25 de febrero de 2020

Reflexión personal sobre tecnología (muy romántica)


Breve introducción:

El siguiente ensayo (si le cabe un nombre tan grande a un pobre cúmulo de palabras, tejidas con el dulce dolor de la existencia), apenas un berrinche de quien patalea para ahuyentar a los demonios que le atormentan, está destinado a generar algún tipo de consciencia virtual sobre los usos y malos usos de la tecnología del siglo XXI. El escritor que ahora mismo los interpela sabe de sobra que este y temas similares han sido reflexionados y ensayados de forma larga y tendida, y no faltan artículos periodísticos ni entradas de blog que traten el asunto más o menos con cierta frecuencia. Entonces, el lector se preguntará, ¿qué tiene este nuevo ensayo que aportarme a lo ya discutido ingente cantidad de veces? Quizás deba responder, desde mi más total humildad, que nada, salvo que se trata de un ensayo de consciencia más, y estoy convencido de que mientras más se machaque sobre las cosas importantes, mejor cala en el subconsciente del publico aquello que algunos vemos como algo rescatable, o como algo de lo que debemos protegernos. Todos nos cuidamos entre sí, y es una actividad netamente humana la de prevenir a través de sugerencias y explicaciones en pos de evitar amarguras, desdichas y otras calamidades que ensombrecen el alma de los mortales. Esta es mi humilde intención. Si he logrado mi objetivo, el de advertir y concientizar, que lo juzgue el lector por cuenta propia. La elección del tono romántico se debe pura y exclusivamente a mis gustos personales en estilo narrativo. Los que me conocen sabrán perdonarlo (la hipérbole, el tono solemne, etc). Y ahora, sin más dilación, lo dejo solo, lector. Encuéntrese con usted mismo. Piense, y nunca deje de pensar. Piense, para sobrevivir, para ser usted mismo. Piense, y guárdese el derecho de decidir no ser pensado por los demás.


Un millar de historias se tejen en los vastos entramados de las calles. Rostros ausentes y nombres que aparecen y desaparecen en un santiamén, centellean violentamente unos segundos para luego desvanecerse, de un brillante blanco enceguecido a un tenue verde que palidece como un débil fotograma impreso en la retina. Así se pasean por nuestras vidas, desconocidos y allegados, conocidos que luego no serán tan conocidos, y se perderán en el infinito pulular de la urbe, casi como si nunca hubieran existido. La tecnología nos facilita el morbo placentero de espiar los distintos avatares, y con ellos, tomados de la mano, las infinitas posibilidades de un tenue contacto, de acercar el pecho y escuchar el latido virtual de los próximos vecinos, buscando desesperadamente un puerto donde encallar el navío. Este simple acto de búsqueda nos proporciona una especie de hiato de la cotidianidad; y aun así, resulta un dolor de cabeza a veces, tanto por motivos propios, como por motivos ajenos. En el espectro de los motivos propios, nos desesperamos por batir nuestras cabezas contra las piernas de una dulce muza, esperando la suave caricia en los cabellos, el dedo que resbala por los contornos de la mejilla, y que luego desemboca en los labios rosados. Una desesperación tan humana, tan despreciable también. Por otro lado, aquellos motivos no tan nuestros, sino más bien sugeridos por nuestras familias y parientes, quienes nos han legado la antorcha de los ancestros, para advertirnos tristemente sobre las consecuencias de la dependencia emocional, y de la, en cambio, evidente conveniencia de la fortaleza del individuo y el desapego. Sendos motivos, tan opuestos entre sí, no pueden más que generarnos cierta molestia de cara al uso tecnológico, y uno finalmente termina por optar abandonar cualquier deseo personal engendrado en el seno virtual, para relegar las aplicaciones a una utilización casi utilitaria por entero, y así salvaguardar los límites de la individualidad, enfrascados en una burbuja tecnológica, seductora, tranquila y familiar.

