22 de noviembre de 2017

Absurdo y bizarro

Para hablar de lo bizarro es necesario diferenciarlo de otro término: el absurdo. Durante años o décadas, absurdo y bizarro, en el dominio popular, son palabras que remiten a lo mismo , o por lo menos, contenidos y representaciones que mantienen una relación muy estrecha, casi difícil de separar. Pero nos encontramos con que poseen dos naturalezas discordantes.

El absurdo podría clasificarse dentro del dominio de lo extravagante, lo que carece de sentido. El hombre realiza las tareas cotidianas como leer, interpretar, comunicarse, etc, y lo hace siguiendo determinados patrones aceptados y mancomunados. La puesta en práctica de estos patrones hacen a la tradición y la cultura; identifica a una masa de sujetos en identidades globales e individuales y les proporciona un sentido de pertenencia. De estas nociones no escapamos de la sociología, la principal disciplina que estudia el comportamiento humano y sus actitudes comunes. El cine, la literatura, el arte, y otras formas de expresión están repletas de metodologías y tradiciones de la producción. En el cine existen una serie de técnicas para generar suspenso entre tomas, un ángulo centrado o un escaneo general de la escena pueden generar sensaciones desde intriga, suspenso, hasta llana incertidumbre. El manejo de los diálogos es tan importante como los silencios. En una escena de un asesinato, un silencio dramático potencia la reacción del público ante la brutal acción. El espectador logra tomar consciencia de la violencia y su poder para terminar con la vida. Ante sus ojos, la vida de un sujeto normal se extingue lentamente, y las últimas palabras del moribundo cobran un nuevo sentido e importancia. Estar atento para escucharlas cambia la actitud del espectador y transforma a los personajes. En la literatura ocurre lo mismo. Los expertos en el tema saben que, por ejemplo, la descripción de un lecho mortuorio antes de que se nos revele quien es el muerto que mora dentro mantendrá en vilo al lector. Esta descripción se puede hacer exhaustiva y prolongarse hasta lo ridículo, como ocurre en el realismo decimonónico de Flauvert o Balzac. El lector podría perder la paciencia y leer de forma cruzada hasta tocar alguna palabra clave que lo saque de su intriga. Pero el escritor ha triunfado de todas formas. Es dueño de su atención.

Las técnicas, algunas de ellas, que he mencionado anteriormente son bien conocidas por el público consumidor y son el objetivo de muchos artistas en proceso. Lo que destaca el absurdo del resto de los géneros, es principalmente que no integra técnica. Para que un hecho artístico sea absurdo, debe quedarse por fuera de lo conocido. Puede rodearlo, pero nunca tocarlo. El absurdo se conforma de los vacios de sentido que producen las técnicas de los géneros artísticos masivos. Donde no se identifican los patrones de producción culturales y el receptor queda confundido. La mente necesita de “asideros” materiales para comprender una trama o llevarla a este templo sagrado que llamamos lo “lógico” y lo “que tiene sentido”. Si nuestra actriz protagónica está sola en una casa heredada por los ancestros, las luces se apagan, y el teléfono suena, los patrones cinematográficos nos señalan el acecho de algún fantasma, ser sobrenatural o asesino serial sitiando la entrada de la ventana más próxima. Son señales que los espectadores conocen de antemano cuando se acercan al género, y están dispuestos a alardear que saben lo que va a ocurrir. ¿Qué pasa, en cambio, con el espectador del absurdo? Pues nunca está seguro de lo que va a ocurrir. Un diálogo absurdo entre dos personajes se caracteriza por no tener un punto de partida ni llegada. Las preguntas y las respuestas se suceden sin ningún orden ni motivo. Se parece más a una charla casual entre dos personas distraídas u ocupadas en otra tarea más demandante. Se advierte el “hablar por hablar”. Y el humor absurdo toma esta falta de partida y llegada como el elemento humorístico. Lo que causa gracia es que los personajes no comprendan del todo lo que están hablando, aunque están también sometidos a las constantes elipsis que ocurren en cualquier intercambio oral entre dos interlocutores.


