27 de junio de 2019

Nunca tientes al Demonio


Debe usted esperar medidas desagradables por su obstinación continuada - 

Carta del rey de Prusia a Immanuel Kant (1794)

Un hombre de buen porte y apuesto, ascético y pulcro (como las buenas costumbres dictan, y como debe ser, sin lugar a dudas) me confió una vez, una noche de verano cuando degustábamos los dulces sabores de un malbec mendocino, los pormenores de una historia de amor que había mantenido durante los últimos dos años. De estos pormenores, abusivamente obscenos y desdeñables, no quiero hablar, y que juzgue el lector mi silencio lapidario como prueba irrefutable de la inescrupulosidad de mi amigo. Lo que tenía de elegante y apuesto lo tenía de desviado. Cada vez que retorcía aquellos rosados pómulos en busca de una nueva audacia inmoral, un asco interior me recorría la boca del estómago, como la espera de un súbito regurgitar del alma, que a uno se le escapa frente a los inmorales, porque teme que si no la deja ir se pudrirá a través de los oídos por los improperios que está a punto de escuchar. En estas situaciones me las apañaba bastante bien para recoger el vientre y soportar el rechazo que impelía por salir, depositándolo detrás de la espalda, en el espinazo, donde nacen el asco y los escalofríos de muerte, donde también pueden retenerse si la voluntad del usuario es lo suficientemente poderosa. Ante las primeras palabras que me dedicó mi amigo el caballero, contuve el aire, y logré escuchar atento e incólume sus aventuras por los jardines, sus festivos apareamientos en lugares públicos y las sandeces que afectan a los hombres agraciados cuando afirman, horrorosamente equivocados, sobre el género femenino, sus bondades y desgracias, y los favores que pagan de buena gana al ser hábilmente utilizadas por una inteligencia manipuladora. Sobre estos favores mi amigo gustaba detenerse, explayándose en detalle, y en claro regodeo de su aparente posición de superioridad. Bajo estos pormenores y otros improperios me vi obligado a someterle a un estricto sermón sobre juicios errados. Nos desvelamos toda la noche en una discusión casi eterna sobre los males y desvíos que el caballero se afanaba en perpetrar. A esto, el caballero apuesto sonreía, al tiempo que me dirigía una mueca de burla y actitud sobradora, seguido de su muletilla más citada:

“Que me lleve el diablo si estoy mal”

Le comenté, de manera paciente, que efectivamente sería llevado por el diablo si seguía incurriendo en dichas inmoralidades, y utilicé mis artilugios retóricos más refinados a mi alcance. Cuando uno le advertía, el caballero se reía. Cuando uno le reprendía, el caballero se encogía de hombros, como quien no se hace cargo. Cuando uno finalmente desistía en su empresa, el caballero le daba  a uno dos o tres palmaditas a modo de consideración, y una actitud de sobrada superación asomaba por la comisura de los labios; entonces decía:

“Usted es un buen hombre, lo comprendo. Pero yo hago lo que quiero, soy incurable”

Al responderle que de incurable va la gente en pretexto de volverse loca y desviada, el caballero volvía a arremeter con la sonrisa burlona, mezclada esta vez con el encogimiento de hombros, como quien mezcla todas sus anteriores porquerías de la existencia para dar un toque final al asunto sobre su irrevocable gusto por el desvío.

Resulta que luego de aquella noche quedé muy afectado. El fino bife de chorizo y las papas al romero me habían sentado fatal, por lo que me vi obligado a continuar el proceso digestivo con la ayuda de unas gotas de Hepatalgina y una pastilla de butilbromuro de escopolamina. Las imágenes de aquel asqueroso ser en sus aventuras desmesuradas habían contraído mis facultades psíquicas y físicas al punto de trastornar mi sueño. Pero, paradójicamente, aquel disgusto solo potenciaría mi sentido del deber para con el apuesto caballero. Él siguió citándome a los largos simposios que habíamos mantenido por meses, y en ocasión de su nueva invitación por Facebook, me vi en la jugosa oportunidad de renovar la apuesta a encaminar su despreciable conducta. Al llegar a la casa situada en un retirado prado en Viciolandia, al norte de Aquelarre Street, toqué la puerta dos veces. Tuve pavor de hacerlo una tercera vez, no fuera a ser que dentro de la choza se encontrara manteniendo alguna actividad indecente con algún partenaire arribado sin previo aviso. La tercera (finalmente la vencida) surtió efecto y pude comprobar con cierto alivio que se encontraba solo. Me invitó a pasar y una vez en la mesa nos dispusimos a devorar ávidamente una colita de cuadril en salsa, acompañada de un colorido y suntuoso revestimiento de pimientos y cebollas de verdeo. Al acabar, el anfitrión se llevó el pulgar y los restantes dedos a sus labios para emitir un sonido de succión y satisfacción. Incluso en estos pequeños ademanes podía contemplar la vileza y la desviación del caballero apuesto, que no realizaba ningún empeño en disimular la falta de decoro. Me pareció, en algún momento, que había dejado escapar una flatulencia, al tiempo que contorneaba las piernas (esto, claro está, para cerciorarse de que se pedorreaba frente al amigo, porque él todo lo hacía sin tacto y afectado de solemnidad). Contuve el aire para no aspirar la desgracia que se había abatido sobre el aire, y por decoro además, porque aquella malaria produce a su vez un cambio de semblante muy desagradable para el anfitrión, quien juzgaría que los efluvios de su cuerpo habrían sido rechazados, y por ende, lastimado así su vasta vanidad de caballero. Para mi descontento, él había notado mi incomodidad, y disculpándose muy falsamente, le tomé la palabra, y le juré que había tenido el infortunio de haber olido peores desgracias, y que, después de todo, resultaba natural ante la ingesta de una comida tan poco frugal. Y aquel ser ya detestable se atrevió a emitir su denostada muletilla:

