Pongo la carne al horno Essen. La salteo en aceite de oliva extra virgen, un par de vueltas nada más, con eso basta. Me acerco a la estantería de la cocina, saco un poco de sal, condimentos varios, y las verduras de la heladera. Mientras estoy cortando la cebolla, comienzo a depositar las primeras lagrimas de ácido sobre la mesada. "Esta cebolla dice cosas hirientes" es el chiste que siempre se me ocurre cuando corto cebolla; es un chiste básico, casi dependiente de la gracia con la que se lo ejecuta, y como sé que esa gracia me hace un poco de falta, prefiero guardármelo en mi cabeza, un refugio donde los chistes básicos salen bien. Coloco las verduras picadas sobre la carne y condimento el manjar. Un toque de vino tinto para realzar las sabores de la carne roja (ya sellada), y tapo la olla luego del caldo de verduras. Ahora es solo cuestión de tiempo, esperar.
Se me ocurre una buena
idea destapar una lata de cerveza Patagonia 24/7, una ipa bien amarga y fresca
para la ocasión de verano. Al llevarme el brebaje a la boca, siento esa agradable
sensación de un brazo de satín deslizándose por la garganta. Es como una
levedad fría, un ser incompleto, un liquido, un "no-solido", que
acaricia las fauces y desprende cierta cantidad de explosiones químicas
agradables en el cerebelo (información científicamente no chequeada, podría ser
el lóbulo frontal, pero me niego a googlear semejante huevada). Después de dos
a tres sorbos, ya estoy dentro de su dominio: el dominio Patagonia. A esto
siguieron unos tragos más, luego un par de latas más. Al terminar el par de
latas, otro par de latas más, ambos pares engullidos en el termino de hora y
media, lo que dura la cocción total de la carne a la Essen. Al completar la
temible ingesta, aún quedaba lo más importante, la comida. Así es... Había
bebido la totalidad de la cerveza antes de la comida, con el estómago vacío. No
se necesita ser un experto en anatomía para conocer de antemano lo que tal
empresa genera en el cuerpo humano.... No lo vayan a googlear. Si lo anterior
era una huevada, esta es una estupidez meteórica. Lo cierto es que al llevar la
olla Essen hacia la terraza, donde la mesa estaba preparada con los comensales
navideños, la vista comenzó a tumbarse levemente hacia la derecha, dando
círculos completos alrededor de la faz terrestre. Se me ocurrió que el mundo
pretendía escapar de sí mismo dando piruetas, pero en unos pocos segundos pude
verificar que se trataba de MI propio mundo el que daba brincos. Disimulé lo
mejor que pude mis piruetas de mundo y me dediqué a servir a cada uno de los
comensales su debida porción de carne. Tengo que agregar que esa olla se paga a
cada minuto de mi vida. Había salido espectacular, y no faltaron las debidas
congratulaciones al... Cocinero? No, en realidad al fabricante de Essen.
Totalmente merecido.
El banquete, ya
devorado casi por completo (unas alimañas los comensales), nos sentó muy bien a
todos. Nos quedamos, manos en regazo, disfrutando de los últimos vestigios de
fuegos artificiales. Yo miraba todo aquello con un sentir de deja-vu en el
pecho. Atiné a decir: "Cada vez menos cohetes, eh"... Como decían los
ancianos de antaño, pero un poco parodiando ese mismo pensamiento
científicamente inchequeable. Ahora que
lo pienso, ¿quién se pondría a contabilizar los cohetes tirados desde una
perspectiva histórica? Sería el trabajo menos redituable posible, y otra
huevada más como googlear cuantos minutos de vida tiene un ser humano promedio
(no me digan que lo hicieron, por favor).