Ejemplo del programa Chachacha, episodio “Batman - Robin se busca”:


Diálogo entre psicóloga y Batman (interpretado por Alfredo Casero), minuto 4:55:


Batman: Alfred muere cuando se cae de un ascensor.


Psicóloga: ¿Quien es Alfred?


Batman:  Alfred fue mayordomo nuestro años y años y años. Cuando esto (se señala la máscara) era de cuero, no de goma. ¿Entiende?


Psicóloga: No…


En esta escena, Casero hace caso omiso de la respuesta de la psicóloga. Ante el espectáculo del absurdo no importa si uno de los interlocutores no llega a completar el sentido de lo dicho;  la conversación continúa y el malentendido queda enterrado.  Los silencios, las elipsis de sentido, y los diálogos acartonados y sin gracia parecen fluir como un patrón distinguible del absurdo, y a su vez lo definen y limitan. La tradición de la producción absurda es la falta de sentido y de técnica, ya que propone una base casi infinita de posibilidades por fuera del yugo artístico del orden y la predictibilidad.

Entonces si hay una forma de crear sin patrones ni técnicas, el creador está ahora en su total libertad de realizar el producto que mejor le parezca adecuado para generar las reacciones deseadas sobre el  espectador. Cuando lo absurdo es una opción, el creador se plantea qué situaciones calificarían de absurdas e inyecta una mirada más inocente y despolitizada sobre todos los objetos artísticos. Una simple mesa podría dotarse de vida y ponerla a participar dialógicamente con un hombre. Supongamos que se trata de una película de suspenso, y tenemos tres escenas principales en donde un hombre mantiene una charla ligeramente amistosa con una mesa de roble barnizada. Sabemos que la mesa no está dotada de una boca, ni cuerdas vocales, ni capacidad intelectiva para emitir sonidos o lenguaje, pero este hombre le habla. Al principio solo parece un loco hablando consigo mismo, pero al final de esta primer escena el hombre le dice algo a la mesa y espera una respuesta ansioso. La mesa, naturalmente, no le responde. Le devuelve toda su inanimada existencia y su silencio es interpretado como una ofensa. El hombre se enfada y patea la mesa. En la segunda escena, el hombre vuelve y se encuentra, para su sorpresa, una escopeta amarrada a la pata derecha, apuntando hacia la silla del hombre, y en la punta al otro extremo un cartel pegado con cinta que reza: “No me gusta que me pateen”. El hombre toma furioso el cartel y lo troza en mil pedazos. Continúa hablándole enfadado y justifica su pasada ofensa: “Vos no me escuchas cuando te hablo”. En estos mismos momentos estamos presenciando lo bizarro. ¿Qué es lo bizarro? Para ponerle un nombre un poco más sofisticado, digamos que es un “absurdo orgánico”, es decir, cuando una situación absurda comienza a cobrar vida y a sistematizarse como si formara parte activa de la realidad. El bizarro es un absurdo incomprensible a simple vista, pero vive, se alimenta de las escenas, genera su propio patrón de producción, come y defeca sus propias heces: se vuelve un animal exótico, que exige la máxima atención e interpretación simbólica del espectador. En la cultura gamer nos encontramos con el ejemplo perfecto para lo bizarro. Silent Hill es una famosa serie de videojuegos, desarrollados por la empresa japonesa Konami a principios de 1998 y que continuó hasta pasado el 2010, con una gran variedad de títulos. Los tres primeros, desarrollados entre 1998 y 2003, para las consolas PlayStation 1 y PlayStation 2, traen un rico contenido bizarro, mezclado con el terror de típico corte japonés. La segunda entrega narra la historia de James Sunderland, quien recibe una carta de su esposa muerta, Mary, contándole que lo espera en su “lugar especial” (Silent Hill). Ante la sospechosa misiva, James se sube a su coche y decide volver al pueblo. ¿Lo absurdo de la situación? Una esposa muerta no puede escribir cartas. Al principio se abren varias hipótesis sobre el autor de la carta, luego conforme avanza el juego, lo sobrenatural, la aparición de deformidades antropomorfas y los ruidos sugieren que el pueblo no está completamente abandonado. De hecho, James se topa con algunas personas. Ángela Orosco es una joven que acude a buscar a su madre. James la encuentra en el cementerio. El diálogo que mantienen tiene un obvio corte absurdo, y es una marca actualmente distintiva del juego, ya que se repite a lo largo de la mayoría de las entregas. Luego, en el hotel, aparece Eddie. En el cuarto hay un regadero de sangre y lo que parecería ser una escena de homicidio. Eddie vomita en el baño. Cuando James se le acerca, Eddie inmediatamente se justifica “le juro que yo no lo hice”. James parece sorprendido y otra vez esta primera confesión parece quedar enterrada para seguir con preguntas sin ningún sentido.