Los caminos en soledad a través de esta amplia burbuja tecnicolor, nos parecerán terribles y desoladores, pero a los vehementes espíritus individuales a los que aspiramos noblemente se mostrarán como los caminos correctos, el tránsito necesario y desolador de una vida llevada por el sendero del equilibrio y el provecho de lo redituable. Un contrato auto-impuesto es este, realizado a sabiendas del esfuerzo bruto y vano que ensordece los nervios contra las penas del alma; nos va endureciendo los músculos y el órgano del sentir que, bajo este auto-contrato, ya no desean el tacto de la mano cálida, sino el inofensivo roce del viento gélido sobre la piel, y el azucarado resplandor de una pantalla que se repliega por los contornos de los ojos para inmiscuirse en el corazón del órgano ocular.

No obstante, sucede que, muy hondo en el pecho, los vestigios de una voluptuosa voluntad por quebrar aquel contrato de soledad nace de las cenizas del hastío. La nausea de subsistir aprieta contra los pesos metafísicos del aislamiento, y la consiguiente e inenarrable consciencia de la imposibilidad de suprimirlos en una burbuja tecnicolor nos asfixia con la fuerza de un par de manos de gorila. Surge entonces, de la necesidad de someterse al sordo dolor inútil de la autocompasión, otra necesidad más noble y sana; una voluntad aferrada a la vida, que nos da un impulso para romper las cadenas del dolor y obtener la redención. Buscamos conformar un espacio donde las cadenas no se fabriquen por gusto a la esclavitud, ni se forjen ampulosas quimeras que versen sobre la virtud del casto o el valor de la joven virgen, puesto que a través de estas imágenes nos hacemos una idea de la muerte que adopta los contornos de un vacío estereotipo, viejo como la humanidad, podrido y calcificado por el abuso de sí mismo, por las tantas muertes en vida que ha engendrado. La quimera que enciende el fuego de la represión, del desencuentro, de la falsa virtud del evasor del disfrute, de la vida, y del amor. Y que echa la culpa al sacerdocio, la iglesia, una educación familiar castrativa o, en última instancia, a la sociedad con mayúscula. Una problemática antigua es la que acabo de citar, solo que ahora se encuentra mezclada con aspectos de la nueva era. Quien desee mantenerse incólume ante la necesidad afectiva en el nuevo milenio, se encontrará con una visión general que le facilitará tomar la decisión de insistir en su individualidad, y mantenerse alejado del "contacto innecesario", ya sea que así piense que le escapa a los horrores del ermitaño, o solamente para preservar el estado mental que tanto esfuerzo le ha costado mantener. Pero este estilo no es para cualquiera. ¿Qué sucede con los que desean llegar hasta a alguien, por más ínfimo que sea, por más corto que sea el tiempo de duración de contacto? El celular y las aplicaciones preparan aquí los cimientos para un sólido terreno donde se desata la lucha humana: La necesidad de contacto (Para algunos, un placebo para aliviar momentáneamente el síntoma de la modernidad; para otros, la única búsqueda posible de felicidad). Pero, ¿qué sucede con las promesas de la tecnología en cuanto a este punto? ¿Cómo afectan las conductas y el consumo de ellas a los ingentes usuarios? El resultado, si me preguntan, es completamente diferente de lo que estas aplicaciones prometen. Cierto malestar aparece en los pechos de los solitarios que, ahora que han echado mano de los mejores dispositivos contra la soledad, se ven inmersos en un mar de perfiles virtuales, mensajes secos, vacíos sin respuesta donde debería haberla, o contestaciones innecesarias donde el silencio hubiera sido la mejor respuesta. Apenas unos pocos ejemplos, pero contundentes como prueba de que el desencuentro aún persiste, y se ven aumentados por la cantidad en relación con la oferta.

