5 de octubre de 2011

Argetina en velo

Los que acudieron a este post, a través de Facebook seguramente, juzgando el título con la idea de deleitarse al ritmo de las palabras de un nacionalista, ferviente enamorado de esta nación —zombies—, me temo que tendrá que retirarse en este instante, puesto que el material aquí desarrollado puede herir la susceptibilidad de cualquier amante.

El motivo del calificativo: Argentina en velo, ha sido utilizado como encabezamiento de este revelador, trágico y sintomático baile de ideas que torturan a este malherido individuo —por favor, sin querer dar lástima, que no se me malinterprete— para hacer justicia a un hecho, que lastimosa e inevitablemente solo puede aquejar a un reducido grupo de incomprendidos.

Sí. Ésta es otra de esas manifestaciones de disconformidad que hasta ahora no he podido compartir con absolutamente nadie, pero sé que en algún glorioso fragmento de la larga línea de tiempo que nos ata a este mundo, el mundo de los vivos, daré con lo que estoy buscando hace tantos años, que ya parecen eternos eones de tan prolongados que se me hacen últimamente. Ningún alma, por más demente que sea, podrá acaso algún día identificarse con mi tinta; y esto es triste, funesto y desconsolador, aunque real sin más preámbulo, por lo que uno tiene que acostumbrarse a vivir así. 

Retomando el título. Bien ¿Por qué “Argentina en velo”? Exacto, ahora mismo prosigo a relatarles el asunto que esta fría noche de Octubre me trae de vuelta en frente de la pc.

El lunes fue una jornada normal entre tantas otras, de esas típicas y desmesuradamente atareadas, con desayuno, almuerzo, viajes de pesadilla, horrores indeseables y demás, para llegar a casa luego de tanto ajetreo enérgico y acostarse en la cama. El mismo proceso se repite una y otra vez, sin piedad, recordando el enunciado maldito de un Jorge Luis Borges, en su Historia circular, bueno, el explayado arriba es ni nada más ni nada menos que el giboso y purpureo Día circular. Entonces decidí ir por Belgrano —Corrientes había quedado descartado por ciertos inconvenientes monetarios— consultando en busca de un determinado librito de un subestimado autor, el galés Arthur Machen —autor de “El Gran Dios Pan” y “Los tres impostores”—, visitando las vastas (?) librerías de la región. En efecto, como era de esperarse de mi nerviosa condición, apresuré el paso con furia, casi atropellando a los transeúntes a los empujones, lleno de enojo y rabia desbordante, para toparme con la nada una vez más. Harto hasta tal punto, entré en una desvencijada y oleaginosa casona que parecía a simple vista tener lo que yo anhelaba, llevándome una tremenda decepción al final. Pregunté por CUALQUIER libro de Machen que tuviesen disponible, pero nada de nada. Entré en unos dos o tres negocios más, pero mis esfuerzos resultaron infructuosos. Nada podía hacerse, más que volver por el sangriento camino ya recorrido, pisando las huellas de aquella sabia metálica de la carne, despreciablemente humana en este caso y para desventura mía. En el transcurso de la indignada retirada, mi cabeza maquinaba como locomotora antigua, quemando y lanzando una columna negra de humo que cubrió las serpenteantes calles de asfalto de esta tierra relegada, donde debajo de sus cimientos conviven en apacible sociedad todas las blasfemas monstruosidades del aquelarre, conspirando para la destrucción definitiva del hombre. Revoloteando se conglomeraban mis pesimistas percepciones y conceptos, para llegar a una conclusión definitiva, más bien devastadora y desalentadora. Esta demuestra, sin sospecha alguna, que hay un fastuoso velo; un negruzco manto sobre Argentina, y Buenos Aires por supuesto. No es erróneo, aún así, afirmar que dicho velo posee alcances inimaginables de proporciones inmensas por así decirlo, siendo capaz de cubrir al mundo entero, indagando el dominio de otro posible planeta. Pero lo curioso (predecible) es que nuestra patria es uno de los rostros más escondidos por el velo, dejando al ingenio y la creatividad del espectador las características atronadoras de la verdad. En lo que el arte se refiere, este oscuro manto es más espeso aún, tejido y adornado de la más portentosa manera posible, una empresa del show de la imagen. Lo que llamamos Mainstream es el resultado de esta empresa de la imagen, y es el componente vital del velo, confeccionado por los artistas más audaces, los genios del encubrimiento: esas alimañas que matan el espíritu, corrompen el buen  gusto y ayudan a la proliferación de una inmunda raza de fanáticos portadores de una monomanía desquiciada muy agravada por los medios. Gracias a este jueguito en que se distinguen los tonos opuestos de la exaltación y la desesperación, entre productores capitalistas y consumidores alienados se va entramando una relación falaz —la invención del término vacuo de Oferta y demanda que descansa sobre un mercado sobrecargado de idioteces desprovistas de sentido alguno, y que los puros de corazón deben soportar eternamente y pagar con su subjetividad, para amoldarse al inconsciente colectivo y relacionarse con las personas que padecen de esta peste materialista —que no tienen consciencia de ello tampoco—. Por nada In Flames habla de una “Coexistencia obligada” para aludir a la nueva situación de miles de millones de personas en el plano social del siglo XXI. 