¿Pero en dónde aparece lo bizarro en Silent Hill? Esta es una pregunta un poco más difícil de responder. Para empezar, es un pulso latente durante todo el juego. El absurdo orgánico va cobrando vida lentamente. Los guiños son muy sutiles, y cuando uno se percata ya está inmerso en el vapor del terror. ¿Cuándo cobra vida por primera vez el absurdo orgánico en SH? Primero están los ruidos de fondo. Durante el interminable descenso de tierra hacia el Lago Toluca se percibe un escalofriante reptar detrás de los árboles. No se trata de alguna criatura que luego aparecerá de repente, sino que es solo un sonido que prepara la escena. El jugador no ve a la criatura reptante, solo puede oírla e imaginársela, comprometiendo su sensibilidad. En este momento ya se puede diferenciar al jugador sensible del cotidiano; quien capte la mayor cantidad de guiños y sonidos de fondo es el que obtendrá la experiencia máxima del escenario. Al final del camino, el ruido termina. Más adelante, la aparición de las criaturas, envueltas en un ropaje ensangrentado, que aparentan una forma femenina a juzgar por las piernas desnudas y las botas. Todo indica que se trata de una típica vestimenta de las trabajadoras sexuales de cabaret. Las medias ajustadas y el chaleco que se recorta contra las formas femeninas; los pares de piernas invertidas; el adefesio enmantado en las sabanas de Ángela Orosco; todas estas figuras sugieren una inspiración sexual y simbólica de la muerte y el deseo. Símbolos orientales del eros y thanatos griego (“fuerza del amor” y “fuerza de la muerte” respectivamente) que confluyen en los escenarios oscuros y silenciosos, arrastrándose como pequeñas partículas de inconsciencia detrás de algún arbusto o pasillo.

No son pocos los jugadores que realzan los efectos de sonido al nivel de los indiscutibles puntos de fortaleza de la serie. Akira Yamaoka, compositor del soundtrack hasta la entrega “Homecoming” inclusive, es un artista talentoso. En una entrevista exclusiva para el Team Silent, el compositor declara: “Para Silent hill intenté crear sonidos que sorprendan, algo que desafíe la imaginación”. Por aquel momento, hablamos de comienzos del nuevo milenio, el survival horror japonés se disputaba entre Capcom y Konami, por lo que Yamaoka dice apartarse de la tradición sonora de Resident Evil, un poco como una crítica a “sonidos que todos estamos acostumbrados a escuchar”, en palabras suyas, y a su vez como punto de partida para la creación de algo innovador o fuera de la norma. Yamaoka parece estar seguro de sus logros. No duda en incluir sonidos que causen algún malestar o sentimiento de incomodidad. En una de las habitaciones del complejo de departamentos, donde James se encuentra a Eddie, podemos escuchar a un hombre vomitar en el baño contiguo. En la cocina hay un cadáver, un regadero de sangre, una situación típica de asesinato, y de fondo el regurgitar de entrañas y el fluir de una catarata de fluidos gástricos sobre la cerámica del inodoro.


Yamaoka: “El trabajo de un diseñador no es tan solo crear sonidos para que el juego hable, sino también saber cuándo utilizar los silencios”.