Ya que los usos virtuales de aplicaciones como Tinder o Badoo comienzan a dejar baches para el aprovechamiento de los usuarios y algunas trampillas (perfiles falsos, fotos trucadas, múltiples consortes y la facilidad de saciar una demanda psicológica de autoestima, dejando insatisfecha la demanda real, etc),  y debido a que esas acciones tramposas de los usuarios, en su mayoría, obligan a las otras partes a adaptarse a las trampas o malos usos generales, se sigue reproduciendo el sentido tiránico común de la virtualidad (orden del cual engendra un circulo vicioso). Cuanta ironía. Resulta que intentando escapar del lobo, la soledad real, nos encontramos en sus más oscuras fauces perfiladas de un marfil de bits sintetizados en ondas magnéticas, y una extensa garganta de fibra óptica. Aún así, lo seguimos intentando. Intentamos conectar. Prolongamos nuestras relaciones interpersonales a través de extensas líneas de pixeles y verde éter. Intentamos conectar con nuevos perfiles en un maremoto de otros perfiles que están siendo interpelados al mismo tiempo, en todo lugar y a toda hora, por todo el mundo. Y ninguno de ellos sospecha la colosal confusión mental de tanto espacio liberado, de tanta posibilidad junta, de tanto potencial “contacto”. Mantener los pies sobre la tierra de un horizonte perfilable y limitable es aquello que nos mantiene cuerdos, al menos en lo que se refiere a algo tan vital. Y ante el panorama infinito, los adictos y pendientes del dispositivo se someten a la contemplación también infinita de un horizonte desdibujado. La laguna de posibilidades sin fin, y el horizonte de cordura, necesario para todo ser humano, se esfuma a consciencia, por voluntad del individuo. La compulsividad por lo virtual termina por dominar una tercera parte de nuestras actividades cotidianas, y la aceleración de los contactos (si es que se producen) nos deja un regusto amargo; ya que pareciera que, para ser justos, nunca hemos hablado con nadie, ni conectado con nadie. Un recuerdo fantasmal y pasajero que acude por las noches frías, con la cabeza recostada sobre la almohada, en desinteresada contemplación de un techo blanco.

¿Cuántas veces nos hemos encontrado con unos rostros, representados dentro de una pantalla luminosa que resplandece por las noches? (Noches solitarias de vacío y espacios no reconciliados). El temor de lo vacuo, lo inerte, de un hueco helado entre mi piel y la de otro ser que no alcanzo a tocar, sino casi apenas a través de torpes mensajes privados (intentos de conversación) tan inútiles como evanescentes. Un visto o un "en línea", dos símbolos patrios de lejanía, dos demonios hechos de ojos, que acechan pero no accionan; una bestia hermafrodita que conforma los órganos de dos monstruos en uno, y la semilla de su flor genital que encuba embriones de desolación que acaban por producirnos una renuncia definitiva a tocar un alma. Una sensación brutal de abandono, que nos alza en el aire para luego dilapidarnos sobre el violento pavimento, nos estampa de un sopetón, y de bruces al piso caemos para encontrar la realidad maciza de un crudo llano de cemento: la soledad gris. Del piso nos levantamos, con la fuerza de una lastimosa babosa que se repliega ante la sal que se empeña en darle muerte, pero ella todavía lucha, tan absurda y pequeña como la consciencia de sus dimensiones, pero tan inmenso su dolor en comparación. También la babosa se encuentra sola ante el espectáculo de su propio deceso. Y a simple vista, qué trágico se ve todo, por más pequeño que sea, cuando se asiste al cese de la vida, desde los organismos más insignificantes hasta los humanos. La muerte es un asunto solitario, pero ¿qué hay de la vida solitaria? ¿Es acaso otro tipo de muerte? Por otro lado, ¿cuánto de ella es verdad y cuanto una triste ilusión del inadaptado? ¿Cuántos sufren de ella sin vocalizarlo, y cuantos la padecen, mientras se tragan el nudo de la angustia que les aprieta la garganta? Para responder sobre una cantidad indefinida de solitarios, tendríamos que calcular el número colosal de almas solitarias y, en primera instancia, esto ya nos reportaría una tarea meramente inviable. Aunque, si se hiciese el intento, la sensación probablemente consistiría en la visión de un mundo inmenso, desierto, y virtual.