“Que me lleve el diablo si alguien se pedorrea mejor que yo”

“Que me lleve el diablo si estoy mal también”, agregó a modo de bocadillo, como si no tuviéramos suficiente con la colita de cuadril.

Otra vez lo enfrentaba para enmendar su terrible repetición, para que la dejara de una vez por todas, y le advertía sobre aquella mala educación y vanidad lo llevaran a enfurecer al demonio, quien eventualmente vendría para reclamar sus apuestas. Todo ello lo hice con un rosario en la mano, santificándome a cada palabra, y el caballero apuesto sólo se limitó a reírse a carcajadas, intervenidas por espasmos y eructos con aromas frutales (me pareció reconocer la cebolla y el morrón en fragancias más ácidas).

“Que me lleve el diablo si me lleva el diablo!”, gritó, dando un fuerte golpe de puño sobre la mesa redonda. Las copas donde nos habíamos regocijado con un viejo y añejo vino mendocino vibraron,  y me vi obligado a precipitar una zarpa para tomarla por el cuello antes de que cayera y vertiera el brebaje escarlata sobre el mantel blanco satén. Al caballero no pareció importarle en lo más mínimo. Continuó con el espectáculo de risas festivas y, portando una pose de vanagloria demasiado pomposa para un asno que se ha desgraciado frente a un amigo, me señaló con el dedo índice:

“Usted no sabe lo que hicimos el otro día con mi amada Regina. Es una nueva aventura que me reservé para el postre. Vayamos al patio y se lo contaré con lujo de detalle”

Ante esta declaración tuve que retener el asco nuevamente en el espinazo, y aplanar el vientre, al punto de ponerme violeta de tanto contener el aire. Cuando llegamos al patio, nos sentamos, y el caballero se vio enfrentado a un hombre violeta, que fue fluctuando por todos los colores y matices del arcoíris hasta quedar blanco pálido. Aprovechó aquel momento para alabar sus cometidos amorosos, sin escatimar en sutilezas del argumento y pormenores innecesarios. Yo intentaba comprender sus palabras que me llegaban como de lejos, en un eco distante y distorsionado, como quien hace uso de un megáfono para promocionar servicios de compra y venta de objetos para el hogar.  Solo podía reconocer, entre su divagar lingüístico, la tan denostada muletilla, soltada de a ratos, como una cábala puesta al servicio del hincha de platense que se niega a perder un partido (y que, sabemos de sobra, dan el mismo resultado para tal acometido como las groserías de mi amigo para agradar al interlocutor).

“Que me lleve el diablo si la pasamos mal”, seguido de “Que me lleve el diablo si hago mal”, y otro poco de “Que me lleve el diablo si no la hago gemir como una leona en celo!”

Su regodeo en el improperio y las aventuras de tipo inmoral reforzaban las ataduras de mi férreo temperamento hacia la salvación de mi alma y la del prójimo. Estaba perdido ante tanto asco, pero aún más voluntarioso de ejercer algún cambio positivo sobre el ánimo de mi amigo. Debilitado por semejante crónica de inmoralidad, solo pude santificarme tres veces (4 veces menos de lo habitual), ya que mis pobres nervios habían crispado mis manos, haciéndolas presa de un temblor tan pavoroso y mortal como los sufridos por una amada en su lecho de muerte.

“Que las manos santas de Tomás de Aquino me libren de este mal”, pensé para mis adentros.

