11 de diciembre de 2021

El atractivo de la imperfección

 He perdido la cuenta de los innumerables escritos que he depositado en estas hermosas arcas de texto virtual, y lo primero que se me viene a la mente cuando reflexiono sobre la meta del rejunte de letras aquí expuesto, es nada más ni nada menos que un sentimiento de insatisfacción. Una insatisfacción que recorre mis poros, insulsa, a veces imaginaria, a veces tan real como un desamor o un puntapié de la vida. Y la pregunta que luego se erige en mi mente, o la de los lectores reunidos en los posteos, es ¿Con qué objeto, al final, el de escribir prolíficamente sobre los deseos más íntimos o los vaivenes de una vida insatisfecha? A veces uno siente que no quiere responder a esa pregunta, entonces rejunta una serie de estrategias evasivas para rodearlas y así escaparles por la avenida más próxima a pique rápido. Pero lo cierto es que aquellas preguntas que uno no responda en lo inmediato, se transformarán en nuevas inquisiciones futuras, pudiendo retornar como negros vórtices a la mente del escapista, casi de forma irreductible. Lo más seguro es plantarles cara y responderlas cuanto antes. Eso es lo que me dedico a lograr en estas endebles páginas (aunque espero sean formidables), y probablemente sea, de alguna manera, ese motor o leit motiv artístico que pretendo encontrar en todo lo que hago y digo, incluidos los textos, los ensayos, los cuentos, los poemas improvisados y las reflexiones de vida. A lo que me refiero es aquello con lo que el escritor, tanto amateur como el experimentado, buscan incesantemente a través de su prosa y sus reflexiones; y con esto me refiero a decir todo lo que pueda decirse, aunque parezca una locura o una empresa imposible. Todos los escritores somos buscadores de la verdad por naturaleza, nos cuesta contentarnos con los silencios lapidarios, los malentendidos y las fórmulas sociales predeterminadas. Simplemente no podes conformarte con eso. Para nosotros conformarse significa morirse un poco por dentro. No es viable. No lo queremos, denostamos públicamente la falta de lenguaje, la mediocridad salvaje de la sociedad, la violencia como primer recurso, y más específicamente: callar lo que no debe callarse. Es casi un acto de rebeldía necesario, el decir o poner palabras sobre lo que los demás, por regla general, deciden callar o, en su defecto, no son capaces de pronunciar. Y quizás es esta empresa imposible la que más nos caracteriza. El hecho de ser individuos que persiguen incansablemente algo que no está al alcance de la mano. Es deshacerse y desvivirse por la pasión de describir, explicar, expresar sentimientos confusos, vivir y poner palabras sobre las vivencias de los otros (lo que significa dignificarlos, hacerlos notar, porque ellos han vivido y siguen haciéndolo).

Escribir es esto y mucho más. Tarea perpetua e inabarcable. Incansable oficio de los que deseamos ver la verdad absoluta y transmitirla a los otros, y probablemente fallar en el intento, pero dejar tranquila a esa consciencia sempiterna del humano que todo lo quiere demostrar y emprolijar, con el sólo y único objetivo de llegar a más individuos, de demostrar que uno está allí con ellos, que comparte una experiencia irrepetible: el don de la vida. El deseo de vaporizar por los aires cualquier posibilidad de fallos, de falta de comunicación, de todas las detestables faltas de tacto que la humanidad, a veces, descuida por sobre todas las cosas, descuidando así a los otros... A la humanidad entera. Para ello ha nacido el escritor, se trate de quien se trate, novelista, cuentista, poeta, ensayista o humanista y filósofo en general. Para buscar y rebuscar lo perdido por milenios: la elocuencia de los hombres y las mujeres.