Me acerqué un poco a la
baranda para ver el espectáculo de fuegos artificiales. Un disparo de rojo por
un lado, otro disparo de verde por otro, luego un centelleo de azules, y un
leve olor a pólvora en el aire. Algún pobre perro ladrando a lo largo y ancho
del barrio (los pirómanos de turno nunca van a comprender, o quizás se niegan a
comprender, el daño que hacen), el nene de al lado corriendo por la vereda, el
abuelo que le grita sin decoro: "Hasta ahí!", una risita del niño, y
una desobediencia. Todo esto se amontonaba ante mis ojos al tiempo que las
figuras danzaban como si todo se cayera por el costado, otra vez mi mundo dando
brincos. De repente, atiné a percibir una lejana voz desde el fondo de la
calle. Parecía la voz de un duende, o algún ser mágico. Se acercaba por el
aire, pero daba la impresión que su voz procedía de la calle. De todas formas,
si procedía de la calle, el ser tendría alguna extraña habilidad para mutar la
procedencia de su voz, o en su defecto, cambiarla de posición, para distraer al
receptor. En un momento creí tenerlo a mi lado, tan cerca como para susurrarme al
oído. En otro momento, casi que parecía venir del cielo, o más allá de los
eones, evocando una metáfora estilo Lovecraft. Su risita... Cómo olvidarla? Era
diabólica, traía consigo una maldad incalculable, casi malsana. Era una risita
que escondía algún pensamiento terrible, algo como: "Me comí a la madre,
el padre, los abuelos, y dejé para el postre a los niños". Intenté alejar
de mi mente bamboleante la risita del duende y su influjo maldito, pero solo
alcancé a volver más nítidas aquellas impresiones. Cuando menos me lo esperaba,
el duende, un ser achaparrado de no más de metro veinte, emergió de las
profundidades de algún lugar intangible (ni la calle, ni el cielo, de eso estoy
seguro) y se materializó con la agonía de un martillazo en el dedo.
-Ah, que locura! -se
detuvo un poco para tomar aire. -No sabía que la materialización en este mundo
era tan dolorosa.
Le pregunté quién era y
que hacía allí. Pude observar, atónito, que el ser había detenido el tiempo,
puesto que mis familiares estaban paralizados, como en una escena pausada al
azar en una película de los 50' en blanco y negro. El ser se dio media vuelta,
me miró de reojo, y soltó una cantidad inefable de puteadas anticristianas,
todas encadenadas por una perfecta concatenación de palabras, sustantivos y
adjetivos de origen soez, algunos extrañamente llamativos, otros venidos de
alguna jerga tumbera, y otros simplemente tan barriales como un canapé de
mondongo.
Realmente no recordaba
que el Grinch fuera un artista de los insultos compulsivos, pero este duende
extraño que se hacía llamar a sí mismo como tal, me daba una sensación
ambivalente: no podía juzgar si era real o fantástico. No lograba dilucidar si
me estaba gastando una broma algún familiar, aprovechando mi borrachera
temprana, o si era una alucinación propia producto de la ingesta de algún fármaco
escondido en una lata de Patagonia (esto sería factible si pensamos que fueron
compradas en un chino de barrio muy extraño y casi vacío). El duende me sacó de
mi ensimismamiento explicándome de donde venía y el dificultoso viaje que lo
trajo hasta la tierra. "Vengo de bilbolandia", me dijo, con un ojo
puesto en mi labios en defensa ante cualquier atisbo de burla. Le dije que, con
todo respeto, no pretendía burlarme, pero estaba curioso de saber por qué portaba
este nombre una tierra real. "Porque el rey lee mucho Tolkien.
Contento?", su pregunta sonó un tanto agresiva. No, no estaba contento con
esa respuesta. Quien le pone a su reino el nombre de un personaje de ficción?
