27 de junio de 2019

Nunca tientes al Demonio


Debe usted esperar medidas desagradables por su obstinación continuada - 

Carta del rey de Prusia a Immanuel Kant (1794)

Un hombre de buen porte y apuesto, ascético y pulcro (como las buenas costumbres dictan, y como debe ser, sin lugar a dudas) me confió una vez, una noche de verano cuando degustábamos los dulces sabores de un malbec mendocino, los pormenores de una historia de amor que había mantenido durante los últimos dos años. De estos pormenores, abusivamente obscenos y desdeñables, no quiero hablar, y que juzgue el lector mi silencio lapidario como prueba irrefutable de la inescrupulosidad de mi amigo. Lo que tenía de elegante y apuesto lo tenía de desviado. Cada vez que retorcía aquellos rosados pómulos en busca de una nueva audacia inmoral, un asco interior me recorría la boca del estómago, como la espera de un súbito regurgitar del alma, que a uno se le escapa frente a los inmorales, porque teme que si no la deja ir se pudrirá a través de los oídos por los improperios que está a punto de escuchar. En estas situaciones me las apañaba bastante bien para recoger el vientre y soportar el rechazo que impelía por salir, depositándolo detrás de la espalda, en el espinazo, donde nacen el asco y los escalofríos de muerte, donde también pueden retenerse si la voluntad del usuario es lo suficientemente poderosa. Ante las primeras palabras que me dedicó mi amigo el caballero, contuve el aire, y logré escuchar atento e incólume sus aventuras por los jardines, sus festivos apareamientos en lugares públicos y las sandeces que afectan a los hombres agraciados cuando afirman, horrorosamente equivocados, sobre el género femenino, sus bondades y desgracias, y los favores que pagan de buena gana al ser hábilmente utilizadas por una inteligencia manipuladora. Sobre estos favores mi amigo gustaba detenerse, explayándose en detalle, y en claro regodeo de su aparente posición de superioridad. Bajo estos pormenores y otros improperios me vi obligado a someterle a un estricto sermón sobre juicios errados. Nos desvelamos toda la noche en una discusión casi eterna sobre los males y desvíos que el caballero se afanaba en perpetrar. A esto, el caballero apuesto sonreía, al tiempo que me dirigía una mueca de burla y actitud sobradora, seguido de su muletilla más citada:

“Que me lleve el diablo si estoy mal”

Le comenté, de manera paciente, que efectivamente sería llevado por el diablo si seguía incurriendo en dichas inmoralidades, y utilicé mis artilugios retóricos más refinados a mi alcance. Cuando uno le advertía, el caballero se reía. Cuando uno le reprendía, el caballero se encogía de hombros, como quien no se hace cargo. Cuando uno finalmente desistía en su empresa, el caballero le daba  a uno dos o tres palmaditas a modo de consideración, y una actitud de sobrada superación asomaba por la comisura de los labios; entonces decía:

“Usted es un buen hombre, lo comprendo. Pero yo hago lo que quiero, soy incurable”

Al responderle que de incurable va la gente en pretexto de volverse loca y desviada, el caballero volvía a arremeter con la sonrisa burlona, mezclada esta vez con el encogimiento de hombros, como quien mezcla todas sus anteriores porquerías de la existencia para dar un toque final al asunto sobre su irrevocable gusto por el desvío.

