Prefiero
la cerveza negra. Los tonos oscuros, el sabor de la malta y la espuma
chocolate. Saben mejor en la boca llena de amarguras. Saben mejor solo, como
acostumbramos a estar. Debe estar fría, helada. Debe entumecer los dedos al más
mínimo roce. Debe beberse de la lata, directo, sin intermediarios. Debe
degustarse, unos segundos, no más de dos, antes de tragarla. No debe calentarse
en el paladar; ¡Herejía si las hay! Se toma sola, y solo, como acostumbramos
estar. Mejor tomarla en pena, para remojarlas. Así se hinchan y explotan… Se
olvidan. Se toma sola y solo, porque así funcionan las cosas. En su propio
mundo, donde no hay enemigos, ni incordios, ni el miedo que durante las mañanas
cobra grandes dimensiones y por la noche se esfuma, siempre al lado de una
negra. Si la tomo es porque me gusta su color. Porque es negra y oscura, pero
no enturbia el corazón. “7° de alcohol tiene la Stout”, leí destrás de la etiqueta. Uno más, uno menos, ¿A quién le importa? ¿Alguna vez alguien se
preocupó por el algebra alcohólica? Algebra, que estorbo… Eso me recuerda a un
profesor de matemática de la secundaria. Solía colgar el sobretodo sobre el
respaldo de la silla; desprendía un hedor a licores y cervezas extravagantes. ¿Por
qué “extravagantes”? Porque apenas tenía 16 años, y ¿qué sabía un pobre
adolescente de los matices de la bebida? Antes de arruinarla, prefería
dedicarme a descubrir los secretos divinos del arte de la voluptuosidad, de la
proximidad de los cuerpos. Porque era adolescente y de bebida no entendía nada.
Tampoco ahora sé mucho. Tampoco ahora bebo mucho. Elijo momentos especiales
para destapar una negra y dejarme llevar. Mi profesor me estaría alentando: “¡Destape
esa negra, Meca!”, me diría desde la otra punta del aula. Y yo le sonreiría, un
poco penoso, y otro poco con pena; pena por él, por su fanatismo irreflexivo,
incurable. ¿Quién diría que las bebería como jugo de naranja? Es una locura.
Pensar que en algún remoto pasado ser abstemio parecía algo natural, y de
repente uno se encuentra con una pila de botellas y etiquetas rotas y mojadas,
reposando a su lado, rodando por el piso encerado, goteando por el cuello. Las
bebo y las abandono, como la vida hace conmigo. Las vacío, las arrojo, las dejo
paradas sobre un mueble, sobre la mesada, sobre el escritorio. No se tiran
hasta que se solidifican con el ambiente, cuando uno ya no distingue entre
libros y el vidrio oscuro. Cuando revolvemos entre los pequeños tomos de la
biblioteca del Centro Editor de América Latina, de los antiguos volúmenes de Gredos
en tapa dura, y los rústicos de Random House; y bajo esa pila de papeles, un
pico brillante que nos apunta y sobresale como el final de una filosa lanza. A
veces intento sacar una que quedó al fondo de un Quijote y un poemario, pero
estaba tan enterrada como las raíces de un olmo. Decidí dejarla allí, todavía
no me decido a sacarla. Y no quiero que se me malinterprete. Bajo ninguna
circunstancia soy un borracho. Me niego a tan nefasto epíteto. Me conformo con
un “señor bebedor”, porque entre bebedor de gaseosa y catador de vino, prefiero
que me llamen por lo que parezca más maduro. Nada de tomar leche, ni mucho
menos con cacao. No tengo nada en contra de la leche chocolatada, pero no la
pediría en un bar, donde la barra se llena de ojos que nos miran. Una vez
descubrí a un hombre curioso, vestido con un suéter negro a cuadros, un pantalón de vestir de un gris pardo y zapatos negros bien lustrados, que relucían a través de una tenue luz amarillenta. Lo vi sentado, inclinado levemente hacia mi, pero se daba aires de desinterés. "Una botella de agua, por favor", pedí en la barra. Y entonces lo vi sonreír. Algo de aquella situación de pedir un agua a esas horas de la noche le resultó gracioso. "Tenía
sed, eso es todo", pensaría más adelante. Creo que en ese momento sus labios pronunciaron en voz baja algo como “nene de
mamá”. No pude soportarlo y pedí un whisky on
the rocks. El hombre me escuchó y se sorprendió. Se quitó el sombrero y me
dedicó una reverencia. Al retirarse de la barra, pasó a mi lado y me susurró: “Usted
es un verdadero caballero”. “Y todavía no me vio aventurarme en la ginebra”, le dije, al tiempo que le dibujaba una sonrisa de confianza. Todos me
aplaudieron, pero cuando iba a darle un sorbo al whisky, el borde del vaso
chocó contra un diente y la bebida dorada se derramó sobre mi regazo. Todos
dejaron de aplaudir para dar lugar a unos aborrecibles abucheos. Me tuve que ir
porque me sentí avergonzado.
Y
ahora me quedé sentado acá. Bebiendo a sorbos una negra, como mi profesor me
habría dicho que hiciera. “Tomala ahora que está fría”, me habría dicho, pero
él no sabía que la había dejado calentar unas horas sobre el escritorio, justo
al lado de un Quijote. Cuando la quise tomar, el trago descendió lento y
pastoso como un pedazo de moco. Se había solidificado con el ambiente. No
esperaba menos de un ambiente tan cargado de libros de Bukowski. Al final, la
fui tomando despacio. Después de todo, tengo otra en la heladera, y no tengo
apuro en tomarla. Me gusta ser todo un caballero, y los caballeros saben
esperar.
a falta de amor se destapa una corona bien fria esperando q alguien llegue a salvarlo
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