La estrechez de
mente es un síntoma prolifero en el siglo actual; si no se trata de una
epidemia concienzudamente desperdigada por el mismo Dios, no será más que lisa
y llanamente un mal humano y corriente, casi atávico y arraigado en las
profundidades de los hombres y las mujeres. Hacemos, decimos y entendemos el
mundo a través de pensamientos parciales y prejuiciosos, esquivamos
determinadas situaciones por miedo puro, o tal vez nos dejamos llevar por una
corriente social cuando deberíamos imponer un poco el poder de nuestro
entendimiento para hacernos respetar con determinación. Estos y otros errores
siguen siendo íntimamente humanos, y no deberían avergonzarnos más de la
cuenta. Lo que sí debería avergonzarnos es no poder poner razón y mente en el
corazón, cuando este se encuentra parcialmente dominado por la ira, el miedo y
las fobias (sentimientos negativos que nos roban gran parte de nuestra
vitalidad). Pero parece más fácil decirlo que hacerlo, o no? Pues bien, lo es.
Es difícil, sin lugar a dudas. Aún más teniendo en cuenta que con la sola
voluntad no podemos cambiarnos por completo, ni tampoco en parte, si esa misma
voluntad no viene de la mano de una sesuda puesta en acción de las reflexiones
hechas en la cabeza. Ponerse manos a la obra es tan necesario y clave como el
pararse en seco para reflexionar y pensar sobre la situación actual que nos
ampara al momento. Tampoco se trata de pensar y repensar, actuar y repensar lo
ya actuado también, como si se nos fuese la vida en ello. Debemos dejarnos llevar,
y actuar por impulso en determinadas ocasiones, sólo que, tal vez, no dejar a
ese espíritu de impulsividad tomar las riendas de nuestra vida. De esto vengo a
hablar: la estrechez mental que nos contamina al momento de tomar decisiones
(financieras o laborales) , dejarnos llevar (o no), cortar o empezar relaciones
de todo tipo, y un sinfín de etcéteras. Parece más simple dejarnos llevar en
todo momento; o tomar decisiones afines a las decisiones que otros ya han
tomado en una situación similar. Creemos que al copiar inconscientemente los
pasos de los otros, trazaremos el mismo camino de huellas hacia el éxito que
tanto nos afanamos en lograr. A veces, esta actitud temeraria no solo ignora
las razones más profundas del alma (las necesidades reales que albergamos en el
pecho), también se muestran incompatibles con las situaciones particulares que
nos competen. Copiar siempre fue más simple, de eso no cabe dudas. Alivia la
compleja necesidad psicológica de que "se está obrando bien" porque
el "otro obra igual". Pero, lamentablemente, no podemos estar más
equivocados. La ilusión de igualdad que los ojos proyectan sobre los otros, es
tan engañosa como el mundo de los sentidos y las sensaciones: todo puede
engañarnos o darnos una falsa idea de lo que el otro ha hecho, está haciendo, o
hará en algún momento. A su vez, la imagen que poseemos de un otro es engañosa:
sus triunfos, sus penas y malestares, su personalidad y su contenido general
como persona o individuo. Se trata más de una "imago" (empleando un
termino de Jung) desarrollada por un sistema neurótico de obsesiones con las
ideas y los valores que hemos mamado en la infancia. Estas obsesiones las
proyectamos sobre los otros, y en los otros no queda más que proyecciones intrínsecas,
evanescentes y engañosas, de la persona real que conforma a ese otro. Es un
otro significado por proyecciones propias, anhelos y deseos íntimos de fundirse
con un ideal que solo existe dentro de la consciencia. Por ejemplo, cuando un
obsesivo posee en su cabeza la imago de una persona o cosa, la idealiza al
punto de despojarla de su entidad material y mortal. La desglosa tanto en la
idea platónica que la contiene, que la persona o cosa pierde su verdadera
forma. Se vuelve una sombra de proyecciones positivas, donde los errores, los
vicios e imperfecciones quedan pulidos tan amablemente por la mente que
proyecta, que nos propicia una sensación de querer fundirnos con ese otro que
nos topamos, ya que así dejaremos de ser imperfectos nosotros mismos. No tengo
que recalcar acá lo absurdo de todo el tema; es evidente, y se cae de maduro.