Bien sabido es que la historia está repleta de malentendidos. El hombre y la mujer tienden, por un fallo en la voluntad de superarse, a proyectar sobre los otros las inseguridades que residen en su interior, dando por sentado que se comprende al otro, y por ende, sus últimas intenciones. También es bien demostrado que se trata del error garrafal más común de la humanidad, que podría reducirse o definirse como un conjunto de malentendidos destinados a desencadenar guerras innecesarias y reyertas inútiles. La guerra es el resultado de un grosero malentendido en el que juegan en el tablero unas pocas fichas neuróticas que interpretan cualquier diferencia como una afrenta a sus deseos o pensamientos individuales. A veces estas fichas neuróticas lo saben y no les importa, pero muchas veces solo son pobres figuras susceptibles a las opiniones ajenas que, curiosamente, desatan un mal inconmensurable sobre las cabezas de los inocentes con tal de preservar la integridad de un ego herido. Pero esto creo que muchos lo sabemos, aunque nos resulte difícil de paliar. Queremos ponerle un fin a estas atrocidades, nacidas de la incapacidad de la voluntad por entenderse con los otros, pero no sabemos cómo hacerlo. Aquí entra en juego el escritor. Si bien los escritores tampoco saben cómo paliar estos malentendidos, lo que si tienen muy en claro es que el lenguaje y la expresión por escrito tienen un poder latente tan grande que no puede ignorarse. Es cierto que las palabras y los libros no han podido detener la totalidad de las irrefrenables intenciones de de emprender la sed de sangre, pero solemos centrarnos comúnmente en las batallas perdidas por la letra y la pluma. Entonces estoy obligado a darle crédito a los escritores, no por las guerras que no han podido evitar, sino por el sinnúmero de ellas que, a lo largo de la historia mundial, han sabido desviar a base de juiciosas sentencias contra la violencia, y su inquebrantable voluntad de explicar y dejar en claro lo que los violentos no logran sopesar. Al final, no solo es preciso el oficio del escritor, sino que también es altamente productivo y necesario a nivel social. Todos nos vemos profundamente nutridos por la voluntad de hierro de estos seres nobles que desean llegar al meollo de los asuntos en todo momento, sin titubear ni mediar el beneficio propio, o en todo caso, respondiendo al único y más notorio beneficio propio: el hecho de que la sociedad prospere y entienda es, al fin y al cabo, que el individuo también prospere (incluido el propio escritor y sus seguidores). Se trata de un "win on win" o un acto tan noble que no hay nadie que no salga enriquecido por tal empresa imposible. Por esto último, la "imposibilidad" del objetivo del escritor, decimos que la nobleza del acto de explicar en palabras reside en las imperfecciones del que escribe, que intenta superarse a base de SABERSE imperfecto y humano, pero que ello no le impide seguir en la búsqueda de lo imposible.

Nietzsche decía que el atractivo del hombre y la mujer, muchas veces, se encuentra más en sus imperfecciones que en todo aquello que sale redondo de sus manos. "Su obra (la de los imperfectos) no expresa nunca plenamente lo que en suma quisiera expresar, lo que le gustaría haber visto. Mediante su visión imperfecta, eleva a quien lo escucha por encima de su obra y le da alas para elevarse a una altura tal que nunca alcanzarían los oyentes. Su obra se beneficia del hecho de no haber alcanzado en realidad su meta". La nobleza del que intenta algo que es casi imposible eleva al imperfecto por sobre todo lo demás, le da ese toque tan íntimamente humano que muchos desean: el impulso de ser mejores, para uno y para los otros. Se puede extrapolar esto a los escritores que, en gran medida, han contribuido también, con sus mensajes y denodados esfuerzos, a desviar a la humanidad del camino pantanoso, y depositarla sobre un sendero más florido. Pero también es una característica de todos los inconformistas, sean quien sean. Amas de casa desvividas por sus hijos, trabajadores humanitarios y empáticos, hijos, hermanos y hermanas que a diario intentan comprender a los otros, y deciden darle una mano al que la extiende en señal de ayuda, sin malpensar ni albergar ningún sentimiento de desconfianza. Y aun así, ellos también se sienten imperfectos, pero eso ayudan, porque conocen el sentimiento de necesitar una mano cuando uno más la necesita. Eso nos hace nobles. Entonces entendí todo... Entendí por que los escritos, por qué tanta inversión de palabras virtuales. Porque así uno también intenta aportar lo mejor de sí mismo para que alguien, algún alma perdida por el etéreo mundo de la internet, se pare a leerlo y diga: "Esto me sirvió, aunque sea un poco".