El apuesto caballero se reía tanto, por entonces, que creí por un momento que los botones de la camisa le estallarían y saldrían disparados con la única finalidad de romperme un ojo, y dejarlo morado como las cebollas del cuadril. Me imaginé tan horrenda situación, y cuando me disponía a replicarle con otro de mis inútiles sermones, una voz estentórea resonó a mis espaldas. Al darme media vuelta, un hombre con una pronunciada joroba se acercó hasta nosotros, y pronunció unas palabras en un lenguaje extraño:

“Jolmat!”, nos dijo

Mi amigo y yo nos quedamos absortos ante el avistamiento de aquel ser. Ataviado en finas levitas y montado a caballo (que convenientemente cabía dentro del marco de la puerta del patio) nos volvió a dirigir la palabrita, que seguíamos sin comprender enteramente.

“Jolmat!”, repitió. 

Esperaba una respuesta, por lo que me sentí acorralado por una ridícula disyuntiva entre repetir una palabra que no conocía y quedarme callado y parecer un irrespetuoso. Finalmente me atreví a responderle: “Jolmat!”

Para mi satisfacción, vi que el hombre montado a caballo mostraba un semblante aliviado. Mi “saludo” era lo que estaba esperando. Pero al no recibirlo de parte de mi amigo, se volvió hacia él, tosiendo y esperando impacientemente una satisfacción.

“Cof, cof… JOLMAT!”, le dijo

Yo lo miraba a mi amigo, señalándole su falta de tacto.

“Ya lo escuchaste! Te está saludando!”

“Ah, si. Jorobat!”, logró decir mi amigo, quien había caído en la desagradable confusión de términos que habrían hecho enfadar al caballero jorobado de no ser por su templanza. Quise darle a entender a este que la confusión del término del saludo con su condición de jorobado era solo una coincidencia, pero no pareció verse afectado de todas formas; se contentó con que mi amigo le dirigiese la palabra, al fin y al cabo. Acá es donde el relato se vuelve confuso, porque luego de aquellas ominosas salutaciones de protocolo, mi amigo me miró y soltó otra variación de su muletilla:

“Que me lleve el diablo si sé lo que es Jorobat!”

Y el jorobado, al oír las injuriosas palabras, se bajó del caballo, se enfrentó con mi amigo, y le dirigió una mirada espantosa de odio y rencor. Lo tomó por el brazo y lo lanzó a unos metros. Mi amigo fue a parar a un lecho de rosas con espinas que rasgaron sus suntuosas vestiduras.

“Que lo lleve el diablo es lo único que usted repite. He venido hasta acá para llevarlo con mi amo y señor, que ha escuchado sus continuos llamamientos y ya no puede esperar a llevárselo a usted mismo al abismo más caliente del infierno”

Ante la revelación de la venida del caballero jorobado mi amigo solo atinó a abrir la boca. Supuse que se agotaría en un santiamén de generar reproches y pedidos de piedad, pero para mi desconcierto, se removió en el pasto (sus trajes mojados por el rocío de un aspersor de riego) y las verdes hierbas se le pegaron a los muslos, todo ello sin perder el porte de elegancia, o al menos no tan rápido como entonces perdía la compostura. Luego de asegurarse de que no quedaran flancos sin cubrir por el pasto, dio una media vuelta, y de espaldas, entonó una sucesiva retahíla de muletillas, una más vil que la anterior:

“Que me lleve el diablo entonces si me lleva el diablo! Que me lleve el diablo si usted  es el diablo! Que me lleve el diablo si los jorobados se llevan a los caballeros apuestos al Infierno!”

Al terminar este último juramento, de sus fauces solo brotaba una palabra. Mientras la pronunciaba y, en sucesivas repeticiones, caía en la cuenta de que no podría dejar de proferirla. Luego, se persignó con la mano derecha, acto que el jorobado tomó como hecho de suma comicidad.

“Ahora se persigna, el vil asno! Qué mundo más irónico me ha tocado vivir!”

En ese momento me quedé profundamente estupefacto ante el pensamiento de aquel ser viviese en efecto. Parecía más una réplica de cadáver viviente, grotesco y acartonado, de un Quasimodo resucitado, montado a caballo, uno igual de grotesco y endurecido, de hecho.

Mientras tanto, mi amigo no cesaba de persignarse y proferir la palabra “Jolmat!”. El caballero jorobado parecía ahora verse satisfecho ante la evidente corrección gramatical de mi amigo, quien antes lo habría injuriado al pronunciar como un impuro la palabra sagrada. En aquel rapto de indiferencia de la que hacía gala el caballero jorobado, pude vislumbrar, muy a pesar mío, una marcada inclinación a la falta de piedad que poseen los sádicos. Aquel sentimiento me asqueó por completo y me compadecía de mi amigo, el caballero apuesto, ahora acorralado contra un césped lodoso, repitiendo incesantemente “Jolmat!”. Pero recordé una frase del Marqués de Sade: “Sólo los inmorales se compadecen de ellos mismos y de sus semejantes. O, en cualquier instancia, de aquellos en cuyos pellejos pueden imaginarse sin esfuerzo”. La sola idea de parecerme a mi amigo me asqueó, y rechacé el pensamiento. Sólo recé para que el jorobado fuera lo más piadoso con su pobre alma. Y de aquí no merecía menos que vanagloriarme, pues había advertido al desgraciado sobre su posible final tantas veces como recuerdo haberme persignado frente a un mal presagio. Y que lo había intentado, en accesos de pasión infinitos y repetidos cuidados y sugerencias, eso nadie podría negarlo. Si a mí mismo me tocara responder por mis injurias y actos inmorales, gustoso de hacerlo me entregaría al demonio. Pero, nuevamente, aquella idea volvió a hacer vibrar mis nervios, y la rechacé otra vez. Después de todo, el inmoral era mi amigo, y ahora pagaba.

