23 de abril de 2017

Sin título

Daniel caminaba por la avenida principal. El calor fundía las calles del barrio, derritiendo el cemento y mezclándose con la transpiración humana de miles de obreros. El día había sido agotador y sus brazos y piernas le dolían. Le rechinaban como una mescladora de cemento y la espalda gritaba con punzadas de dolor que subían y bajaban por el cuello, hasta llegar a la cabeza. Atravesó el almacén de Doña Elisa y se le hizo un nudo en la garganta al recordar a su madre.

-¿Cómo está su madre?

Daniel no había escuchado. Se quedó mirando el piso unos momentos. Al instante salió de su trance.

-Perdón, ¿qué decía?

-Su madre, ¿cómo está? ¿Mejor?

-Sigue igual –fue la respuesta seca. Las palabras volaron a través del aire y se perdieron un sinsentido. Se repetían en el vacio de la tarde de verano y el sol derretía su significado.
Compró dos bidones de agua y se dirigió a la casa.

Entró y dejo los bidones sobre la mesa. El ambiente estaba cargado. Hacia dos días que estaban sin luz y su madre se quejaba de las piernas. Las últimas noches, un sufrimiento eterno. Elsa se levantaba a la madrugada para ir al baño y tropezaba con algún mueble, cayendo al piso. Daniel salía precipitado al oir el golpe seco de los huesos contra la baldosa. Así durante una semana o más, y luego era difícil reconciliar el sueño.
Se detuvo ante la puerta del baño. Escucho unos estertores seguidos de una tos.

-Mama, ¿Estás bien?

No recibió respuesta. Un murmullo sordo atravesó la casa de pared a pared.

-¡Ay, Daniel! ¿Por qué a mí? ¡Ay!

Daniel abrió la puerta y se encontró a su madre aferrada al inodoro como una garrapata. Un líquido espeso y marrón corría por su boca, goteaba por el cuello y se prolongaba en viscosas hilos hasta el fondo del charco. Su mirada estaba clavada en la pared celeste de los azulejos. Daniel la ayudo a levantarse y juntos se dirigieron a la cama.

-Te traje agua, ma.

-¿Qué?

-Te traje agüita, ma. Tomá un cacho por lo menos.

Elsa cerró los ojos. Un último movimiento estomacal amago con vomitar sobre sus piernas inválidas, pero logró frenarse a tiempo, y tragó.

-Quedate acá, no te muevas. Avisame.

El calor invadía la casa, penetraba el yeso y los techos de chapa. Se inmiscuía como una fiebre orgánica, volcándose sobre los espíritus de la gente pobre. Daniel se sentó y se sirvió un vaso con agua. No aguantaba más. Hacía semanas que no pegaba un ojo. El estomago se le revolvía y la cabeza le daba vueltas. En ese momento sonó el timbre.
Un hombre bajito y moreno estaba al frente de la puerta. De a ratos lanzaba una mirada curiosa hacia un niño que jugaba en la casa contigua. Daniel se levantó como si llevara un bloque de plomo en la espalda. Abrió la puerta.

-Hola, Daniel. Vine a traerte un poco de arroz. Para que coma tu mama. Nosotros tenemos, no te preocupes. El hombre moreno extendió su mano con una bolsa de arroz. En su cara se adivinaba una súplica impotente.

Daniel tomo la bolsa y dio las gracias inexpresivamente.

-Dany, la Fer y yo pensamos que podíamos venir a la noche a cuidar a Doña Elsa, así dormis vos también. No se te ve bien.

-Está bien, yo puedo. Cualquier cosa te aviso.

El hombre quiso acotar algo pero Daniel no le dio tiempo y dio un portazo.

Al fondo en la habitación se escucho un quejido agudo.

“Daniel, por favor ¡Decile que se vaya! ¡Daniel! ¡Por favor!”

Se sintió devastado. Quiso agarrar la pistola del abuelo, cargarla y matarse. Lo había pensado un par de veces. De tanto repetirlo en su mente la idea había cobrado validez. Se dio media vuelta y se sentó frente a la mesa.

