27 de mayo de 2022

Las obsesiones y la mente cerrada

La estrechez de mente es un síntoma prolifero en el siglo actual; si no se trata de una epidemia concienzudamente desperdigada por el mismo Dios, no será más que lisa y llanamente un mal humano y corriente, casi atávico y arraigado en las profundidades de los hombres y las mujeres. Hacemos, decimos y entendemos el mundo a través de pensamientos parciales y prejuiciosos, esquivamos determinadas situaciones por miedo puro, o tal vez nos dejamos llevar por una corriente social cuando deberíamos imponer un poco el poder de nuestro entendimiento para hacernos respetar con determinación. Estos y otros errores siguen siendo íntimamente humanos, y no deberían avergonzarnos más de la cuenta. Lo que sí debería avergonzarnos es no poder poner razón y mente en el corazón, cuando este se encuentra parcialmente dominado por la ira, el miedo y las fobias (sentimientos negativos que nos roban gran parte de nuestra vitalidad). Pero parece más fácil decirlo que hacerlo, o no? Pues bien, lo es. Es difícil, sin lugar a dudas. Aún más teniendo en cuenta que con la sola voluntad no podemos cambiarnos por completo, ni tampoco en parte, si esa misma voluntad no viene de la mano de una sesuda puesta en acción de las reflexiones hechas en la cabeza. Ponerse manos a la obra es tan necesario y clave como el pararse en seco para reflexionar y pensar sobre la situación actual que nos ampara al momento. Tampoco se trata de pensar y repensar, actuar y repensar lo ya actuado también, como si se nos fuese la vida en ello. Debemos dejarnos llevar, y actuar por impulso en determinadas ocasiones, sólo que, tal vez, no dejar a ese espíritu de impulsividad tomar las riendas de nuestra vida. De esto vengo a hablar: la estrechez mental que nos contamina al momento de tomar decisiones (financieras o laborales) , dejarnos llevar (o no), cortar o empezar relaciones de todo tipo, y un sinfín de etcéteras. Parece más simple dejarnos llevar en todo momento; o tomar decisiones afines a las decisiones que otros ya han tomado en una situación similar. Creemos que al copiar inconscientemente los pasos de los otros, trazaremos el mismo camino de huellas hacia el éxito que tanto nos afanamos en lograr. A veces, esta actitud temeraria no solo ignora las razones más profundas del alma (las necesidades reales que albergamos en el pecho), también se muestran incompatibles con las situaciones particulares que nos competen. Copiar siempre fue más simple, de eso no cabe dudas. Alivia la compleja necesidad psicológica de que "se está obrando bien" porque el "otro obra igual". Pero, lamentablemente, no podemos estar más equivocados. La ilusión de igualdad que los ojos proyectan sobre los otros, es tan engañosa como el mundo de los sentidos y las sensaciones: todo puede engañarnos o darnos una falsa idea de lo que el otro ha hecho, está haciendo, o hará en algún momento. A su vez, la imagen que poseemos de un otro es engañosa: sus triunfos, sus penas y malestares, su personalidad y su contenido general como persona o individuo. Se trata más de una "imago" (empleando un termino de Jung) desarrollada por un sistema neurótico de obsesiones con las ideas y los valores que hemos mamado en la infancia. Estas obsesiones las proyectamos sobre los otros, y en los otros no queda más que proyecciones intrínsecas, evanescentes y engañosas, de la persona real que conforma a ese otro. Es un otro significado por proyecciones propias, anhelos y deseos íntimos de fundirse con un ideal que solo existe dentro de la consciencia. Por ejemplo, cuando un obsesivo posee en su cabeza la imago de una persona o cosa, la idealiza al punto de despojarla de su entidad material y mortal. La desglosa tanto en la idea platónica que la contiene, que la persona o cosa pierde su verdadera forma. Se vuelve una sombra de proyecciones positivas, donde los errores, los vicios e imperfecciones quedan pulidos tan amablemente por la mente que proyecta, que nos propicia una sensación de querer fundirnos con ese otro que nos topamos, ya que así dejaremos de ser imperfectos nosotros mismos. No tengo que recalcar acá lo absurdo de todo el tema; es evidente, y se cae de maduro. Las obviedades son aquellos vestigios de la realidad que la mente obsesionada no puede ver más, porque se encuentra obnubilada por el objeto o persona que lo obsesiona. A la luz (o la sombra sería más correcto decir) de las obsesiones, todos los objetos y sujetos cobran matices imaginarios que no les corresponden en el plano terrenal ni material; están idealizados por sobre todo lo demás que, a los ojos del obsesionado, se muestra mucho más cotidiano y aburrido de lo que realmente es, en comparación con el objeto de su obsesión. Así ocurre con tantos fanáticos de cualquier facción política, o cualquier fan de alguna banda o género musical (y con esto no quiero prejuzgar a nadie en particular dando nombres especificos, ya que todos somos obsesivos con algo en algún punto), o simplemente con el hombre de familia que se parte el lomo trabajando, y en varias ocasiones albergamos la sospecha de que comparte con sus compañeros una evidente obsesión por la perfección laboral (ya sea para evitar algún dolor domestico o personal, o simplemente por pura obsesión con lo reglado y lo bien hecho). Así me ha ocurrido a mi mismo con determinadas cosas. De niño, las series de anime me producían una gran obsesión que no podía ocultar. Los trazos de dibujo, la calidad, la imaginativa creación de mundos imposibles que, a través de ingeniosos argumentos, se volvían posibles en el terreno científico, o por lo menos en la inocente mente de un niño de seis años. Más adelante fueron los libros y las obsesiones con determinados autores. He leído más literatura de terror y gótica que ningún joven de menos de 30 años (aunque esto no es chequeable bajo ningún punto de vista, pero me lo creo igual), empezando desde el mismísimo padre del gótico: Poe, hasta el maestro contemporáneo de la prosa terrorífica: Stephen King. Conozco tan íntimamente las páginas de los maestros, las formas, el estilo de prosa, y las técnicas de cliff-hangers, que yo mismo cultivé por un tiempo, a través de pequeñas reseñas o cuentos, las ya mencionadas técnicas, no con habilidad similar, porque no me considero tan experto, pero si con mucha pasión y asiduidad a lo largo de ya casi 14 años.