24 de mayo de 2021

Una biografía de la lluvia (reseña) de Santiago Kovadloff

 

“El espíritu ve y revé objetos. El alma encuentra en un objeto el nido de su inmensidad”

Gastón Bachelard

 

“Son legión los agraciados que la lluvia cautivó y basta, para saberlo, con atenerse a lo asentado por los poetas”

Santiago Kovadloff

 

Inscripta dentro de la llamada literatura del yo, “Una biografía de la lluvia” de Santiago Kovadloff nos da un paseo por la agradable explanada de una vida infantil, reunida a partir de los diluidos fragmentos de la cotidianeidad adulta.

Charlas de café; anécdotas infantiles y reencuentros del olvido; reflexiones de la escritura y su acto complementario (la traducción); junto a alguna anécdota en el exterior y la repetida experiencia querida del escritor, que intenta reproducir lo irreproducible en las paginas autobiográficas (si se quiere, puesto que distan tanto de una autobiografía fiel como de un ensayo o novela).

“¿Quien en su niñez no ha soñado con ser invisible y, disuelto en el aire, emprender las aventuras de un dios: deslizarse, imperceptible, sobre los cuerpos, activo donde no se lo imagina, anónimo como solo puede ser lo inconcebible?” Con esta hermosa introducción, repleta de una ternura infantil desbordante, el autor nos acerca una crónica de deseo y ternura contra la figura del otro: ese ser a descubrir y desmantelar, ese ser distante y complicado. Kovadloff maneja muy eficientemente la prosa directa y, sin recaer en un simplismo dilapidado, rejunta sus mejores técnicas y las pone al servicio de una pluma vigorosa (en tanto estilo) pero directa y sentida (en tanto a contenido). En este aspecto me suelo proferir a favor de esta técnica, tan buscada por el escritor amateur. Es una suerte de ver aquello que no está o se afana en ser esquivo, a través de las palabras que, citando a Cortázar, logran ser como aquel poema de García Lorca: “Yo solo soy un pulso herido que ronda las cosas desde el otro lado”. Un poco solemne podría parecernos, un tanto desbocado si se quiere, pero aún así, la prosa vigorosa de Kovadloff está repleta de una intención tan humana y vivaz, que logra uno encariñarse con sus tretas, encandilarse con sus locuras de niño nostálgico.


“Mi intención al escribir es construirme y ser ameno aún en la transmisión de aquello que no lo es”, escribe Kovadloff, refiriéndose a nuestro cumulo de ensayos o visiones del sujeto. Es quizás esto y otras cosas más, indecibles por supuesto, como la lluvia que describe y como son las historias personales (indescifrables e incontables), que posicionan al escritor como un mago de sentidos, un contramaestre de sensaciones difíciles de describir. Se trata de un oficio violento, el de escritor. De esto me convenzo y espero convencer también al lector de estás paginas esquivas. Para Kovadloff, como para mí mismo, el arte de escribir es un poco ponerse en los zapatos del otro, partiendo de uno mismo, y queriendo dulcemente tocar un alma lejana con el vaivén de la pluma. Es un tanto idílico, lo admito, pero es lo único que nos queda, y Santiago lo sabe, porque lo transpira a él y a sus sensaciones, este libro anodino en apariencia, pero que sabe tocarnos (o supo tocarme) en lo más hondo. El otro es, para Santiago, quizás esa angustia que la literatura del yo quiere tocar, quiere adoptar para sí. “Una escaramuza alocada”, o “una aventura sin parangón” como diría Teobaldo Jaspers, noruego y nostálgico empedernido. Es pelearse con el objeto, que nos devuelve su denostado “dato hostil” sobre nuestras dulces impresiones de niño; nos recuerda que estamos sometidos a su capricho de existencia material. Por ello, el escritor se revela, como hace Kovaldoff con estas paginas. Se pone de pie contra el mundo del objeto, el dato hostil. Le hace frente, lo pone patas arriba, y lo somete al juicio del yo interior. Que admirable proeza! El escritor es un luchador de pie que arremete contra la injusticia del objeto. Se pronuncia en contra de la tiranía de la ciencia de querer abarcarlo todo con lo teórico y lo “objetalizable”: un simple racconto de atines y destinos en el fino hilo insertado en la inmensidad de lo humano, a penas una pequeña parte de tanto que no puede describirse. Es el escritor, y el artista en su defecto, el que planta cara firme contra esta tiranía científica. Se pone a describir lo indescriptible, se anima a tal empresa, porque no titubea, porque cree firmemente que con la escritura el mundo se salva. No sé si están así, pero es igual de cierto que al intentar salvar el mundo, algo logra hacernos sentir, algo para atesorar para siempre.


