negra, de caligrafía excepcional cabe decir.

Aquella mañana había dejado atrás un rocío hermosísimo que precedió una lluvia fuerte. Me vestí y embestí con toda la potencia de mis pies hacia la biblioteca. El pantano, lodoso por el agua, lucía un tanto intrépido por aquellas horas. Había algo que se agitaba bajo la tierra, y podía sentirlo. Me pareció ver a mi amada Ellen parada allí, cerca de una lápida de contrastes grises y verdes por el moho. Debía estar alucinando, por lo que continué corriendo hasta llegar a la biblioteca. Allí entré, y busqué fervientemente durante horas y horas engrosados tomos que me despojaran de mi duda existencial. Un gran libro titulado “The Graveyard and The Cave” posaba sobre la mesa de madera. Lo abrí para llevarme una gran sorpresa. Un mapa y una guía de ciertos cursos subterráneos y el itinerario completo del cementerio del pantano, con referencias totales a las respectivas defunciones. ¡Por Dios! —cuando lo pensé más adelante, me pareció totalmente irrisorio haber pronunciado esas palabras después de lo que había visto—. A medida que iba repasando la información, encontré lo que buscaba: la tumba de Ryunosuke Arai, el dueño del diario. No había tiempo que perder, me incorporé de la silla y salí disparado hacia el pantano.

La lluvia acrecentaba su caudal, y ya sentía mis pies completamente mojados. El agua se había filtrado a través de mis zapatos de cuerina barata, y mis ropas, empapadas se pegaban a mi torso y mis muslos. Casi resbalé en la intersección de Moor y la del hotel; mi corazón latía con una intensidad semejante a la de un futbolista cruzando la media cancha en busca de anotar. Yendo al hotel, tomé una pala del fondo del jardín y corrí lo más rápido que pude en dirección al pantano.

En el suelo fangoso del cementerio, con el libro abierto y sus páginas embebidas en agua de lluvia, trataba de descifrar la ubicación del sepulcro. Lo hallé justo donde creí haber visto a la hermosa Ellen. Una imagen de angustia se me cruzó. Era como un sentimiento de perdida. El pantano me estaba condicionando de mala manera; me estaba sorteando una rifa de locura, y yo: en posesión de todos los números. Levanté la pala y comencé a cavar. Cuando hube retirado toda la tierra alojada sobre el cadáver, me retiré hacia atrás con asco, al ver los restos de un sujeto vestido con una túnica rojiza, deshilachada y mugrienta. El cuerpo estaba a la intemperie prácticamente, sin sarcófago alguno, pero extrañamente, la carne no había sido descompuesta por los gusanos en su totalidad. Todavía colgaba un ojo de la cavidad derecha, los brazos conservaban piel y carne morada y algunos pelos en la cara y las piernas se mostraban gruesos y sanos. En vano es que explique con palabras aquella repulsión que sentí. Con los ojos cerrados y sin respirar, cargué el cuerpo a mis espaldas y decidí volver al hotel. Busqué mi valija en la habitación y saqué una bolsa negra lo suficientemente espaciosa como para albergar el muerto allí. Lo até con fuerza y lo arrastré hasta la reja principal del pueblo; tenía en mente salir de aquel emplazamiento desvirtuado y no regresar jamás.