Fue en ese momento en el que el relato volvió a difuminarse, volviéndose confuso por segunda vez. No recuerdo si el jorobado se lo llevó a un abismo pestilente para no dejar rastro alguno de indecencia, o si se lo llevó primero a Dios, para que respondiese ante Él antes de sufrir un castigo eterno. Él consideraría mejor que primero entrase en razón, luego piense sobre lo que hizo durante días en un rincón alejado del firmamento, en penitencia, sin derecho ni régimen de visitas, y luego enviarlo al Purgatorio. Dios castiga sin palo y sin rebenque, ahora más confirmado que nunca. Que el demonio haga lo que tenga que hacer con el cuerpo de mi amigo, yo he hecho todo lo que estuvo a mi alcance. Me remito al título de mi extenso relato, no por gusto por la repetición inútil, sino para que quede grabado en vuestras mentes:

“Nunca tientes al demonio”. 

Algún día puede que ascienda y te lleve. Sólo queda Regina, ahora, la impúdica amante. Pero que primero se encargue de limpiar los trastos que el simposio había amontonado, yo ya he hecho suficiente. Puesto que los restos eran muchos, me alegré de pensar que un pequeño castigo, antes del advenimiento de uno mayor, se paladeaba más dulce en la boca de la Divina Justicia.

11 de junio de 2019

Váyase sin irse


Escuche con atención. Ahora que tengo su atención, ya no la quiero. Retírese, pero quédese. Lo quiero y no lo quiero. Estoy hecho un histérico. Mejor quédese, pero con una tendencia latente a irse. Quédese con la idea de irse, eso es lo que ahora necesito. Si desea quedarse, y yo así lo deseo, mejor sería desear que se vaya después de determinado tiempo. 
Si usted desea irse, y yo deseo que se quede, entonces me armaré de valentía, fingiré indolencia y le abriré la puerta; pero si usted desea quedarse y yo deseo que se vaya, será mejor que acate mis órdenes: 

“Váyase y no vuelva”

Si de lo contrario, usted me hace caso y se va, no se atreva a contradecirme luego, porque irse y volver es peor que no querer irse. Y si se va y no vuelve, mi excentricidad ha triunfado nuevamente. No deje que esto ocurra. Quédese, pero porque así usted lo desea. Yo así lo desearé si usted lo desea de verdad, porque so pena su indiferencia, yo le estaré agradecido de que junte sus petates y se vaya, si así lo desea, claro. 
No se puede ser neutral dentro de un tren que se mueve y posee un destino, una última estación. Le ruego, pero sin rogarle, que se quede y que quiera y desea quedarse, porque este tren se mueve, tiene un destino, y su indiferencia, amado pasajero-lector, es el principal obstáculo en las vías.

28 de mayo de 2019

Confesiones de un no espectador de GoT - Sagasus usted est

He venido hasta aquí para comentarle, querido lector, que tengo la audacia contestataria de dejar constancia de mi no participación (un poco al estilo Cobos) en la renombrada serie del señor Martin, actual widespread content de la cancerígena cadena HBO (existe el cáncer, y muchas veces no se diagnostica en personas, está en el aire). No me hace ninguna gracia admitir la no participación de quien les escribe, y menos en todas las reuniones sociales de las cuales el tedio y el hartazgo hasta la nausea, donde la comida rápida del siglo XXI causan estragos en los débiles nervios de un gentleman delicado. Mi mente ha tenido que soportar con estoicismo las diferentes comparaciones de mi persona con varias formas bochornosas de la existencia, tales como un ermitaño desinformado, una lombriz que genera lastimosa culpa de matarla, o un pequeño pajarillo indefenso. Seguidos de estas aberrantes afirmaciones, injustificadas por cierto, algunos escupitajos a la cara, y otros redobles de tambor que sugerían, en cierto desconcierto, una paliza inminente de los participantes (fans) a los no participantes (yo), pelea notablemente injusta y cuya desventaja tendría que haber previsto antes de emitir una terrible frase:

“Yo nunca vi Got”