Resulta que luego de aquella noche quedé muy afectado. El fino bife de chorizo y las papas al romero me habían sentado fatal, por lo que me vi obligado a continuar el proceso digestivo con la ayuda de unas gotas de Hepatalgina y una pastilla de butilbromuro de escopolamina. Las imágenes de aquel asqueroso ser en sus aventuras desmesuradas habían contraído mis facultades psíquicas y físicas al punto de trastornar mi sueño. Pero, paradójicamente, aquel disgusto solo potenciaría mi sentido del deber para con el apuesto caballero. Él siguió citándome a los largos simposios que habíamos mantenido por meses, y en ocasión de su nueva invitación por Facebook, me vi en la jugosa oportunidad de renovar la apuesta a encaminar su despreciable conducta. Al llegar a la casa situada en un retirado prado en Viciolandia, al norte de Aquelarre Street, toqué la puerta dos veces. Tuve pavor de hacerlo una tercera vez, no fuera a ser que dentro de la choza se encontrara manteniendo alguna actividad indecente con algún partenaire arribado sin previo aviso. La tercera (finalmente la vencida) surtió efecto y pude comprobar con cierto alivio que se encontraba solo. Me invitó a pasar y una vez en la mesa nos dispusimos a devorar ávidamente una colita de cuadril en salsa, acompañada de un colorido y suntuoso revestimiento de pimientos y cebollas de verdeo. Al acabar, el anfitrión se llevó el pulgar y los restantes dedos a sus labios para emitir un sonido de succión y satisfacción. Incluso en estos pequeños ademanes podía contemplar la vileza y la desviación del caballero apuesto, que no realizaba ningún empeño en disimular la falta de decoro. Me pareció, en algún momento, que había dejado escapar una flatulencia, al tiempo que contorneaba las piernas (esto, claro está, para cerciorarse de que se pedorreaba frente al amigo, porque él todo lo hacía sin tacto y afectado de solemnidad). Contuve el aire para no aspirar la desgracia que se había abatido sobre el aire, y por decoro además, porque aquella malaria produce a su vez un cambio de semblante muy desagradable para el anfitrión, quien juzgaría que los efluvios de su cuerpo habrían sido rechazados, y por ende, lastimado así su vasta vanidad de caballero. Para mi descontento, él había notado mi incomodidad, y disculpándose muy falsamente, le tomé la palabra, y le juré que había tenido el infortunio de haber olido peores desgracias, y que, después de todo, resultaba natural ante la ingesta de una comida tan poco frugal. Y aquel ser ya detestable se atrevió a emitir su denostada muletilla:

“Que me lleve el diablo si alguien se pedorrea mejor que yo”

“Que me lleve el diablo si estoy mal también”, agregó a modo de bocadillo, como si no tuviéramos suficiente con la colita de cuadril.

Otra vez lo enfrentaba para enmendar su terrible repetición, para que la dejara de una vez por todas, y le advertía sobre aquella mala educación y vanidad lo llevaran a enfurecer al demonio, quien eventualmente vendría para reclamar sus apuestas. Todo ello lo hice con un rosario en la mano, santificándome a cada palabra, y el caballero apuesto sólo se limitó a reírse a carcajadas, intervenidas por espasmos y eructos con aromas frutales (me pareció reconocer la cebolla y el morrón en fragancias más ácidas).

“Que me lleve el diablo si me lleva el diablo!”, gritó, dando un fuerte golpe de puño sobre la mesa redonda. Las copas donde nos habíamos regocijado con un viejo y añejo vino mendocino vibraron,  y me vi obligado a precipitar una zarpa para tomarla por el cuello antes de que cayera y vertiera el brebaje escarlata sobre el mantel blanco satén. Al caballero no pareció importarle en lo más mínimo. Continuó con el espectáculo de risas festivas y, portando una pose de vanagloria demasiado pomposa para un asno que se ha desgraciado frente a un amigo, me señaló con el dedo índice:

“Usted no sabe lo que hicimos el otro día con mi amada Regina. Es una nueva aventura que me reservé para el postre. Vayamos al patio y se lo contaré con lujo de detalle”

Ante esta declaración tuve que retener el asco nuevamente en el espinazo, y aplanar el vientre, al punto de ponerme violeta de tanto contener el aire. Cuando llegamos al patio, nos sentamos, y el caballero se vio enfrentado a un hombre violeta, que fue fluctuando por todos los colores y matices del arcoíris hasta quedar blanco pálido. Aprovechó aquel momento para alabar sus cometidos amorosos, sin escatimar en sutilezas del argumento y pormenores innecesarios. Yo intentaba comprender sus palabras que me llegaban como de lejos, en un eco distante y distorsionado, como quien hace uso de un megáfono para promocionar servicios de compra y venta de objetos para el hogar.  Solo podía reconocer, entre su divagar lingüístico, la tan denostada muletilla, soltada de a ratos, como una cábala puesta al servicio del hincha de platense que se niega a perder un partido (y que, sabemos de sobra, dan el mismo resultado para tal acometido como las groserías de mi amigo para agradar al interlocutor).

“Que me lleve el diablo si la pasamos mal”, seguido de “Que me lleve el diablo si hago mal”, y otro poco de “Que me lleve el diablo si no la hago gemir como una leona en celo!”

Su regodeo en el improperio y las aventuras de tipo inmoral reforzaban las ataduras de mi férreo temperamento hacia la salvación de mi alma y la del prójimo. Estaba perdido ante tanto asco, pero aún más voluntarioso de ejercer algún cambio positivo sobre el ánimo de mi amigo. Debilitado por semejante crónica de inmoralidad, solo pude santificarme tres veces (4 veces menos de lo habitual), ya que mis pobres nervios habían crispado mis manos, haciéndolas presa de un temblor tan pavoroso y mortal como los sufridos por una amada en su lecho de muerte.