A través de una bella prosa “con sujeto y sin objeto”, como a Kovadloff gusta referirse, el lector se da una pasada por una cuantiosa variedad de anécdotas campestres, urbanas, interiores. Más interiores que exteriores, quizás, debido al mundo enriquecido del escritor deambulante, del alma peregrina de a momentos revertida por el clamor cotidiano y laboral. Las charlas de café y una hermosa coincidencia con unas mujeres ya entradas en años; las experiencias del escritor y su lucha interna; la lluvia y su hermoso influjo natural sobre las pasiones y el encuentro con uno mismo. Tantas experiencias y encuentros con otro esquivo, pero real, nos enriquece al punto de volvernos más sensibles con la escritura y las experiencias del yo interior. Mirar la lluvia, para Kovadloff, es un éxtasis de otra índole, casi supraterrenal, asi como Thales de Mileto, dice al final, vislumbro el infinito a través del agua.


Los ensayos reunidos en este libro son de una urgencia real, hay que leerlos cuanto antes. Kovadloff se muestra como un férreo representante de una literatura un tanto difícil de producir sin que uno se lo tome a chiste, quizás. Forma parte de una literatura “poco usual” que también corre dentro de un circulo intelectual. Es complicado que se asiente, aún para alguien de su renombre, pero demuestra ser más lúcida y sentida como mucha literatura clásica de viejas épocas. Abrir un poco el abanico y dejar entrar lo cursi como algo bueno o deseado, podría enriquecernos como lectores, aún en momentos difíciles cuando uno más quiere recurrir a lo clásico. Una biografía de la lluvia es sin dudas un obligado de pandemia.

2 de abril de 2021

Harto

 

Harto. Harto de los caprichos y las fanáticas adherencias. Harto de las grietas y los paroxismos de estupidez. Harto de estar harto, de ser un objeto reemplazable en el engranaje de un sistema que se queja, herrumbroso, por el chirriar de las vigas sueltas y los tornillos carcomidos. Harto de las insoportables inseguridades. Harto de las deleznables mentes moldeables… Y malditas las mentes que las moldean. Harto de la conducta de masas. Harto de las modas, las apariencias y el “deber ser”. Harto de escuchar “estoy harto de tal o cual cosa”, luego de cruzarse de brazos, inactivo y pensante… Estático. Harto de las volubles amistades de pasillo; las simpatías de ascensor; las carcajadas sociales cuando el alcohol entona lo suficiente el alma. Harto de estar en este rincón, queriendo dejar de estar harto, intentando cambiar algo. Harto de mirar a los demás. Harto de percibir su inevitable capricho vaporizado que volará las ideas de ahora para transformarlas en cenizas de un ayer. Harto de esa movilidad tan aceptada, tan vencedora, que muda los pensamientos e ideologías humanas. Harto de una serie de mentiras que tapan verdades de rostro deforme. Harto de verle escapar a la voz filosófica de la conciencia, con la desesperación de un sediento por el agua en el desierto, a los transeúntes de una calle empedrada, que corren hacia sus trabajos de traje y corbata. Harto de hartarme hasta tener que escribir que estoy harto. Harto de este ejercicio, cada vez más solitario e inútil, de describir en un teclado el nivel de mi “hartitud”. Harto del hastío de cama sobrevenido exactamente después de tus palabras como cuchillos. Harto de ver esos mismos cuchillos salir de distintas fauces. Harto de comprobar la obvia frase de “te lo dije” tras el hecho vaticinado y trágico de la fatalidad. Harto de forzar las sonrisas y las palabras de aliento. Harto de esperar las sonrisas y las palabras de aliento de los otros. Harto de tentarme a responder “bueno” una vez escuchadas estas palabras, porque otra cosa no se debe decir. Harto, entre otras cosas, de querer significar con mis débiles actos, la completitud de mi ser, el sinsentido de lo cotidiano, traducido en vanos deseos y evasivos “te quiero” de un alma que se extingue antes de hacer carne la voz. Harto de toparme con los que prefieren irse, porque quedarse es más difícil. Harto de una insoportable levedad del ser. Harto...