Estupefacción. Candor general. Bochorno incontrolable. Caras indignadas. Embarazadas sollozando como ante la tumba del hijo. Mucha sorna, mucho empeño febril en hacer la burla al comandante de la estupidez, de un soldado valiente y abnegado a su nación, pero lo suficientemente atolondrando para ser el centro de atención, y que además, no solo ha tenido el tupé de admitir y también jactarse de que no ha visto una de las series más aclamadas de la historia. Usted dirá: “Pero si no es para tanto, estimado”. Pero cuanta maldad en esas gentes, y cuanta maldad de mi parte también, porque no soy inocente. Como quien busca el odio generalizado, me veo muchas veces en la situación de admitir aquello que todos temen admitir, pero juro solemnemente que lo hago por deporte y que mis intenciones no son buenas. Por eso llevo siempre mi ropa interior adecuada a la ya mencionada filosofía de vida:



El “deporte más sano del mundo”, me gusta llamarlo. Al menos yo lo veo así. El deporte de alzar la voz, incluso cuando la voz está difónica. El deporte de decir ‘mu’ en una granja de cerdos, o ‘guau’ en la casa de la vieja de los gatos. Me veo tentado a acceder a una iglesia, ataviado de negro, Ozzy Osborne a todo volumen. A esperar invitados y recibirlos por la puerta trasera.

“PERO QUE SAGAZ!” - Ha de emitir el lector. 

Y no se equivoca. Una sagacidad inconmensurable la mía esta de hacerle ring-raje al policía del barrio (y para que no se le ocurra otra cosa que indignarse, hacerle lero-lero a lo lejos, una mano en una nalga y la otra atrevidamente posada sobre las bolsas escrotales). Y que me comenta, querido lector, sobre mi aparente sagacidad? Acaso no se siente incómodo, penetrado por una sagacidad tan sagaz que queda fuera de los limites delineados por una cabeza sana y mundanal? Esta sagacidad, la que me ha llevado a la penosa reyerta de participantes contra no participante, es de la que vengo a hablarle, sumada a mi última venganza, tan sagaz y vil como mi ser completo.

Resulta que me entero del triste desenlace de GoT. Uno podría preocuparse de, primero que todo, enterarse QUE se empeña en criticar la audiencia y que ha visto desmoronar sus ilusiones y hacerlas añicos en apenas unos pocos episodios. Puesto que desconozco la serie de principio a fin (nunca mejor dicho), había decidido bucear en las aguas turbias del desarrollo completo, hasta llegar al desenlace calamitoso, pero me pareció más tentador dejarme llevar por una risa interna incontrolable, una carcajada sincera de “me lo venía venir, no avisé, y que sagaz que soy. La tengo atada por saber y no avisar”. De haber nacido unos años antes del estallido de la segunda guerra, habría sido el más sagaz de toda la Argentina al guardarme la certeza del próximo ataque de la gran Alemania hacia el mundo. “Otra de tus sagacidades, queridísimo Meca”. Un anciano, indignado, diría: “Pero si lo sabía, señorito. Por qué no dijo nada?”. “Es que soy un sagaz”, diría con sorna, sobrando la sobrada experiencia malgastada del viejo. “Ah, ya. Usted es uno de esos. Cuanta sagacidad, cuanta galantería, hombre!”, proferirían sus labrios crispados en una mueca de agonía ante tal inconmensurable sagacidad. Pero basta ya, que se sobreentiende mi sagacidad (me parece, creo) y mi anterior conocimiento de la inminente catástrofe que se avecinaba sobre las pobres cabezas de los participantes. “Pero por qué?”, pregunta el lector ahora.

“Es usted un hater, que usted está lleno de bilis, eso ocurre!”

Y no estaría muy lejos, aunque si soy un hater, soy un hater con pipa, ataviado con fina galera y monóculo a la inglesa, que pertenece a una cierta inteligentzia, pero con una fina inclinación hacia un delirium tremens ad honorem. Yo odio, pero mientras lo hago, me tomo un tecito de valeriana, al rato que despotrico sobre los políticos con el meñique levantado, seguido de una risita socarrona, un poco a lo Antonella Lamas en Patito Feo (telenovela tristemente célebre por la admirable actuación de Juancho "Tocanenas" Darthés).



“Pero señor Meca, como es eso de que usted ya se esperaba el rotundo fracaso? Acaso es usted vidente?” – se atreve a inquirir el lector

“Porque ninguna serie –comento, en tono liviano, como quien se arregla el sobretodo con la suavidad de una pluma y la firmeza de un bancario- está a la altura del hype puro. Porque la espera, la esperanza, ese halito vital que exhala la vida, que se acumula como las plegarias a un Dios indiferente, nos dimensiona y distorsiona, nos desilusiona al final de la carrera, nos deja indefensos ante un ganador que ha perpetuado alguna trampilla, derribado algunos caballos enemigos, y finalmente envenenado a algunos competidores unos minutos antes del comienzo”.

“Esto es absurdus”, logra aventurar el lector

“No lo est, queridisimus. Es que soy un sagaz”, replico sin titubear.