“Que las manos santas de Tomás de Aquino me libren de este mal”, pensé para mis adentros.

El apuesto caballero se reía tanto, por entonces, que creí por un momento que los botones de la camisa le estallarían y saldrían disparados con la única finalidad de romperme un ojo, y dejarlo morado como las cebollas del cuadril. Me imaginé tan horrenda situación, y cuando me disponía a replicarle con otro de mis inútiles sermones, una voz estentórea resonó a mis espaldas. Al darme media vuelta, un hombre con una pronunciada joroba se acercó hasta nosotros, y pronunció unas palabras en un lenguaje extraño:

“Jolmat!”, nos dijo

Mi amigo y yo nos quedamos absortos ante el avistamiento de aquel ser. Ataviado en finas levitas y montado a caballo (que convenientemente cabía dentro del marco de la puerta del patio) nos volvió a dirigir la palabrita, que seguíamos sin comprender enteramente.

“Jolmat!”, repitió. 

Esperaba una respuesta, por lo que me sentí acorralado por una ridícula disyuntiva entre repetir una palabra que no conocía y quedarme callado y parecer un irrespetuoso. Finalmente me atreví a responderle: “Jolmat!”

Para mi satisfacción, vi que el hombre montado a caballo mostraba un semblante aliviado. Mi “saludo” era lo que estaba esperando. Pero al no recibirlo de parte de mi amigo, se volvió hacia él, tosiendo y esperando impacientemente una satisfacción.

“Cof, cof… JOLMAT!”, le dijo

Yo lo miraba a mi amigo, señalándole su falta de tacto.

“Ya lo escuchaste! Te está saludando!”

“Ah, si. Jorobat!”, logró decir mi amigo, quien había caído en la desagradable confusión de términos que habrían hecho enfadar al caballero jorobado de no ser por su templanza. Quise darle a entender a este que la confusión del término del saludo con su condición de jorobado era solo una coincidencia, pero no pareció verse afectado de todas formas; se contentó con que mi amigo le dirigiese la palabra, al fin y al cabo. Acá es donde el relato se vuelve confuso, porque luego de aquellas ominosas salutaciones de protocolo, mi amigo me miró y soltó otra variación de su muletilla:

“Que me lleve el diablo si sé lo que es Jorobat!”

Y el jorobado, al oír las injuriosas palabras, se bajó del caballo, se enfrentó con mi amigo, y le dirigió una mirada espantosa de odio y rencor. Lo tomó por el brazo y lo lanzó a unos metros. Mi amigo fue a parar a un lecho de rosas con espinas que rasgaron sus suntuosas vestiduras.

“Que lo lleve el diablo es lo único que usted repite. He venido hasta acá para llevarlo con mi amo y señor, que ha escuchado sus continuos llamamientos y ya no puede esperar a llevárselo a usted mismo al abismo más caliente del infierno”

Ante la revelación de la venida del caballero jorobado mi amigo solo atinó a abrir la boca. Supuse que se agotaría en un santiamén de generar reproches y pedidos de piedad, pero para mi desconcierto, se removió en el pasto (sus trajes mojados por el rocío de un aspersor de riego) y las verdes hierbas se le pegaron a los muslos, todo ello sin perder el porte de elegancia, o al menos no tan rápido como entonces perdía la compostura. Luego de asegurarse de que no quedaran flancos sin cubrir por el pasto, dio una media vuelta, y de espaldas, entonó una sucesiva retahíla de muletillas, una más vil que la anterior:

“Que me lleve el diablo entonces si me lleva el diablo! Que me lleve el diablo si usted  es el diablo! Que me lleve el diablo si los jorobados se llevan a los caballeros apuestos al Infierno!”

Al terminar este último juramento, de sus fauces solo brotaba una palabra. Mientras la pronunciaba y, en sucesivas repeticiones, caía en la cuenta de que no podría dejar de proferirla. Luego, se persignó con la mano derecha, acto que el jorobado tomó como hecho de suma comicidad.

“Ahora se persigna, el vil asno! Qué mundo más irónico me ha tocado vivir!”

En ese momento me quedé profundamente estupefacto ante el pensamiento de aquel ser viviese en efecto. Parecía más una réplica de cadáver viviente, grotesco y acartonado, de un Quasimodo resucitado, montado a caballo, uno igual de grotesco y endurecido, de hecho.