Empezaba a oscurecer cuando totalmente resignado me dirigía al andén, y el asco comenzó a inundar mi mente, a corroer mis músculos, mis neuronas —de las pocas que me restan— y por poco no me desvanecí allí, entre el tumulto de la indiferente gentuza de centro, a los que le tengo un odio especial y discriminado. Perfilándose dentro de las vidrieras, las insulsas materializaciones terrenales de lo absurdo abundaban tanto como escaseaban las ilusiones. Innumerables ejemplares de un tal Ari Paluch —risas—, otro que no se que… emm… ah sí, Bernardo Stamateas —más risas— y el hijo de puta de Paulo Coelho, recordándome su frase: ‘Cuando quieres realmente una cosa, todo el Universo conspira para ayudarte a conseguirla.’ Pero por favor, si esta te la reformo para hacerla un poco más creíble, ¿querés?, Sería algo así: ‘Cuando quieres realmente una cosa, todos los hombres conspiran para cagarte y dejarte en pelotas’ —risometro a punto de explotar— y esa es la posta Paulito, no me vengas con filosofía barata de alcantarilla. También pude observar otros libros aún más patéticos que nuestros compatriotas ya mencionados —y reventados—, sep… hablo de los libros con títulos ridículos, como “La Respuesta” —seguramente la solución de un ejercicio de fractales—, “El sentido de la vida” —cuyos capítulos tienen más relleno que empanada criolla— o “Claves para una vida plena” —cuyos párrafos pueden abastecer la verdulería completa del Carrefour— y otros esfuerzos para engatusar a ingenuos lectores. Luego estaban las novelitas románticas — ¡Ay si chu chu chu!, mi amor como te amo… que infradotados de mierda…—, las series de ochocientos tomos cada una, bueno, toda una bola de pelotudeces que harían que las tumbas de los escritores del siglo XIX se revolcasen junto con sus cuerpos, en aquellas arcaicas nieblas subterráneas que yacen en las raíces desde hace miles de años. Mientras miraba el show de imágenes, advertí la presencia del vendedor acercándose. Su cara tenía un aspecto sobrio y taciturno de anciano sabiondo, y resolví lanzarme por última vez con mi contienda ya destrozada a esas horas de la tarde.

—¿Busca algo?—dijo
—Sí, estoy buscando libros de un autor en especial.
—Dígame.
—Arthur Machen es el nombre
—Emmm, me suena, pero me temo que no tengo ningún ejemplar de este autor que usted me dice.
—¿Sabe de algún negocio dónde pueda conseguirlo?
—No ¿Me vio cara de adivino? Esos autores no los conoce ni el loro
—Qué coincidencia, mi loro conoce más que usted, señor.
—¿Ah sí? Puedo asegurarle que sé bastante, y los loros son criaturas maravillosas ¿Sabe?
—No lo dudo, mi estimado señor. Pero dígame una cosa, ¿Usted cuida de su loro como todo dueño responsable?
—Claro que sí. Le doy semillas de girasol todos los días.
—Y usted y su familia deben comer lo mismo que su loro, entonces.
—Señor, esto me ofende. Yo cuido muy bien de mi familia y mi loro.
—Me parece perfecto entonces, que alimente a su familia y a su loro con semillas de girasol. Y me despedí antes de que el tipo me saliera con una escopeta. La cara la tenía colorada como poronga succionada.

Así fue como perdí otra posible oportunidad, y entre mi pena y remordimiento que centelleaban tangiblemente en aquella bruma invisible; y el crepúsculo, que montaba un espectáculo de una hermosura inusitada, imposible de apreciar en el interminable fragor de la cuidad, caí en la cuenta de lo que pasaba aquí. Pude sentir el dulce clamor de los ángeles, incitándome a dejar este universo, del que no se puede esperar nada. Ya casi llegaba a destino, y la conclusión estaba formulada. Dios, en su podio, sentado omnipotentemente, se encargó de SILENCIAR con sus poderes a estos autores. La genialidad de los mismos le inspiraba un terror inefable, por lo que tuvo que encargarse personalmente de callarlos para siempre, de lo contrario, todo estaría perdido para él.