Y usted morirá al instante ante tanta sagacidad. Todo indica que los niveles de sagacidad del caballero aquí presente exceden toda norma de medición de la sagacidad. No hay ring-raje que resista a semejante acto de galantería popular. Por ello me entrego a la paliza que sé y deseo recibir a manos de los participantes. Debido a esto, particularmente. Debido a la búsqueda de una sagacidad lo suficientemente colmante (esta palabra la inventé, porque soy un sagasus) para la vida de este rebelde sin causa.

“Usted me quiere decir que ninguna serie puede resistir las inclemencias de un hype lo suficientemente poderoso y prolongado a lo largo de varios meses?” – se pregunta el lector.

Me limito a responder:
“En efecto, querido lector. El poderoso hype es la mercancía que mantiene viva al subproducto” – comienzo a decir, sagazmente

“Pero que descaro!” –grita indignado este lector que ve la posibilidad de herir al malhechor de no participante que tiene enfrente. “Usted sugiere que la serie es el subproducto y el hype el producto principal?”

“En efectus, querisimo lector. Usted lo ha puesto de mil amores. Imposible ser más clarus ante semejante desconciertus de tema”

El lector, ahora dominado por una cólera interminable, con las venas hinchadas, la cara roja, y la vergüenza en la garganta, ha de proferir: “Es usted un hater, lleno de bilis, ignorante, descarado!”

“Oiga, cálmese” – me tomo el atrevimiento de todo un sagaz. “No soy un hater, y si lo fuera, sería uno con pipa, ataviado de…”

“Si, si, la pipa y el monóculo inglés” – me interrumpe el lector, impaciente. “pero digame una cosa… Acaso no posee usted alma y pasión? Usted no es un hombre, es un monstruo lleno de ojos que sueña pesadillas anti filántropas”

Ante tal aseveración me veo acorralado. Busco alguna sagacidad escondida, algún as bajo la manga, algún truquillo que deje invalidada la verdad que mis oídos han sopesado bajo un cielo tan claro y diáfano como Jesús en la cruz. La verdad me ha sido vomitada frente a mis ojos, y la sagacidad se quiere ir por el inodoro.

“Eso no se lo permito, queridísimo. Yo, un anti filántropo? Absurdus! Me siento cómodo con mi verdad”

“Pero es la suya, estimado. No contradiga la felicidad ajena. No se haga monstruo, no degluta a los hombres. Ayúdelos, mejor. Dele herramientas para entender su desgracia y superar sus obstáculos. Hágase un hombre, el papelito de quimera devoradora déjela para los políticos”, dijo astuto, un lector muy avispado.

Debo confesar que con esta última oración me conquistó. Había nacido el amor. Pensé que no sería posible en un mundo para nada idílico, esto de enamorarse. Y eso que uno es un sagasus, y se atreve a llamar stultum a todos los hermanos que le rodean. Pero al final, el sagaz es un hombre, y el monstruo solo destruye. La palabra monstruo resonó en mi cabeza por unos instantes. Tendría que ir al diccionario para buscarlo.

Monstrum: prodigio, el que presagia algún grave acontecimiento/ monstruo, monstruosidad.

“El que presagia algún grave acontecimiento?”, pensé. “Dios mio! He tirado una bomba a la filantropía de este afable universo humano! He hecho el mal, debo arreglarlo!”, pensé para mis adentros. Y decidido a enmendar un error de grueso calibre, cité al lector a estas adorables páginas que ahora lee sin saber que ya ha entablado conversación con este sagaz no participante.

“Usted me ha citado. Digame, queridísimo y sagaz, que se le ofrece?”, preguntaría usted, amable lector.

“Efectivamentem, queridisimus. He pensado largo y tendido sobre lo que me dijo el otro día (por “largo y tendido” entiéndase 5 minutos antes de irme a dormir y una búsqueda de diccionario). Una afrenta que apenas ha superado mi sagacidad, pero que mi orgullo de hombre ha visto más comprometedora aún.

“No le culpo por ser un imbécil, estimado”, dice un tanto de soslayo el marqués lector participante.

