28 de marzo de 2019

Cerveza Negra


Prefiero la cerveza negra. Los tonos oscuros, el sabor de la malta y la espuma chocolate. Saben mejor en la boca llena de amarguras. Saben mejor solo, como acostumbramos a estar. Debe estar fría, helada. Debe entumecer los dedos al más mínimo roce. Debe beberse de la lata, directo, sin intermediarios. Debe degustarse, unos segundos, no más de dos, antes de tragarla. No debe calentarse en el paladar; ¡Herejía si las hay! Se toma sola, y solo, como acostumbramos estar. Mejor tomarla en pena, para remojarlas. Así se hinchan y explotan… Se olvidan. Se toma sola y solo, porque así funcionan las cosas. En su propio mundo, donde no hay enemigos, ni incordios, ni el miedo que durante las mañanas cobra grandes dimensiones y por la noche se esfuma, siempre al lado de una negra. Si la tomo es porque me gusta su color. Porque es negra y oscura, pero no enturbia el corazón. “7° de alcohol tiene la Stout”, leí destrás de la etiqueta. Uno más, uno menos, ¿A quién le importa? ¿Alguna vez alguien se preocupó por el algebra alcohólica? Algebra, que estorbo… Eso me recuerda a un profesor de matemática de la secundaria. Solía colgar el sobretodo sobre el respaldo de la silla; desprendía un hedor a licores y cervezas extravagantes. ¿Por qué “extravagantes”? Porque apenas tenía 16 años, y ¿qué sabía un pobre adolescente de los matices de la bebida? Antes de arruinarla, prefería dedicarme a descubrir los secretos divinos del arte de la voluptuosidad, de la proximidad de los cuerpos. Porque era adolescente y de bebida no entendía nada. Tampoco ahora sé mucho. Tampoco ahora bebo mucho. Elijo momentos especiales para destapar una negra y dejarme llevar. Mi profesor me estaría alentando: “¡Destape esa negra, Meca!”, me diría desde la otra punta del aula. Y yo le sonreiría, un poco penoso, y otro poco con pena; pena por él, por su fanatismo irreflexivo, incurable. ¿Quién diría que las bebería como jugo de naranja? Es una locura. Pensar que en algún remoto pasado ser abstemio parecía algo natural, y de repente uno se encuentra con una pila de botellas y etiquetas rotas y mojadas, reposando a su lado, rodando por el piso encerado, goteando por el cuello. Las bebo y las abandono, como la vida hace conmigo. Las vacío, las arrojo, las dejo paradas sobre un mueble, sobre la mesada, sobre el escritorio. No se tiran hasta que se solidifican con el ambiente, cuando uno ya no distingue entre libros y el vidrio oscuro. Cuando revolvemos entre los pequeños tomos de la biblioteca del Centro Editor de América Latina, de los antiguos volúmenes de Gredos en tapa dura, y los rústicos de Random House; y bajo esa pila de papeles, un pico brillante que nos apunta y sobresale como el final de una filosa lanza. A veces intento sacar una que quedó al fondo de un Quijote y un poemario, pero estaba tan enterrada como las raíces de un olmo. Decidí dejarla allí, todavía no me decido a sacarla. Y no quiero que se me malinterprete. Bajo ninguna circunstancia soy un borracho. Me niego a tan nefasto epíteto. Me conformo con un “señor bebedor”, porque entre bebedor de gaseosa y catador de vino, prefiero que me llamen por lo que parezca más maduro. Nada de tomar leche, ni mucho menos con cacao. No tengo nada en contra de la leche chocolatada, pero no la pediría en un bar, donde la barra se llena de ojos que nos miran. Una vez descubrí a un hombre curioso, vestido con un suéter negro a cuadros, un pantalón de vestir de un gris pardo y zapatos negros bien lustrados, que relucían a través de una tenue luz amarillenta. Lo vi sentado, inclinado levemente hacia mi, pero se daba aires de desinterés. "Una botella de agua, por favor", pedí en la barra. Y entonces lo vi sonreír. Algo de aquella situación de pedir un agua a esas horas de la noche le resultó gracioso. "Tenía sed, eso es todo", pensaría más adelante. Creo que en ese momento sus labios pronunciaron en voz baja algo como “nene de mamá”. No pude soportarlo y pedí un whisky on the rocks. El hombre me escuchó y se sorprendió. Se quitó el sombrero y me dedicó una reverencia. Al retirarse de la barra, pasó a mi lado y me susurró: “Usted es un verdadero caballero”. “Y todavía no me vio aventurarme en la ginebra”, le dije, al tiempo que le dibujaba una sonrisa de confianza. Todos me aplaudieron, pero cuando iba a darle un sorbo al whisky, el borde del vaso chocó contra un diente y la bebida dorada se derramó sobre mi regazo. Todos dejaron de aplaudir para dar lugar a unos aborrecibles abucheos. Me tuve que ir porque me sentí avergonzado.

Y ahora me quedé sentado acá. Bebiendo a sorbos una negra, como mi profesor me habría dicho que hiciera. “Tomala ahora que está fría”, me habría dicho, pero él no sabía que la había dejado calentar unas horas sobre el escritorio, justo al lado de un Quijote. Cuando la quise tomar, el trago descendió lento y pastoso como un pedazo de moco. Se había solidificado con el ambiente. No esperaba menos de un ambiente tan cargado de libros de Bukowski. Al final, la fui tomando despacio. Después de todo, tengo otra en la heladera, y no tengo apuro en tomarla. Me gusta ser todo un caballero, y los caballeros saben esperar.

1 comentario:

  1. a falta de amor se destapa una corona bien fria esperando q alguien llegue a salvarlo

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