Sin embargo, las apariencias engañan, eso lo tenemos bien sabido. No todos los pobladores de este árido desierto serán los habitantes del desierto virtual. Pensemos en el siguiente ejemplo: Un niño solo, mirando el celular por horas, sentado en un banco en una plaza, sin interacciones por largos periodos de tiempo, y una mirada fija en el horizonte que parece delatar cierta actividad mental sobre la rudeza de la triste vida, o al menos eso creemos con ver sus lacrimosos ojos, despistados en el vasto zigzag de edificios de la ciudad. Si bien ese niño retirado de todo en una plaza, con el celular en mano, echando de cuando en cuando algún vistazo al horizonte gris, nos parecerá una situación particular o aislada, no podremos ignorarla; ya que la imagen toda nos resulta un claro indicio del solitario, y, aún así, quizás incurramos en un grosero error. Los simuladores de sonrisas y compañía, rodeados de multitudes que parecen nacer de la tierra e ir variando con los cambios de órbita terrestre, son quizás portadores de soledad en parecidas proporciones. Sus aptitudes para el deportivo ejercicio de la socialización los pintarán como seres capaces, mundanos y repletos de luz interior. No es más que una mera máscara, una pantomima del individuo sociable; un artificio bien elucubrado y sostenido por las fuerzas inquebrantables de la voluntad humana, que solo reside en algunos benéficos cuerpos. En comparación con esta imagen mental, el niño solitario de la plaza es apenas un solitario tecnológico más; de otra estirpe, quizás, pero de la misma esencia de la que están hechos los otros.

Entonces, aún más allá de la apariencia de acompañamiento del “sociable”, se encuentra el alma que no toca ni logra sentirse tocada por su entorno. El sentimiento parece persistir, pero se desvanece en cuanto el individuo entabla una nueva relación. De esta manera logra escaparle astutamente a los devastadores efectos de  una reflexión más profunda de su condición; la que puede llevarlo invariablemente hacia la cruda convicción de la propia soledad. Los dispositivos y las aplicaciones de citas lo mantienen encandilado, tan pronto como aparezca alguna novedad material que arrebate sus deseos e impulsos de consumo. A sabiendas de esto, y de las apariencias y sus múltiples formas, en conjunto con lo anteriormente explicado, nos sabremos, en última instancia, en un embrollo insoluble en cuanto a los distintos tipos de solitarios, y de la tentativa de medir cuanto aporta la tecnología para agravar ciertos aspectos. Un laberinto imposible de sortear como queremos, la soledad, nos pone contra la pared, y nos oprime al fin, a todos y todas, casi por igual, y sin posibilidad de obrar contra ella de manera efectiva. ¿Es acaso la espada de la tecnología la que nos acorrala contra el muro? ¿Es esto una ilusión oscura sobre la condición humana? ¿Acaso se trata de la débil voluntad de un alma enferma, “padeciente” o pesimista aquella que se siente solitaria y busca refugio en aparatos electrónicos? ¿O más bien se trata de una realidad, mitad pesimista, mitad realista, de la condición actual humana? ¿Hemos entrado en una era de desconcierto ante la presencia real de los individuos? ¿Acaso se ven más reales los avatares virtuales que las personas de carne y hueso que las conforman? Son demasiados interrogantes, lo sabemos. Para responder la última pregunta, que es el que nos resulta, quizás, más interesante, echémosle un vistazo a los dispositivos que regulan nuestras vidas: celular, televisión, computadora, entornos virtuales, aplicaciones, y smart-devices en general. ¿Qué tienen en común y cómo nos han afectado? Poco y mucho, podría responderse. Poco en cuanto a nuestra capacidad para adaptarnos, y que solo se trate de un cambio más en las formas de socializar. Mucho en cuanto a las consecuencias de estos cambios de socialización. Mucho en cuanto a la recepción de los diferentes usuarios de Whatsapp o Android/iOs y otras aplicaciones, puesto que dentro del espectro de interacciones cotidianas se encuentra un flamante patrón conductual que se establece como dominante, desplazando y dejando como “obsoletas” otras formas más presenciales de la socialización. De esta forma, toda una generación podría considerar aún más real una experiencia virtual que una presencial, puesto que la virtual retiene el factor idílico de las relaciones (aspecto que sobresalta por todos los demás, ya que de publicidad y promesas está hecho el “mundo del capital”). Por supuesto que no pretendo acá sugerir que el encuentro presencial sea un aspecto olvidado de las nuevas interacciones; pero podríamos estar en condición de afirmar que ha perdido una antigua y necesaria vigencia que la constituía como la mejor vía de conocimiento de las personas, dentro de su ámbito de vida rutinario y real. Las nuevas generaciones (me incluyo) comienzan a ver dificultades en la posibilidad de contacto real cara a cara, y las facilidades que permiten las nuevas tecnologías se vuelven, finalmente, en una excusa para evitar hasta las últimas consecuencias el conocimiento no virtual y personal de las interacciones con las cuales venimos compartiendo contenido, imágenes y audios (o por lo menos evitarlo hasta que resulte excesivamente necesario que alguna de las partes actúe finalmente para que se dé el contacto final). Lo virtual se vuelve un poco más real dentro de semejante panorama. Si las conexiones que establezco bajo parámetros virtuales responden a mis necesidades con mejor precisión que la dura y pragmática realidad material del mundo, entonces la conexión entre sujetos por aplicaciones se vuelve una experiencia tanto más intensa. Esta intensidad termina por vencer la posibilidad material de las probabilidades de que dos o más sujetos se encuentren plácidamente en el resquicio de una agenda apretada, puesto que facilita en los participantes un estado perpetuo de miedo al fracaso social, una vez se hayan presentado fuera del ámbito virtual (nuestra laguna segura y reconfortante).