15 de mayo de 2017

Sobre pantanos y monumentos

Camino por la calle Ramón Carrillo. Todo luce igual que antes. Las paredes grises, el ladrillo colorado, ahora desgastado por las lluvias, y la señora de en frente, la chusma obstinada de barrio. El hedor a emanaciones de caño de escape del 87, el asfalto podrido. Todo igual. Uno podría sentarse en esas escaleras de mármol que bajan desde el edificio de ladrillo, y revivir un día entero de la infancia. El micro 4, José, los compañeros de viaje, esos veinte minutos dedicados a las tolas de Digimon sobre un piso áspero. Esos viajes eran anacrónicos, como transcurre el tiempo de un niño. Los minutos se congelan en una eternidad circular, un goce que echa atrás una incipiente razón de vivir, una existencia responsable. Se respira más lento, se disfruta más largo y se sufre más nítido. De los viajes en micro apenas recuerdo gran cosa, pero retengo la sensación, la ansiedad y la alegría final de llegar a casa. Cada día de semana estaba mi madre parada en la escalera de mármol, esperando mi llegada. Lo estoy visualizando ahora. Observo mi propio descenso torpe por las escalinatas del vehículo, y escucho a José vociferando obscenidades con pretensiones humorísticas (no recuerdo si hacían reír de verdad a alguien). Lo importante es que puedo verme, pero no sentirme. O más bien no puedo ejercitar la memoria en ese plano. Es allí donde se escapa el recuerdo: donde no puede revivirse el goce y es suplantado por una nostalgia acartonada. Es por eso que vuelvo una y otra vez, porque busco ese goce perdido, goce infantil. 

¿Qué tonto, no? Como si aquellas paredes grises retuvieran un poco  de ese inmenso tesoro del pasado. Pero no es así, ¿o no? Todo está en nuestra cabeza, se gesta y se muere aquí, semillero y tumba. Y entonces en nuestras mentes edificamos sobre las ruinas de los antiguos sueños, erigimos nuevos y novedosos edificios de honradez y responsabilidad, férreos estandartes monolíticos de madurez y eficiencia, homenajes a la ética y la didáctica y columnas de granito que sostienen la imagen imperturbable del burgués medio. Pero extrañamente nada de esto nos consuela, y volvemos a acudir al entierro de deseos pueriles, llorando desconsoladamente ante el epitafio. Queremos sentarnos sobre él y probar a ver que nos transmite.

Podría pasar horas sentado en esa escalera de mármol, degustando los olores y fragancias de primavera que me recuerdan los bagajes por el patio, el pan tostado de mi madre por la mañana y los tiernos pero insistentes llamados a la mesa por las noches. ¿Cómo es que estos momentos están tan cerca y tan lejos a la vez? Visibles en la memoria, irreconocibles en el alma. Es como si nos hubiesen robado; se siente uno igual de desahuciado. No se trata de algún reloj de pulsera o un lápiz, 200 pesos faltantes en la billetera, es un robo colosal, imperdonable.

Y así sigo sentado en esas escaleras de mármol, esperando que vuelvan del olvido las tardes de verano, el entusiasmo, las horas congeladas y los acostumbrados shows de los 90’. Pero sé que allí solo puedo esperar que caiga la noche y el epitafio se enfríe, se cubra de polvo. Es una larga e inútil espera por el frió y el olvido. La tierra se hunde y se empantana con el agua de los ríos que no paran de correr. ¡Y quedarse sentado sería hundirse con el barro de aquellos restos!


23 de abril de 2017

Sin título

Daniel caminaba por la avenida principal. El calor fundía las calles del barrio, derritiendo el cemento y mezclándose con la transpiración humana de miles de obreros. El día había sido agotador y sus brazos y piernas le dolían. Le rechinaban como una mescladora de cemento y la espalda gritaba con punzadas de dolor que subían y bajaban por el cuello, hasta llegar a la cabeza. Atravesó el almacén de Doña Elisa y se le hizo un nudo en la garganta al recordar a su madre.

-¿Cómo está su madre?