Es más que cierto, señores. Dios acabó con sus vidas ¿Creen que Poe murió víctima de su propia locura? Así parece, y hay evidencia supuestamente irrefutable al respecto… pero no. El maestro de Baltimore, creador del cuento corto en su mejor expresión, fue SILENCIADO por Dios, por miedo a que siguiese hablando y revelando augustas y macabras visiones de la naturaleza humana. “El Coloquio entre Monos y Una”… claramente tormentoso. Pobre de aquel que haya entendido este relato —como yo—, porque no volverá a ser el mismo de antes… el mismo ingenuo de antaño. La muerte, la incertidumbre de lo desconocido, ha arrastrado a los finos creadores del terror cósmico a desmantelar el tablero de ajedrez, donde los humanos apenas somos los peones, y las demás calamidades poderosas, nuestras torres, caballos y alfiles; y en las plataformas aledañas: la Dama y el Rey. Eso es precisamente lo que hizo Poe, desmantelar el tablero. Todo cuestionamiento e ignorancia sobre lo que nos domina, nuestros progenitores divinos, se desvanece con la ominosa prosa del visionario más siniestro que jamás haya existido en el género literario. “La Caída de la Casa Usher” y sus entramadas manifestaciones de agudo pensamiento, que llevan a los hombres de prodigiosa imaginación a sumergirse en las drogas para olvidarlo todo, simplemente un relato de lo más fino, no cualquiera puede entenderlo, por supuesto.

Hablando de Poe, posiblemente tenga en mis manos un material sumamente curioso para ustedes, producto de mis numerosos viajes en el tiempo, facultad que me concedió la fábrica de pastas Manolo. Es el diálogo entre Poe y Dios, que transcribí a mano mientras los escuchaba conversar en un bar desierto:

Entré a un tal bar Marroc with nuts en Baltimore, buscando con la mirada al desdichado Edgar, seguramente esperando encontrarlo en pedo, como solía hacerlo para escribir —es un grande—. Y allí lo vi, tirado en una mesa, mirando la botella de whisco casi terminada. Entonces Dios apareció:

—¿Qué hacés picarón?—le preguntó Dios con vehemencia—. Hace una banda que no te veo.
Poe levanta la cabeza, con aires de borracho —como que no comprendía una mierda a juzgar por los ojos rojos, la cara pálida, la ropa desprolija, la baba pegada en las comisuras de la boca, etc— y responde:

—Pero si vos nunca me visitaste.
—Esa idea es infundada, mi estimado Edgar. Yo siempre he estado aquí contigo.
Al cabo de este último diálogo, vi como las facciones de Edgar se contorsionaban, dejando a la vista su semblante lleno de preocupación, hasta algo de terror que se asomaba en sus brillantes ojos.
—¿Me has visto cagando alguna vez?—preguntó Edgar nerviosamente, preocupado por la respuesta.
—Sí, alguna que otra vez te habré visto en el baño—dijo Dios, inmutable.
Ahora su cara era de miedo inenarrable, y no pudo contener las ganas de hacerle otra pregunta.
—Estabas ahí cuando me…
—Si, si—interrumpió Dios rápidamente—Hasta cuando te tocas. Sé que no se te para
.
SILENCIO INCÓMODO

—Verás—argumentó Edgar—, siempre tuve la vaga sensación sobre la existencia de un ser superior, incluso siendo yo un hombre sensato.
—Es por eso que eres diferente, mi estimado Edgar—agregó Dios—. Pero como no lo sepas, te diré que soy un poco xenófobo con las ideas que… digamos… que no son aplicables para mi mundo.
—¿Qué está insinuando?
—Que soy un Teletubbie neo-nazi, ¿qué mierda voy a querer decir? Vine para llevarte al polvo nuevamente.
—No, gracias. Ya estuve en las drogas y no quiero volver. ¿Qué es un Teletubbie?
—No hablo de las drogas, mi estimado Edgar—aclaró Dios—. Hablo de llevarte a tus orígenes, donde la materia de la vida era compañera inseparable de la nada misma.
—Así que has acudido a mí con tal propósito…—dijo Edgar.
—Hablas demasiado. Ahora mismo te sentencio a muerte. Serás SILENCIADO para toda la ETERNIDAD.

La palabra zumbó por todo el bar, con eco evanescente. Por un momento se me olvidó el significado de ETERNIDAD.