Las obviedades son aquellos vestigios de la realidad que la mente obsesionada
no puede ver más, porque se encuentra obnubilada por el objeto o persona que lo
obsesiona. A la luz (o la sombra sería más correcto decir) de las obsesiones,
todos los objetos y sujetos cobran matices imaginarios que no les corresponden
en el plano terrenal ni material; están idealizados por sobre todo lo demás
que, a los ojos del obsesionado, se muestra mucho más cotidiano y aburrido de
lo que realmente es, en comparación con el objeto de su obsesión. Así ocurre
con tantos fanáticos de cualquier facción política, o cualquier fan de alguna
banda o género musical (y con esto no quiero prejuzgar a nadie en particular
dando nombres especificos, ya que todos somos obsesivos con algo en algún
punto), o simplemente con el hombre de familia que se parte el lomo trabajando,
y en varias ocasiones albergamos la sospecha de que comparte con sus compañeros
una evidente obsesión por la perfección laboral (ya sea para evitar algún dolor
domestico o personal, o simplemente por pura obsesión con lo reglado y lo bien
hecho). Así me ha ocurrido a mi mismo con determinadas cosas. De niño, las
series de anime me producían una gran obsesión que no podía ocultar. Los trazos
de dibujo, la calidad, la imaginativa creación de mundos imposibles que, a
través de ingeniosos argumentos, se volvían posibles en el terreno científico,
o por lo menos en la inocente mente de un niño de seis años. Más adelante
fueron los libros y las obsesiones con determinados autores. He leído más
literatura de terror y gótica que ningún joven de menos de 30 años (aunque esto
no es chequeable bajo ningún punto de vista, pero me lo creo igual), empezando
desde el mismísimo padre del gótico: Poe, hasta el maestro contemporáneo de la
prosa terrorífica: Stephen King. Conozco tan íntimamente las páginas de los
maestros, las formas, el estilo de prosa, y las técnicas de cliff-hangers, que
yo mismo cultivé por un tiempo, a través de pequeñas reseñas o cuentos, las ya
mencionadas técnicas, no con habilidad similar, porque no me considero tan
experto, pero si con mucha pasión y asiduidad a lo largo de ya casi 14 años.
Y es que las obsesiones
nos propulsan tanto como nos precipitan al abismo. Todo lo que con ellas
hacemos, cuando no están dominadas por la estrechez mental que mencioné más
arriba, nos puede colocar en situaciones ventajosas, de aprovechamiento de
recursos, o para ser mejores o más habilidosos en alguna materia de la vida. El
paso importante es hacer de ello algo elemental, primordial y cercano en lo
inmediato y cotidiano. Que las obsesiones sirvan de propulsión mecánica hacia
las alturas (al menos lo más alto que se pueda ir) y luego se precipiten sobre
las cabezas de los mortales que desean ser mejores, más cultos, más preparados
o simple y llanamente más humanos con respecto a sus congéneres.