“De ningún modus le permito la afrenta. Creo haber sido sincerus al aproximarme al tedium que requiere abordaro este asuntum tan particularitus del que se trata GoT”, le digo, un poco con sorna. Algo me decía que los latinismos no se detendrían hasta muy avanzado el encuentrum. Seguí: “El hype es un elemetiam esencialus en la creación de cualquier ficcionitas, non me malinterpretiam, estimadisimus”


"Efectivamentem, queridisimus", espetó el conde Sagasus

Quise dejar en clarum que se había poseído de mi cuerpum un spiritas de afectación y derroche de lujo y galantería. No podía detenerum. Todo se hacíam dificilitae por mi animosa predispositio a la exageratio de mi suntuosa lingua. No pude salirme con la mía. La excusa había perdido el brío en mi garganta antes de ser proferida. Solo llegué a emitir un débil sonido, farfullando con la poca capacidad de los músculos de la lengua, en un vano intento de hacerme merecer el respeto debido de caballero: “Ist qua soy un sagasus”, susurré, las venas del cuello apretadas contra el cuello de la fina levita. Había caído en la cuenta de la inútil repetición a la que me sometía y que había perdido su efecto humorístico algunos párrafos atrás. La explicación cobró, por último, aquellos tintes de estupefacción y patetismo que, a fuerza de mi alma toda, intentaba no imprimirle a mis palabras. Había dejado en claro una cosa: Era un canalla, voz debilitada, orgullo apabullado. Ignominioso banquete el que me había montado para que se lo comiesen, al final y un poco por lástima, las ratas de la desdicha y la afrenta.

“Otra afrenta más y moriré aquí mismo”, me dije.

Pero el lector redobló la apuesta y se mostró compasivo. Se lo debo, es un favor que, como el caballero que soy, deseo fervientemente que se haga honor a tan humilde espíritu humano. Me dejó publicar estas palabras, me escuchó atento y parsimonioso. Me ha dejado explicar el punto, y ahora ha desistido en salvarme de las garras del demonio de la ignominia. Y no puedo sentirme más a gusto con su decisión. Porque me lo merezco, soy un canalla. Un canalla sagasus, un caballero de la afrenta y la desdicha, y me hago eco (Umberto) de mis honores como sagasus muriendo como tal. Finalmente le dije al lector: “Usted tiene razón, soy un canalla. Jamás volveré a enfrentarme al mundo. Ahora quiero paz (Marcos), y se la debo a usted, señor, que me ha abierto las puertas del entendimiento con una facilidad que dejaría perplejo al prestidigitador más talentoso”.

“No hay de qué”, me dijo, sonrisa burlona en cara.

Aquella sonrisa majestuosa, pero vil, malintencionada. En mis entrañas se revolvió el caldo de la ira. Un jugo espeso y corroído me subió por el tubo, llegando a acidificar mi paladar, y evaporándose como los efluvios de una noche de rocío. Antes de largarlo, como un grito acuoso, quise doblegarlo y comprimirlo para dejar lugar a una última astucia. Algo que logre imprimirle a mi afrenta publica algún toque redentivo. Una jugada de ajedrez maestra, una inesperado giro de tuerca a lo Henry James. Busqué en los fondos más oscuros de mi mente, tanteando la oscuridad para hallar un escondite y un pozo, donde oscila, por arriba, el filo brillante de un péndulo. Me acerqué al pozo, inclinando levemente la cabeza hacia delante para escudriñar el interior. Allí encontré a una dama vestida de blanco, cuyos dotes y silueta, recortada contra la negrura del pozo, resaltaban audazmente sus cualidades: la blancura de la piel, la marca de la inocencia. Pero algo de su fisonomía no estaba en tono con su exuberante porte. Las muecas del rostro. Esas muecas se contorsionaban, mostrando un semblante de agonía y pesadumbre; los ojos tristes y la mueca de un asco interior se apartaban de cualquier semblanza general de una mujer en bienestar psíquico. Aquella musa subió del fondo hasta arriba, donde me encontraba, sitiado por los demonios de la parálisis. SE acercó al oído y me susurró, casi sin aliento, un tono que se asemejaba extrañamente al gutural, pero en tonos bajos, casi latidos, muertos por el espasmo de la garganta, inútiles y que desecharon la longeva practicidad de las cuerdas vocales humanas para comunicar ideas, tan abominables en este caso, como la negrura del pozo. Contemplé, no sin desconcierto, como los labios comenzaron a dibujar un fresco terrible sobre el aire, ingresando por mi oído izquierdo, y culminando en la vena aorta, apretándola, después de recorrer todos los recovecos del fibroso cerebelo. La dama había aventurado un pensamiento atroz y despiadado! Mientras lo ejecutaba, maldecía y se reía, y yo, indefenso, me retorcía, rechazando la idea temerosa, una idea repleta de un daño colosal. Repitió la frase cuantas veces creyó necesario, y ahora, devastado, no podía olvidarlas:

“Péguele al lector donde más le duele”