—Es mí deber mantener el equilibrio de las esferas—dijo Dios. Y nadie debe entrometerse.
—¿SABÉS COMO ME TENÉS LAS ESFERAS VOS?—gritó Poe con una indescriptible cólera. ¿QUÉ ES UN TELETUBBIE?—agregó a la postre. Después se arrepintió.

SILENCIO INCÓMODO 2

Pasaron unos minutos antes de que Poe hablara — ¿o fue una ETERNIDAD?, no lo sé—. Entonces, Dios se paró, con vigor y decisión, y dijo:

—Bueno, me cansé. Dame una sola razón para que no te mate.
—Que me yerba—Dijo Edgar, haciéndose el gracioso.
—¿Te estás burlando de mí?
—Soy canchero—dijo Edgar. Soy hincha de All Boys.
—¿Cómo sabés sobre fútbol?—preguntó Dios, interesado.

SILENCIO INCÓMODO 3

Dios se enojó. Esta vez sus ojos le saltaban de la rabia… parecía Anubis, el dios egipcio. 
—¡LISTO, SE ACABÓ! ¡TE VENÍS CONMIGO AL INFIERNO!
La palabra INFIERNO zumbó con estrepitoso estruendo en el bar. Por un momento se me olvido su significado. Cuando lo recordé, me estremecí.
—Yo vivo en el mismísimo Infierno, oh mi señor—dijo Edgar. La Tierra, donde debo convivir con los humanos es incluso PEOR  que el más severo de los avernos. Veo que estoy acabado entonces. Me entrego totalmente a usted, oh gran señor. Mi voluntad es nula. El hombre no cede a los ángeles ni se rinde del todo a la muerte, sino por la flaqueza de su propia voluntad. ¿Qué es un Teletubbie?—insistió una vez más.
—Sabias palabras, mí estimado Edgar—propuso Dios. Ahora, te llegó la hora de partir. Todo cambia…
—¡Cambia, todo cambiaaaa!— cantaba Edgar.
—¿Cómo conocés esa canción?—preguntó Dios, interesado nuevamente.

SILENCIO INCÓMODO 4

Dios condujo —finalmente— al maestro de Baltimore por un encrespado camino de fuego bajo tierra, para dejarlo otra vez en el mundo de los vivos, con los huevos inflados.
Se dice que —no se sabe quien lo dice— durante el trayecto, Poe no paraba de preguntar nimiedades que quería saber antes de morir, hasta que Dios se re pudrió y lo devolvió, esta vez con una dotación infinita de cerveza 3 de Febrero, que consumió sin vacilar.

Un par de días más tarde, se lo encuentra tirado en la calle, con una botella vacía en la mano, vestido con la ropa de otra persona: un traje amarillo, con una antena de juguete y una graciosa pancita de televisión. Sus últimas palabras, en el hospital, fueron: “Tinkiwinkie, Dixie, Lala y Po… los he visto.”
Lo mismo ocurrió con Sensei Lovecraft, nada más que el diálogo es bastante más corto. Dios no estaba para boludeces ese día. Lo vi todo desde la ventana de la casa enfrentada al hogar de nuestro segundo visionario. Usé un aparato que todavía no puedo describir, para escuchar lo que estaban diciendo a lo lejos:

Veo que Dios se asoma por la ventana y posa una mano en el marco —derruido—.
—¿Dagón?—preguntó Howard, consternado.
—No, Dios, pelotudo…

Y el pobre se cagó muriendo de un cáncer intestinal al mes siguiente.

Ustedes se preguntan: ¿Qué ganaría Dios con SILENCIAR a estos autores? La respuesta, para desgracia de unos pocos, existe. Con esto, Dios lograría mantener la verdad escondida a sus retoños, para así poder controlarlos para la ETERNIDAD —cada vez que lo digo, varios siglos se me tiran encima sin piedad— y seguir repartiendo pena y angustia con mano frugal, que el autor de este blog tanto aborrece —y seguramente algunos colegas míos—. El velo negro que por siempre evitará que el tosco semblante de la entidad sobrenatural que se oculta tras él salga a la luz, nunca se descocerá. Siempre habrá estilistas dispuestos a mantener la calidad de los materiales a toda costa. En cuanto a otros grandes creadores de obras maestras, tuve la desdicha de ser informado que ni UNA PUTA EDITORIAL se ha ocupado alguna vez de publicarle un mísero libro al señor Algernon Blackwood. No obstante, en España, si hay de esos libros. La miseria la sufrimos nosotros… por poner en primer lugar el dinero y la codicia, antes que el cultivo del intelecto.

Mientras tanto, en una librería de Estados Unidos…

—Disculpe, ¿tiene algo de Jaime Sabines?
—¡LARGO!