Lo que parece ser el meollo del asunto es el desencuentro permanente que causa lo virtual contra lo real, encarnizado en un teclado que irradia una luz fosforescente, y que nos recuerda una y otra vez cuán inútil puede ser el intento por alcanzar al ser al otro lado del teléfono, ya sea por evasión de una de las partes o por el propio miedo al fracaso terminante. Y todo ello se multiplica: las agonías y la oscuridad de una soledad irremediable, dentro de los límites geográficos de esta tierra: por ejemplo, Argentina, tierra de nadie, tierra olvidada. No solo sufrimos el insoslayable acoso del cambio urbano y las tecnologías, sino que los comenzamos a sufrir como cualquier urbe mundial. Una tierra, antaño característicamente cálida y compañera, que ahora se cierra sobre su población como la mano negra aciaga del aislamiento; la mano que ha sabido desplegarse con la misma velocidad con la cual la mano de la luz y la creación, oscura y febril, se ha desplegado a lo largo y ancho de la humanidad. Esta mano, que es la sombra antitética de la mano de la luz, ha hecho carne el desprecio y el odio; ha sabido desplegar su penumbra tan rápido como la luz se esparce por el globo. A la par van las dos manos: la mano siniestra y la diestra, articulándose, levantándose, y cubriendo distintos lugares, por separado, pero siempre mirándose y copiándose la una a la otra. Cada rincón que es iluminado con sonrisas, compañerismo y bondad, es abarcado en su antítesis con la mano siniestra. Ella se levanta y roza con la yema de los dedos todo lo que se encuentra en frente de la mano derecha. Se imitan, solo que ambos poseen distintas intenciones. Bajo los árboles argentinos, las hojas de esta patria, y su cielo, en conjunto, la mano siniestra ha tapado casi todo lo visible. Su amiga derecha se ha empeñado en extenderse por otros países, y así se jacta la siniestra de haber alimentando naciones enteras con la miseria, convenientemente posada sobre Latino América, mientras que la derecha se felicita, sus frutos en la mano, y la victoria consagrada en cemento lejano. El precio a pagar para los condenados ciudadanos será una condena perpetua, precisamente. Quien no se anime a dejarla, tendrá que adaptarse a la sombra como hábito y estilo de vida. Quien se quede, tendrá que asumir el riesgo, con pocas o casi nulas posibilidades, de salirse de la negrura, o más bien, transitarla cómodamente, sin demasiados sobresaltos ni sorpresas. Sobrevivir es el verbo que mejor nos cabe en la boca a los argentinos, cuando nos referimos a nuestro sagrado suelo.