Mientras tanto, mi amigo no cesaba de persignarse y proferir la palabra “Jolmat!”. El caballero jorobado parecía ahora verse satisfecho ante la evidente corrección gramatical de mi amigo, quien antes lo habría injuriado al pronunciar como un impuro la palabra sagrada. En aquel rapto de indiferencia de la que hacía gala el caballero jorobado, pude vislumbrar, muy a pesar mío, una marcada inclinación a la falta de piedad que poseen los sádicos. Aquel sentimiento me asqueó por completo y me compadecía de mi amigo, el caballero apuesto, ahora acorralado contra un césped lodoso, repitiendo incesantemente “Jolmat!”. Pero recordé una frase del Marqués de Sade: “Sólo los inmorales se compadecen de ellos mismos y de sus semejantes. O, en cualquier instancia, de aquellos en cuyos pellejos pueden imaginarse sin esfuerzo”. La sola idea de parecerme a mi amigo me asqueó, y rechacé el pensamiento. Sólo recé para que el jorobado fuera lo más piadoso con su pobre alma. Y de aquí no merecía menos que vanagloriarme, pues había advertido al desgraciado sobre su posible final tantas veces como recuerdo haberme persignado frente a un mal presagio. Y que lo había intentado, en accesos de pasión infinitos y repetidos cuidados y sugerencias, eso nadie podría negarlo. Si a mí mismo me tocara responder por mis injurias y actos inmorales, gustoso de hacerlo me entregaría al demonio. Pero, nuevamente, aquella idea volvió a hacer vibrar mis nervios, y la rechacé otra vez. Después de todo, el inmoral era mi amigo, y ahora pagaba.

Fue en ese momento en el que el relato volvió a difuminarse, volviéndose confuso por segunda vez. No recuerdo si el jorobado se lo llevó a un abismo pestilente para no dejar rastro alguno de indecencia, o si se lo llevó primero a Dios, para que respondiese ante Él antes de sufrir un castigo eterno. Él consideraría mejor que primero entrase en razón, luego piense sobre lo que hizo durante días en un rincón alejado del firmamento, en penitencia, sin derecho ni régimen de visitas, y luego enviarlo al Purgatorio. Dios castiga sin palo y sin rebenque, ahora más confirmado que nunca. Que el demonio haga lo que tenga que hacer con el cuerpo de mi amigo, yo he hecho todo lo que estuvo a mi alcance. Me remito al título de mi extenso relato, no por gusto por la repetición inútil, sino para que quede grabado en vuestras mentes:

“Nunca tientes al demonio”. 

Algún día puede que ascienda y te lleve. Sólo queda Regina, ahora, la impúdica amante. Pero que primero se encargue de limpiar los trastos que el simposio había amontonado, yo ya he hecho suficiente. Puesto que los restos eran muchos, me alegré de pensar que un pequeño castigo, antes del advenimiento de uno mayor, se paladeaba más dulce en la boca de la Divina Justicia.

11 de junio de 2019

Váyase sin irse


Escuche con atención. Ahora que tengo su atención, ya no la quiero. Retírese, pero quédese. Lo quiero y no lo quiero. Estoy hecho un histérico. Mejor quédese, pero con una tendencia latente a irse. Quédese con la idea de irse, eso es lo que ahora necesito. Si desea quedarse, y yo así lo deseo, mejor sería desear que se vaya después de determinado tiempo. 
Si usted desea irse, y yo deseo que se quede, entonces me armaré de valentía, fingiré indolencia y le abriré la puerta; pero si usted desea quedarse y yo deseo que se vaya, será mejor que acate mis órdenes: 

“Váyase y no vuelva”

Si de lo contrario, usted me hace caso y se va, no se atreva a contradecirme luego, porque irse y volver es peor que no querer irse. Y si se va y no vuelve, mi excentricidad ha triunfado nuevamente. No deje que esto ocurra. Quédese, pero porque así usted lo desea. Yo así lo desearé si usted lo desea de verdad, porque so pena su indiferencia, yo le estaré agradecido de que junte sus petates y se vaya, si así lo desea, claro. 
No se puede ser neutral dentro de un tren que se mueve y posee un destino, una última estación. Le ruego, pero sin rogarle, que se quede y que quiera y desea quedarse, porque este tren se mueve, tiene un destino, y su indiferencia, amado pasajero-lector, es el principal obstáculo en las vías.