Y es que las obsesiones nos propulsan tanto como nos precipitan al abismo. Todo lo que con ellas hacemos, cuando no están dominadas por la estrechez mental que mencioné más arriba, nos puede colocar en situaciones ventajosas, de aprovechamiento de recursos, o para ser mejores o más habilidosos en alguna materia de la vida. El paso importante es hacer de ello algo elemental, primordial y cercano en lo inmediato y cotidiano. Que las obsesiones sirvan de propulsión mecánica hacia las alturas (al menos lo más alto que se pueda ir) y luego se precipiten sobre las cabezas de los mortales que desean ser mejores, más cultos, más preparados o simple y llanamente más humanos con respecto a sus congéneres.

Volviendo al tema de la estrechez mental, si no se combate a través de las obsesiones (aquellas que nos instan a ser mejores o las obsesiones de propulsión) y en contra de las malas obsesiones y los vicios inútiles, esta puede dominarnos de principio a fin e instalarlos en una situación doliente de padecimientos. Todos ellos son evitables, y esa es la buena noticia. Aunque no a bajo costo: la voluntad debe imprimirle a los actos cotidianos toda la fuerza de la convicción. Se deben abrir puertas para cerrar otras no muy útiles ni sanas. El encomio de realizar estos actos de voluntad es evidente; nadie quiere hacerlos por temor al fracaso o por pereza. Pero la pereza es de las más vivaces controversias con el ser humano: nos tira para abajo y, en el circulo vicioso de estar decaídos, seguimos tirados, sin siquiera intentarlo. Para vencer el espíritu del decaimiento hace falta una buena cuota de voluntad patria hacia uno mismo y los que lo rodean. Leer clásicos de literatura (o leer cualquier cosa al fin y al cabo), filosofía (los grandes como Platón, Sartre, Nietzsche, Heidegger), y los libros en general, nos permiten estrechar lazos más fuertes con el otro, con familiares, amigos, compañeros laborales o incluso con mascotas. Es una buena forma de vencer malos hábitos, malos pensamientos y figuras básicas del entendimiento que nos son legadas por el exterior no pensante o extremadamente intuitivo. El mundo y la sociedad se manejan de una forma muy violenta y disparatada. No calla nunca el constante rumiar de las malas voces: el egoísmo, la apatía, la conveniencia, la jerarquía social, la avaricia y el desinterés por los demás. Conforman una masa amorfa de malos sentimientos que Jung resumía como "arquetipos del anima", una serie de elementos sensibles e intuitivos, hechos de placeres e impulsos violentos, que el hombre y la mujer, a lo largo de la historia, han intentado esquivar por cientos de años. A la religión se le debe el primordial hallazgo que el hombre civilizado ha intentado emplear en las vivencias totales de las cosas: evitar el ocio excesivo, los placeres carnales y los impulsos egoístas. La modernidad no los condena en absoluto, por lo contrario, el capitalismo encuentra su nicho en todos los vicios que puedan desperdigarse con tal de servir como objeto de mercancía. "Mientras se venda, es legal, o se puede, digamos, de alguna forma perpetuar sin mayor escándalo". Y en ella no ve la peligrosidad de tal ideología. Aunque bajo ningún punto de vista estoy acá proponiendo un punto castrativo, religioso o moralista, (y muy lejos estoy de ello), convengamos que abandonarse a la perdición de los sentidos y los placeres mundanos no ha sido nunca