Las almas aquí residen, quejándose a intervalos, escupiendo el hogar que les tocó colmar con el pellejo, y maldiciendo cada día que transcurre. Este argentino agónico, sobre una larga y vasta tumba de "desconocidos", enmudece ante la tristeza que mira de soslayo. No estoy seguro de si se trata de un acto de respeto por lo grave y lo turbio, fenómenos ampliamente conocidos por nosotros, o si se trata de un miedo irrefrenable y suma desconfianza al porvenir, inseguro y desdibujado. Y digo "desconocidos", porque la identidad firme no le ha arrancado ningún suspiro a esta pobre tierra, salvo, claro está, por aquellos conservadores nacionalistas que defienden con fervor un estilo y costumbres que no pueden durar mucho más tiempo del que ya han tomado. Paso a paso se van conformando los cables, los postes, las calles, edificios, y pavimento, de un conglomerado solitario. Cada cable, rumiando fuera de las pequeñas y achaparradas casitas de la gran Buenos Aires, va trazando un itinerario que el ojo de la siniestra vigila sin descanso (no vaya a ser que se le escape un transeúnte, imperdonable desidia si las hay). Y, finalmente, la única escapatoria queda en el individuo y su libre albedrío.

Si el individuo en cuestión, sometido a los avatares tecnológicos, presenta una notable predisposición débil a caer una y otra vez en los placeres y facilidades de la comunicación virtual, un tercero debería estar en derecho y posibilidad de hacérselo notar. Si un tercero hiciese este movimiento de altruismo mágico, entonces se encontraría con la posible primer barrera: la negación de parte del individuo a reconocer el problema; lo que claramente descalificaría el asunto como tal (“problema”), para mantenerlo en el lugar en el que persiste (“orden común de las cosas”). Para que una situación pueda desplazarse de un “orden común de las cosas” a una calificación de evidente “problema”, todo un sistema interno, tanto individual como colectivo, debe ponerse en marcha en pos de su conveniente aniquilamiento. Si las consciencias que atrapan los pensamientos del orden común no se replantean aquel “orden de las cosas” como tal, es decir, no se figuran la posibilidad de otro “orden de las cosas”, entonces el orden vigente nunca podrá desplazarse a la situación de “problema”. Pero, ¿qué nos hace ver en determinadas situaciones la definición de un problema? Debe haber siempre una mente correcta y concienzuda que respete las leyes anteriores del orden de las cosas para estar segura de que este nuevo orden configura todos los aspectos de un “problema”, al estar lejos de lo que los hombres y mujeres consideraríamos una mejora de la calidad de vida, tanto física como psíquica. Puesto que las mejoras de la comunicación virtual están más a la vista que sus respectivas desventajas, se hace harto difícil que toda una comunidad, inserta en el nuevo orden de las cosas, se dé cuenta o que apenas logré un atisbo de duda frente al nuevo panorama que le toca vivir de forma virtual. Es el individuo que aún persiste en ciertas formas antiguas el que primero pone el grito en el cielo ante lo nuevo. ¿Cuándo este espíritu viejo lleva razón en su queja?, y... ¿Cuándo consiste en un simple berrinche de un anciano que encuentra difícil la adaptación al nuevo orden? Complicado de responder, ya que los momentos de transición tecnológica y sociológica configuran momentos históricos que no se dejan seducir tan fácilmente por el análisis intelectual. La historia se resiente a ser descrita hasta que haya pasado su efervescencia, para luego ser transformada, justamente, en historia: resumido en el momento de ser descrita fríamente, y transmutados los hechos de anterior actualidad en un compilado reconocible de sucesos y efemérides, vistos hacia atrás con la relativa comodidad del historiador. Por lo tanto, sería arriesgado decir ahora si la virtualidad constante corrompe o sirve a su causa al usuario que la porta; pero no sería igualmente arriesgado afirmar que sus consecuencias negativas afectan a una gran masa de la población, y que, bajo una no muy extensa reflexión de los usos y malos usos de las aplicaciones, se puede llegar a un régimen de consumo mucho más sano y a consciencia. El objetivo de este escrito es tomar consciencia, justamente. No podemos culpar a un dispositivo de nuestros malos usos o conductas frente a los fenómenos, claro está, pero tampoco podemos hacer la vista gorda frente a un problema como tal, cuando la debilidad de la consciencia nos deja inermes frente a un fenómeno, cuya potencia se ve enervada por la indiferencia general.

