19 de septiembre de 2012

La boca del lagarto


Era una llanura de barro desértico, surcado por enormes bancos de niebla blanca y brillante. En el horizonte se apreciaba una ancha cadena montañosa con sus cumbres ocupando gran parte del cielo rojo. Desperdigados por todo el terreno, unos restos quebradizos de arbolillos de no más de cinco centímetros de alto adornaban el paisaje abandonado. A lo lejos, pude distinguir una grotesca conjunción de huesos gigantes y, en su interior, una ciudad en ruinas, ocupando su lugar en el centro. Una torre de unos cien metros se elevaba, altísima, hasta quedar en el intersticio entre las costillas de un animal irreconocible. La entrada eran las fauces abiertas de un demonio muerto, de colmillos de más de diez metros y que aún conservaban su filo después de tantos eones pasados. La estructura contaba con cuatro grandes patas terminadas en abominables zarpas incrustadas en el lodo gris y una cola de quince metros de largo remataba la figura blanquecina. El cráneo era inquietante. Me quedé sumido en infinitas meditaciones que violaban mi alma, disfrazada de lo insólito. Los orificios donde alguna vez asomaron unos ojos giganormicos de mirada vidriosa y penetrante, ahora dejaban caer en su interior las interminables lluvias estivales. La corrosiva hiel amarga del hígado había sido transportada hasta aquellos huecos oscuros; uno miraba en el fondo de ellos y sentía vértigo. De los orificios emanaba un hedor nauseabundo y de sus bordes se derramaba un espeso líquido verde fosforescente que iluminaba la noche roja de T.
Extraño origen el de aquellas ruinas, y su historia por demás aterradora. No había investigado lo suficiente antes de parar con mis valijas en semejante lugar, pero no me importaba. Podría vivir allí, en alguna casita destruida de la calle principal. Saldría a caminar horas y horas, visitaría los parques olvidados y, por las noches, contemplaría las estrellas del cielo bermellón. Comencé con el pie izquierdo… di un paso… luego otro… y poco a poco me fui acercando a la inmensa figura con andar vacilante y temeroso. Más de una vez mi pie se hundió en el barro con violencia y al sacarlo me inundó una sensación de repugnancia al comprobar que unos bichos de un verde resplandeciente trepaban por mi pierna. Me los sacudí. En una ocasión tuve que tomar uno con la mano, cuidando de que no me mordiera con sus pinzas, y lanzarlo lo más lejos que pude. En el camino, me pareció haber oído un sonido de hazas labrando la tierra y el batir de un  martillo contra el hierro en una tonada rítmica, casi musical. Algo reptaba al otro lado de los bancos de niebla; pegajoso se arrastraba en una trayectoria sinuosa imaginaria. El ruido se hacía cada vez más preciso, hasta que lo sentí pisándome los talones. Al darme la vuelta no vi nada.
Seguí mi camino.
Delante de mis ojos, se agitaban los espectros de una sociedad ancestral. Tan solo a unos metros de la entrada, me detuvo un grito:
—¡Hey! ¿¡A dónde vas!?
Me volteé para llevarme una gran sorpresa: un hombre de cara roja y ojos amarillos estaba parado frente a mí. Sus manos sostenían un aparato cilíndrico color cromo, de unos diez centímetros de largo y dos de diámetro. Lo revoleaba de un lado a otro, jugando con los dedos, haciéndolo girar con increíble audacia motriz. Me lanzó una mirada severa y casi despectiva; puedo asegurar que estuve a punto de desmayarme.
—No puedes entrar allí —dijo con aire serio.
—¿Por qué no? —le pregunté.
—No es recomendable. Este basurero histórico ha estado pudriéndose bajo el calor de tres estrellas durante más de cinco mil millones de años.
—¿¡Cinco mil millones de años!? ¿Cómo es que siguen en pie las ruinas entonces? ¿No debería haber desaparecido el saco de huesos que cubre la cuidad también? ¿Qué clase de criatura es esa?
—Un cadáver de corneo-lacerta tarda millones de años en descomponerse por completo. El lento deterioro de la piel y los órganos vitales inundan los campos circundantes con un olor muy fuerte; un olor que dura aproximadamente seiscientos millones de años, cuando solo queda el esqueleto, que tarda unos novecientos millones de años más en convertirse en polvo. Estos terrenos han sido esquivados por el fuerte hedor. Yo ya me he acostumbrado… casi ni lo siento.
—¿Qué es un corneo-lacerta? —intervine impacientemente.