Daniel no había escuchado. Se quedó mirando el piso unos momentos. Al instante salió de su trance.

-Perdón, ¿qué decía?

-Su madre, ¿cómo está? ¿Mejor?

-Sigue igual –fue la respuesta seca. Las palabras volaron a través del aire y se perdieron un sinsentido. Se repetían en el vacio de la tarde de verano y el sol derretía su significado.
Compró dos bidones de agua y se dirigió a la casa.

Entró y dejo los bidones sobre la mesa. El ambiente estaba cargado. Hacia dos días que estaban sin luz y su madre se quejaba de las piernas. Las últimas noches, un sufrimiento eterno. Elsa se levantaba a la madrugada para ir al baño y tropezaba con algún mueble, cayendo al piso. Daniel salía precipitado al oir el golpe seco de los huesos contra la baldosa. Así durante una semana o más, y luego era difícil reconciliar el sueño.
Se detuvo ante la puerta del baño. Escucho unos estertores seguidos de una tos.

-Mama, ¿Estás bien?

No recibió respuesta. Un murmullo sordo atravesó la casa de pared a pared.

-¡Ay, Daniel! ¿Por qué a mí? ¡Ay!

Daniel abrió la puerta y se encontró a su madre aferrada al inodoro como una garrapata. Un líquido espeso y marrón corría por su boca, goteaba por el cuello y se prolongaba en viscosas hilos hasta el fondo del charco. Su mirada estaba clavada en la pared celeste de los azulejos. Daniel la ayudo a levantarse y juntos se dirigieron a la cama.

-Te traje agua, ma.

-¿Qué?

-Te traje agüita, ma. Tomá un cacho por lo menos.

Elsa cerró los ojos. Un último movimiento estomacal amago con vomitar sobre sus piernas inválidas, pero logró frenarse a tiempo, y tragó.

-Quedate acá, no te muevas. Avisame.

El calor invadía la casa, penetraba el yeso y los techos de chapa. Se inmiscuía como una fiebre orgánica, volcándose sobre los espíritus de la gente pobre. Daniel se sentó y se sirvió un vaso con agua. No aguantaba más. Hacía semanas que no pegaba un ojo. El estomago se le revolvía y la cabeza le daba vueltas. En ese momento sonó el timbre.
Un hombre bajito y moreno estaba al frente de la puerta. De a ratos lanzaba una mirada curiosa hacia un niño que jugaba en la casa contigua. Daniel se levantó como si llevara un bloque de plomo en la espalda. Abrió la puerta.

-Hola, Daniel. Vine a traerte un poco de arroz. Para que coma tu mama. Nosotros tenemos, no te preocupes. El hombre moreno extendió su mano con una bolsa de arroz. En su cara se adivinaba una súplica impotente.

Daniel tomo la bolsa y dio las gracias inexpresivamente.

-Dany, la Fer y yo pensamos que podíamos venir a la noche a cuidar a Doña Elsa, así dormis vos también. No se te ve bien.

-Está bien, yo puedo. Cualquier cosa te aviso.

El hombre quiso acotar algo pero Daniel no le dio tiempo y dio un portazo.

Al fondo en la habitación se escucho un quejido agudo.

“Daniel, por favor ¡Decile que se vaya! ¡Daniel! ¡Por favor!”

Se sintió devastado. Quiso agarrar la pistola del abuelo, cargarla y matarse. Lo había pensado un par de veces. De tanto repetirlo en su mente la idea había cobrado validez. Se dio media vuelta y se sentó frente a la mesa.

En la habitación seguían los quejidos. Luego escucho pasos sobre la grava de la entrada. Se detuvo. Un silencio que pudo haber durado años. Afuera, el sol caldeaba el aire, formando nubes de vapor ascendente que daban una ilusión de espejismo. Daniel se sintió como en otro lugar. Su madre se seguía quejando del dolor de piernas. Ahora gritaba que la dejara en paz, que no tenía nada para ofrecer. Pero nunca escuchaba. Era como hablarle a la pared. Habían intentado todo. Remedios caseros, ungüentos de romero y ajenjo, lociones de eucalipto, nebulizaciones. El cardiólogo les recomendó tinta china. Uno hasta se atrevió a sugerir la medicina alternativa (esto lo dijo con desdén). Curanderos, gitanas, enfermeras, las madres del barrio, todos pasaron por la habitación de Doña Elsa, solo para verla agonizar. Ahora sus piernas estaban totalmente inutilizadas.