Inmersos en esas pantallas, cristal y líquido ocular, fusionados como dos partículas subatómicas en el imperceptible aire. Son una bola de sombras negras, caminando sin rumbo, gritando, peleando inútilmente contra sí mismos, desperdigando una maldad ultraterrena, repleta de insensibilidad y negruras de un agujero insondable. Hacen aquello que les sienta mejor: quejarse, replegarse contra sí mismos, luchar por un egoísmo recalcitrante, luchar contra el otro, hasta aplastarlo en pequeños montoncitos de migas inútiles, dispersas por el suelo. Un cúmulo de historias viejas y motivos despreciables ya estudiados- aquello que suscitó las más frías guerras y masacres, pero hechas, ahora mismo, a través de un mundo de pixeles luminosos. Esta lucha reciente no hace a la guerra menos aborrecible, pero seguramente empeora notoriamente algunos de sus rasgos. El semblante perdido de un amante enojado, en soledad contra una pantalla. El llamado de una voz que requiere, palpitante en la sorda noche, pidiendo auxilio y compañía a un oyente indiferente; una discusión estéril llevada a cabo en el rincón más alejado de un shopping intenta hacerse camino entre las bulliciosas muchedumbres, para terminar destrozando la única ligazón entre dos seres, ahora separados por trivial broma del destino. Todo ello, en nueva vía electrónica, tiene la sutil pero temible apariencia de un demonio enmascarado. El demonio no se ocupa de crear la discordia, pero donde ella existe, sabe que sus acciones tienen algún influjo sobre los discordantes. El demonio tecnológico, un gigante negro hecho de eones, más allá del cielo, la tierra, las nubes y los astros. Nos mira desde lejos, se ríe por lo bajo.

A veces quisiera pulverizar este eterno instante, querido lector. Que se esfume todo lo que no nos sirve más que para sufrir, que se evapore tan rápido como sus asquerosos pantallazos se posan sobre mis órganos receptores. No quiero verlo, ni escucharlo más de lo necesario en el día. De tan solo pensarlo, no puedo siquiera sorber lentamente esta cerveza negra junto a mi escritorio, simplemente me da náuseas. Me cuesta digerirlo; creo que padezco del estómago. Un renombrado escritor ruso dijo una vez que los que padecen también del hígado poseen una marcada disposición sensible que delata una terrible condición: no pueden digerir la realidad. No sé si es bilis, dolor físico, resentimiento puro, o un temblor kierkegaardiano contra Dios, uno hecho de tuercas y cristales... O simplemente un ente superior, que nos domina, se burla de nuestros torpes pasos, y nos hiere con un dedo acusador que requiere de la desdicha ajena para su deleznable entretenimiento. Que terrible giro narrativo el que me atrevo a componer ahora mismo. Le doy al lector un cómodo y agradable artículo de auto-superación tecnológica, para después dar con una última estocada de mi espada negra. Qué pretendo acaso? Intentaré un esfuerzo de respuesta:

Que sirvan estas palabras, querido lector! Que sirvan! Para que, en algún rincón de Bs As, tan alejado como cercano al bullicio de ciudad, una cuantiosa colectividad decida que lo que acá se ha escrito no son puras tonterías sin sentido. Siempre y cuando una sola alma, tanto perdida como guiada por el espíritu de la modernidad, encuentre un paliativo para sus dolores de soledad cibernética, y que utilice dicho paliativo, en conjunción con el poder de las palabras, para disuadir a una generación entera de una desgraciada existencia, compuesta de una tecnología mal utilizada para las mejores y más sanas tendencias del ser humano: comunicarse, tocarse, sentirse acompañados en un baile del que nunca hemos querido formar parte, pero que debemos realizar con máximo placer y disposición.