Volviendo al tema de la estrechez mental, si no se combate a través de las obsesiones (aquellas que nos instan a ser mejores o las obsesiones de propulsión) y en contra de las malas obsesiones y los vicios inútiles, esta puede dominarnos de principio a fin e instalarlos en una situación doliente de padecimientos. Todos ellos son evitables, y esa es la buena noticia. Aunque no a bajo costo: la voluntad debe imprimirle a los actos cotidianos toda la fuerza de la convicción. Se deben abrir puertas para cerrar otras no muy útiles ni sanas. El encomio de realizar estos actos de voluntad es evidente; nadie quiere hacerlos por temor al fracaso o por pereza. Pero la pereza es de las más vivaces controversias con el ser humano: nos tira para abajo y, en el circulo vicioso de estar decaídos, seguimos tirados, sin siquiera intentarlo. Para vencer el espíritu del decaimiento hace falta una buena cuota de voluntad patria hacia uno mismo y los que lo rodean. Leer clásicos de literatura (o leer cualquier cosa al fin y al cabo), filosofía (los grandes como Platón, Sartre, Nietzsche, Heidegger), y los libros en general, nos permiten estrechar lazos más fuertes con el otro, con familiares, amigos, compañeros laborales o incluso con mascotas. Es una buena forma de vencer malos hábitos, malos pensamientos y figuras básicas del entendimiento que nos son legadas por el exterior no pensante o extremadamente intuitivo. El mundo y la sociedad se manejan de una forma muy violenta y disparatada. No calla nunca el constante rumiar de las malas voces: el egoísmo, la apatía, la conveniencia, la jerarquía social, la avaricia y el desinterés por los demás. Conforman una masa amorfa de malos sentimientos que Jung resumía como "arquetipos del anima", una serie de elementos sensibles e intuitivos, hechos de placeres e impulsos violentos, que el hombre y la mujer, a lo largo de la historia, han intentado esquivar por cientos de años. A la religión se le debe el primordial hallazgo que el hombre civilizado ha intentado emplear en las vivencias totales de las cosas: evitar el ocio excesivo, los placeres carnales y los impulsos egoístas. La modernidad no los condena en absoluto, por lo contrario, el capitalismo encuentra su nicho en todos los vicios que puedan desperdigarse con tal de servir como objeto de mercancía. "Mientras se venda, es legal, o se puede, digamos, de alguna forma perpetuar sin mayor escándalo". Y en ella no ve la peligrosidad de tal ideología. Aunque bajo ningún punto de vista estoy acá proponiendo un punto castrativo, religioso o moralista, (y muy lejos estoy de ello), convengamos que abandonarse a la perdición de los sentidos y los placeres mundanos no ha sido nunca gratuito para ningún humano en la Tierra. Tampoco podemos afirmar que los vicios no son necesarios, puesto que algunos de ellos lo son, ya que sin el influjo de su poder los hombres y las mujeres no lograrían siquiera reproducirse. Pero qué hay de aquellos vicios que no forman parte de ninguna misión productiva para todos o alguien? Qué hay del fumar? Qué hay del deseo por la pareja del otro? Qué hay de la sed de sangre o la sed de dinero o poder? Qué hay de todas aquellas situaciones que no traen dicha más que a unos pocos, a merced de la desdicha de muchos otros más? La respuesta a estas preguntas es un poco obvia: pues simplemente existen sin más, aunque hagan el daño que hacen. Quien puede pararles la mano a los influjos negativos del vicio interior? Los libros podrían ser una respuesta; la mente y su poder redentor podría ser otro. También podríamos pensar en la familia, los amigos o las buenas acciones. Digamos que se trata de cosas que entretienen la cabeza, mientras esta no tenga capacidad y tiempo libre para rumiar sobre el vicio, ésta se aleja más y más del centro álgido de la lucha entre malos y buenos pensamientos, y solo queda el accionar bien intencionado. Nadie es civilizado e integro en su totalidad, eso lo sabemos. Tampoco yo lo soy, ni tampoco soy santo de la devoción de nadie. Pero justamente porque conozco los lugares oscuros de la mente, soy de los pocos que más pecho le plantan a los vicios y las malas costumbres. No siempre logro salirme con la mía, pero en mi lucha dejo algunas enseñanzas para mí mismo. Otra cosa no me importa: ser mejor, leer más, escuchar más a los otros, e intentar darles algo que yo tenga en devolución del tiempo que me han concedido mis amigos y mi gente. Así combato la estrechez mental, aunque todavía queda largo camino por recorrer, porque no se llega a ser perfecto en nada a no ser que se acepten las imperfecciones propias y las del otro, y se acepten primero todos aquellos sentimientos negativos que nos surgen de improvisto.