…..


Daniel se quedo dormido. Soñó con una alfombra gigante en un desierto de arena. No sabía bien donde estaba, podía ser el Sahara, África o un lugar caluroso. El sol derretía la vista, se comía las tripas de los vacas muertas, los intestinos se pudrían al vaho solar y emitían una pestilencia animal. La carne se la comía el vapor, llegaba hasta los huesos. La sangre hervía en sus sienes. Gruesas gotas de sudor bajaban hasta la comisura de sus labios, que se enjugaban con ese sabor salado de los fluidos del cuerpo. Tenía una sensación de peligro, un dolor punzante en la boca del estomago. Una alfombra de pelos con gusanos volaba por un cielo rojo. Deglutía los sueños y las ganas de vivir. Se comió las piernas de su madre, y ahora se comería el estomago de Daniel. Despertó y súbitamente sintió ganas de vomitar. Fue corriendo hasta el baño y expulso el vaso de agua con los fideos del almuerzo. La alfombra agusanada reaparecía ante sus ojos.

¡Rajá de acá, no te debo nada yo! ¡Que más queres!

En la habitación la madre de Daniel se había dormido. Un olor nauseabundo invadió la casa. Pasaron varios minutos en un silencio eterno. Daniel miro al techo y pudo ver una macha en forma de rostro. Era el rostro de su madre, pero negruzco y marchito

El rostro le suplico la vida. Que le de amor, que le  una hora más en este mundo. Que las piernas eran de ella, que no dejera que se las lleven. Se incorporo y fue caminando lentamente hacia la habitación.


…..


“Ay, diosito santo, ayudame, ay diosito ¿Donde está la Fer? ¿Daniel? ¿Sos vos?”

Murmullos dentro de las paredes…

Un portazo a lo lejos. Un gato muerto en la zanja. A la derecha, un niño jugando a la pelota. En la avenida principal, Doña Elisa mirando como Nacho, su hijo de cuatro años, le pegaba a un perro en el hocico hasta desmayarlo. El niño mira a la madre con una sonrisa maliciosa. La madre lo llama a cenar.

Murmullos atraviesan la avenida. Terminan en la casa de Daniel. Nadie entendía porque Daniel, porque Doña Elsa. La mujer de 60 años cocinaba para el barrio, cuidaba a los nietos de sus amigas y trabajaba duro. Daniel trabajaba todo el día. Volvía de la fabrica y veía televisión hasta desfallecer sobre el sillón. Tenía 28 años y parecía un viejo. Se vestía como viejo. Se enfermaba como viejo. Caminaba como viejo y era triste, triste como su abuelo. El abuelo también se había muerto inválido. El bisabuelo había fallecido de sobredosis.

Eran las 4 de la mañana y Daniel se despertó con un grito de su madre.

¡Daniel, sacalo de aca, por favor! Daniel! ¿Estas? ¡Daniel! ¡Veni!


Se levanto y fue rápidamente hacia la habitación. La mujer se retorcía con las dos manos sobre el vientre. Se balanceo unos segundos. Sus ojos se pusieron en blanco. La noche moría y el sol volvía a calentar las derretidas calles de cemento y barro. Luego un silencio de unos minutos. El cuerpo de Doña Elsa yacía inmóvil sobre la cama. Daniel la contemplaba ausente. Un murmullo y unos pasos sonaron en la habitación, y siguieron por la grava de la entrada, hasta desembocar en la avenida principal, donde se perdió para siempre. Afuera, el niño de la señora Elisa gritaba a voz en pecho que había matado una paloma. Orgullosamente levantaba el trofeo de las patas, mientras ejecutaba una danza frenética sobre el barro.