Luego recordé todos los pueblos y lugares que fueron nombrados en base a santos
y personajes bíblicos. No dije nada, lo respeto. Le pregunté si en Bilbolandia
la literatura humana había llegado por algún motivo, colada en algún viaje
astral por un drogadicto o un adepto a los viajes astrales producidos por
estupefacientes o sahumerios baratos. Bilbo D-25, porque así se llamaba (a
pesar de ser un duende y no un hobbit), solo se limitó a carraspear su ominosa
voz e insinuar la idea, bastante obvia para él, que la literatura humana no era
tan especial como nosotros lo creíamos, que llegaban toneladas de papel escrito
por manos huesudas, hiperconocidos bestsellers terrestres a Bilbolandia, por
intermedio de un librero de Plaza Italia que conoce a todos los enanos y
duendes que pueden mantener relaciones con la Tierra. Me descoló la idea de que
un vendedor común y corriente pudiera lograr semejante cosa, solo por medio de
abuso de sustancias. Conozco miles de personas que consumen esas mismas porquerías
y lo más sobrenatural que sale de sus bocas es un grito de espanto ante la
posibilidad de que se haya acabado la mota. Quise saber un poco más acerca de
la literatura propia de los duendes, pero Bilbo D-25 me dijo que "otro
día" me lo contaría. "Una historia muy larga" agregó, y siguió
explicando el fanatismo del rey de Bilbolandia por los libros de Tolkien.
Cuando se hartó de
hablar, insistió en que pusieran un cartel en la Tierra que dijera "Es
mejor estar muerto que vivir acá"; "Sería de gran ayuda para
cualquier viajero espacial que quisiera, por infortunio, detenerse unos minutos
en este desastre". Me sentí ofendido, pero supuse que tenía razón. Le
pregunté como hizo para llegar hasta acá. Me dijo que estaba de viaje, buscando
una nueva via de comercio interdimensional que uniera Bilbolandia y un cruce de
contrabando para traficar almohadones de Pikachu, estrictamente prohibidos en la
Aduana de duendes. No quise saber muchos detalles sobre esa prohibición, pero
me preguntaba cómo hizo para perderse un ser mágico tan sabiondo. El me leyó la
mente y contestó: "Se me perdió la guía para viajeros interdimensionales. Bueno,
en realidad, se me perdió la guía sobre cómo leer la guía para viajeros
interdimensionales." No sé por qué, pero eso me causó gracia, solo que
contuve el aliento para no ofender a Bilbo. "No sé qué te causa
gracia", lanzó Bilbo como una bala que me atravesó, desprevenido. Recordé
el chiste de la cebolla hiriente y no me atreví a romper el hielo con esa
porquería, solo dejé fluir el ambiente. Al cabo de unos minutos de hablar de su
tierra y de lo mullidos y necesarios que eran los almohadones de Pikachu, Bilbo
decidió marcharse con un ademán pintoresco. Me recordó a un caballero del siglo
XII en una corte medieval, pero más pequeño, y más gruñón... Y más tonto
también... Y mucho más despistado tal vez. Así fue que, al salir disparado
hacia los cimientos terrestres con un estallido, dejó caer un pequeño librito
tamaño bolsillo (tan pequeño que podría ser usado de llavero) que rezaba: Guía
para entender la Guía para viajeros interdimensionales. Quise gritarle desde la
terraza, pero el chillido solo fue escuchado por mis parientes estupefactos. Mi
tío habrá pensado que dejar Patagonias a mi alcance era una mala idea. Lo
cierto es que Bilbo nunca me escuchó, y me quedé con ese precioso librito
tamaño pequeño que guardé un tiempo en el bolsillo hasta el final de la velada.
De hecho, todavía lo conservo como recuerdo.
Para resumir lo
acontecido, voy a agregar que luego de la visita de Bilbo, tomamos sidra y
comimos turrón, charlamos y reímos un poco con mis familiares. Antes de que
todos se fueran a dormir, había que llevar a mi tío a su casa. Mientras todos
se preparaban, quedé a solas con el pequeño libro que había dejado Bilbo. Al
sacarlo, le di un par de vueltas, lo abrí y lo ojeé un poco. En la primera
página estaba escrito: "Para leer esta guía necesitará la Guía Definitiva
para leer la Guía para entender la Guía para viajeros interdimensionales".
Cerré el librito con sumo cuidado, y pensé: Ojalá se encuentre bien el pequeño
Bilbo.
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