En la habitación seguían los quejidos. Luego escucho pasos sobre la grava de la entrada. Se detuvo. Un silencio que pudo haber durado años. Afuera, el sol caldeaba el aire, formando nubes de vapor ascendente que daban una ilusión de espejismo. Daniel se sintió como en otro lugar. Su madre se seguía quejando del dolor de piernas. Ahora gritaba que la dejara en paz, que no tenía nada para ofrecer. Pero nunca escuchaba. Era como hablarle a la pared. Habían intentado todo. Remedios caseros, ungüentos de romero y ajenjo, lociones de eucalipto, nebulizaciones. El cardiólogo les recomendó tinta china. Uno hasta se atrevió a sugerir la medicina alternativa (esto lo dijo con desdén). Curanderos, gitanas, enfermeras, las madres del barrio, todos pasaron por la habitación de Doña Elsa, solo para verla agonizar. Ahora sus piernas estaban totalmente inutilizadas.


…..


Daniel se quedo dormido. Soñó con una alfombra gigante en un desierto de arena. No sabía bien donde estaba, podía ser el Sahara, África o un lugar caluroso. El sol derretía la vista, se comía las tripas de los vacas muertas, los intestinos se pudrían al vaho solar y emitían una pestilencia animal. La carne se la comía el vapor, llegaba hasta los huesos. La sangre hervía en sus sienes. Gruesas gotas de sudor bajaban hasta la comisura de sus labios, que se enjugaban con ese sabor salado de los fluidos del cuerpo. Tenía una sensación de peligro, un dolor punzante en la boca del estomago. Una alfombra de pelos con gusanos volaba por un cielo rojo. Deglutía los sueños y las ganas de vivir. Se comió las piernas de su madre, y ahora se comería el estomago de Daniel. Despertó y súbitamente sintió ganas de vomitar. Fue corriendo hasta el baño y expulso el vaso de agua con los fideos del almuerzo. La alfombra agusanada reaparecía ante sus ojos.

¡Rajá de acá, no te debo nada yo! ¡Que más queres!

En la habitación la madre de Daniel se había dormido. Un olor nauseabundo invadió la casa. Pasaron varios minutos en un silencio eterno. Daniel miro al techo y pudo ver una macha en forma de rostro. Era el rostro de su madre, pero negruzco y marchito

El rostro le suplico la vida. Que le de amor, que le  una hora más en este mundo. Que las piernas eran de ella, que no dejera que se las lleven. Se incorporo y fue caminando lentamente hacia la habitación.


…..


“Ay, diosito santo, ayudame, ay diosito ¿Donde está la Fer? ¿Daniel? ¿Sos vos?”

Murmullos dentro de las paredes…

Un portazo a lo lejos. Un gato muerto en la zanja. A la derecha, un niño jugando a la pelota. En la avenida principal, Doña Elisa mirando como Nacho, su hijo de cuatro años, le pegaba a un perro en el hocico hasta desmayarlo. El niño mira a la madre con una sonrisa maliciosa. La madre lo llama a cenar.

Murmullos atraviesan la avenida. Terminan en la casa de Daniel. Nadie entendía porque Daniel, porque Doña Elsa. La mujer de 60 años cocinaba para el barrio, cuidaba a los nietos de sus amigas y trabajaba duro. Daniel trabajaba todo el día. Volvía de la fabrica y veía televisión hasta desfallecer sobre el sillón. Tenía 28 años y parecía un viejo. Se vestía como viejo. Se enfermaba como viejo. Caminaba como viejo y era triste, triste como su abuelo. El abuelo también se había muerto inválido. El bisabuelo había fallecido de sobredosis.

Eran las 4 de la mañana y Daniel se despertó con un grito de su madre.

¡Daniel, sacalo de aca, por favor! Daniel! ¿Estas? ¡Daniel! ¡Veni!


Se levanto y fue rápidamente hacia la habitación. La mujer se retorcía con las dos manos sobre el vientre. Se balanceo unos segundos. Sus ojos se pusieron en blanco. La noche moría y el sol volvía a calentar las derretidas calles de cemento y barro. Luego un silencio de unos minutos. El cuerpo de Doña Elsa yacía inmóvil sobre la cama. Daniel la contemplaba ausente. Un murmullo y unos pasos sonaron en la habitación, y siguieron por la grava de la entrada, hasta desembocar en la avenida principal, donde se perdió para siempre. Afuera, el niño de la señora Elisa gritaba a voz en pecho que había matado una paloma. Orgullosamente levantaba el trofeo de las patas, mientras ejecutaba una danza frenética sobre el barro.