Recordé súbitamente que llevaba conmigo un pedazo de cartón y un fibron indeleble Faber Castel (ambos convenientemente guardados en el interior de mi levita), y comencé a trazar unos despiadados mensajes sobre el marrón del cartón, con el pulso herido y quejumbroso. Logré, a duras penas, un mensaje lo suficientemente convincente como para deslumbrar al lector y sumirlo en un pozo de depresión instantáneo. Antes de que se retirase, tomé al lector por la solapa del cuello, lo traje hacia mí, dándole un caluroso abrazo fraternal. Entrelacé mis brazos, acercando el cartón, ahora convenientemente provisto de un pequeño moño de cinta adhesiva, y se lo pegué debajo del cuello, afirmándolo con suaves palmadas que me esforzaba en encubrir por un apaciguamiento de su ánimo, entrelazado con palabras de afecto y consideración por la anterior reyerta. El lector se alejó, feliz de haberse reconciliado con un no participante, y yo, vilmente parado, bajo un cielo gris que anunciaba una terrible tormenta, viéndolo escapar, despreocupado, ignorando la bajeza de la que había sido víctima. Me imaginé su cara al leer la odiosa frase. Cuanto horror! Cuanta ansiedad que encierra el mundo del hype, mis estimadus! No tiene fin, la desgracia. Aquella desgracia que, como dice Poe, conforma un vasto arcoíris de padecimientos, tan diferentes pero íntimamente ligados entre sí. E inevitables. Con aquello me contenté. Con la ansiedad y agonía que someterían los nervios del lector, al descubrir, en un errante intento de rascarse un omóplato, la existencia del terrible cartel, que rezaba, ni más ni menos que:

“Si el final le decepcionó, espere el nuevo libro”

No serviría de mucho tiempo, quizás el libro terminara por salvar la serie. O no? Qué tal si la hunde? Qué tal si las esperanzas son enviadas a una fosa común de pestilencia? No hay pruebas que refuten un triunfo, como tampoco un nuevo y posible fracaso. Aquel lector, indefenso, se pasaría horas frente a la computadora, esperando el ansiado lanzamiento. Y mientras tanto, yo sonreía como demonio impío ante su inevitable sufrimiento.
Estoy ataviado con fina levita, suntuosa galera y monóculo inglés, querido lector, pero he hecho esto y cosas peores… Porque soy un sagasus...

29 de marzo de 2019

Sin título


No les traigo un poema político
Ni un discurso privado
Esto nace del alma
Honesto y angustiado
El hombre, que es fuerte
Y erguido
Con la frente alta
Como sus padres le han dicho:
“No llore, a usted nada le hace falta”
Pero quien me dice
Lo que me hace falta
Si a veces un niño me creo
Un crio ingenuo
Que carga una espada
Y un escudo de lata
Que arremete contra los monstruos
Sombras horribles, sin rostro.
Cuando me caigo
Sobre los pies me levanto
El peso puesto en los hombros
Con ellos cargo
El peso más pesado
El crimen de los otros
Y junto a ellos mi pasado
El propio, y no el ajeno
Que en esta vida
Más vale andar liviano,
Las cargas que sobran
Nos dejan invalidados.

La vida me ha enseñado
Que los monstruos no son de cuentos
Existen a nuestro lado
Visten de cuero y fieltro
Y tienen el rostro machucado
Por los males que han cometido
Sobre las pobres mentes
De inocentes y perdidos
Las manos más grandes
Poderosas, sin guantes
Todas ellas cubiertas de sangre
Son aquellas las que estrangulan
El amor y el arte.
Por eso los busco
Pero los pierdo de vista
Quizás no soy buen buscador
Me hace falta una guía.

Pero siguiendo mi corazón
He llegado por una vía
Agrietada y abandonada
Que descansa sobre una loma despoblada.
Encontré renacuajos y bichos raros
Pero aunque peligrosos se vean
A nadie le hacen daño

Y detrás de las casas bajas
Hombres tiesos, levantando las palas
No se mueven ni se inmutan
Solo contemplan la mirada
De los que pasan sin voltear la cara
Los que se apresuran a pasar de largo
Y no verles la tez ajada
Y ellos allí clavados
Entre la miseria y el espanto
Son muchos, son hombres varios
Pero aunque peligrosos se vean
A nadie le hacen daño

Con esto ya he demostrado
Y me quedo seguro
De no estar equivocado
Son muchos los hombres
Que parecen peligrosos
Pero las apariencias engañan
Los ponzoñosos son otros
Todas las veces
Que mis pies
Este suelo han hoyado
No será la última vez
Que me doy consuelo
Que mirando los techos
Bajos y cerrados
Y aquellos niños achaparrados
Que juegan siempre en el barro
Estoy seguro
Que a nadie le han hecho daño

Mientras escribo estas líneas
Mi pecho se desgarra
No sé si es un recuerdo
Pero duele como dagas
Clavadas en la espalda
O será esta realidad
Que rasguña con sus garras

Pero yo no bajo los brazos
Las alzo bien alto
Aunque combativo,
También soy manso
Aunque solitario
Más vale solo que mal acompañado
No se ofendan, mis amigos
A ustedes los conservo a mi lado.

Y a los traidores y los blandos
Mejor no verlos y olvidarlos
Saben qué? A veces pienso
Un poco enojado
Que gracias a ellos
Los chicos achaparrados
Hoy juegan en el barro