—Un lagarto gigante ancestral. Estos son los últimos restos de este raro espécimen. Se alimentaban de ciudades enteras y toneladas de tierra. Por eso tienen bocas tan anchas y sus colmillos pueden cortar hasta el diamante. Pero no podrán jamás cortar el material flexible del que están hechas esas construcciones. ¿Ves la torre esa? Bueno, cuando el lacerta se tragó la cuidad junto con sus habitantes, una tribu incivilizada y primeriza, la punta de la torre se doblego en el esófago y continuó inclinada hasta llegar al estómago, donde se irguió nuevamente y atravesó las paredes del órgano y la columna vertebral como estocada de espada, quedando así de forma saliente entre las costillas de la bestia. Unos ocho metros asoman por encima de la columna, desgarrándola en un círculo de importante diámetro, como podrás observar por tu cuenta. El lacerta tuvo que hundir la mandíbula cien metros bajo tierra para cubrir la altura total de la torre. El cuerno ya está cediendo a las inclemencias del viento y se derrumbará en los próximos cuatro mil años, estoy seguro. Ten cuidado, durante las tormentas de arena se desprenden pequeñas astillas del cuerno. Son del tamaño de un automóvil terrestre. ¡Pueden destrozarte!
Volví a mirar el paramo gris. De cuando en cuando uno de esos bichos fosforescentes ascendía del interior del fango al exterior y andaba con paso de insecto dejando rastros apenas visibles sobre el fango. Uno trepó por la pierna del hombre y se fue a posar en su cara, dando respingos de insecto y moviendo las patitas histéricamente en el aire.
—Esos escarabajos enormes son asquerosos —le dije, mientras estaba ahí parado sin hacer nada.
—Ah, ¿estos? No te preocupes, son indefensos –exclamó, al mismo tiempo que se quitaba el bicho del rostro.
La escena resultaba un tanto desagradable. Bajó al insecto y lo depositó en el fango, aplastándolo con sus vigorosas manos y empujando el fango hasta crear un agujero lo suficientemente grande. La postura de aquel individuo era de por si admirable. Imposible era que se notara curvatura en la disposición de la columna y mucho menos el rechine de las articulaciones. Hablaba con seguridad, claridad y, sobre todo, espontaneidad y carisma. Conversar con él me parecía grato. Recuerdo que le pregunté donde vivía y a que se dedicaba:
—Vivo en aquella casita —señaló con el dedo índice una morada humilde de acero inoxidable con grandes ventanales de cristal y techo redondo.
—¿Pero qué haces todo el día allí? —le pregunté.
—Vigilo el pantano, chico. No puedo hacer otra cosa. Este es mi trabajo. Verás, se me ha asignado el cuidado tácito de esta zona. Nadie debe saber que yo la cuido. Tú no dirás nada y te alojarás conmigo. Dormirás en el sofá de la sala principal. Por las mañanas, te levantarás temprano y desayunaremos, junto al calor de la chimenea; las mañanas son muy frías, debes saberlo. A esa hora, las tres estrellas se asoman en el cielo rojo y alumbran las paredes cromadas con un suave resplandor rojizo. No has vivido si no has visto aun el amanecer de T.
Nos dirigimos a la casa por medio de un camino lodoso. La niebla todavía azotaba los suelos y el olor era intolerable. Me bastaron unos minutos para sentirme asqueado.
Ingresamos por una puerta triangular y una vez adentro, me sentí aliviado. El hombre se dio vuelta, cerró la puerta y se dirigió a mí con estas palabras:
—Tú dormirás ahí —señaló un sofá color cromo, todo derruido. A propósito… cuéntame por qué has venido hasta aquí. ¿Qué buscas? No hay anda interesante para un jovencito.
—Estoy interesado en las ruinas. Se han contado muchas historias en la cuidad. He traído conmigo algunos libros y unas hojas donde trabajo en mi investigación. Pienso reseñar el sitio más espantoso de todos los tiempos. He querido venir aquí desde niño.
El día acababa. Las estrellas de T morían lentamente, tomándose el tiempo necesario. La noche de T se asomó, desplomando mi entusiasmo de manera repentina. Aquella noche no pude dormir. Los sonidos de las ruinas eran lo suficientemente nítidos como para apreciarlos a una distancia de treinta kilómetros. Los martillos reanudaron su repiqueteo en el acero y el rumor de aborígenes labrando la tierra se hizo cada vez tanto más potente que mi oído logró captar algunas voces humanas articulando un extraño galimatías. Las ruinas de aquella civilización se volvían a hundir bajo el espantoso gemido de un lagarto fantasmal; lo único que alcance a ver a través de la ventana fue una sombra tan descomunal que cubría el planeta entero... y el oscuro rostro de un hombre anciano, vestido con sucias togas, me dirigió una mirada suplicante, mientras pendía colgado de un colmillo.