gratuito para ningún humano en la Tierra. Tampoco podemos afirmar que los vicios no son necesarios, puesto que algunos de ellos lo son, ya que sin el influjo de su poder los hombres y las mujeres no lograrían siquiera reproducirse. Pero qué hay de aquellos vicios que no forman parte de ninguna misión productiva para todos o alguien? Qué hay del fumar? Qué hay del deseo por la pareja del otro? Qué hay de la sed de sangre o la sed de dinero o poder? Qué hay de todas aquellas situaciones que no traen dicha más que a unos pocos, a merced de la desdicha de muchos otros más? La respuesta a estas preguntas es un poco obvia: pues simplemente existen sin más, aunque hagan el daño que hacen. Quien puede pararles la mano a los influjos negativos del vicio interior? Los libros podrían ser una respuesta; la mente y su poder redentor podría ser otro. También podríamos pensar en la familia, los amigos o las buenas acciones. Digamos que se trata de cosas que entretienen la cabeza, mientras esta no tenga capacidad y tiempo libre para rumiar sobre el vicio, ésta se aleja más y más del centro álgido de la lucha entre malos y buenos pensamientos, y solo queda el accionar bien intencionado. Nadie es civilizado e integro en su totalidad, eso lo sabemos. Tampoco yo lo soy, ni tampoco soy santo de la devoción de nadie. Pero justamente porque conozco los lugares oscuros de la mente, soy de los pocos que más pecho le plantan a los vicios y las malas costumbres. No siempre logro salirme con la mía, pero en mi lucha dejo algunas enseñanzas para mí mismo. Otra cosa no me importa: ser mejor, leer más, escuchar más a los otros, e intentar darles algo que yo tenga en devolución del tiempo que me han concedido mis amigos y mi gente. Así combato la estrechez mental, aunque todavía queda largo camino por recorrer, porque no se llega a ser perfecto en nada a no ser que se acepten las imperfecciones propias y las del otro, y se acepten primero todos aquellos sentimientos negativos que nos surgen de improvisto. 

1 de abril de 2022

The Importance of Being Yourself

 "Stay Awake" - Theodore Finch (All the Bright Places, 2020)

So if you're wondering what brings me here, or why would someone care to write down sterile pieces of words in front of a screen, just for some wandering and lonely souls on the internet to read, you're actually wondering right about this amateur writer. Yes, I do write a lot for strangers I will never meet in my whole life, but that doesn't stop me from doing so. It seems the only chore that I take so seriously from the beginning of my life, and it will forever be my grounded way of reflecting upon the past and understanding the uncertain future. Hardest part of it is that I would not always make it right. Words and feelings don't get along too well, they tend to be confused and get mixed up all inside our messy thoughts. But it's also truth, my fellow reader, that in effort and strong willed beings, lies inside a powerful contract with humanity: trying, although you might actually fail at the beginning. But try first...

When you take your time to do something nobody (or at least almost anybody) does, even if you try hard, you're bringing to life one hell of an art, an approachable investment for others to use, to hear, to listen, to read; to make those others feel understood, in company, or maybe identified and finally recognized. Society in general tends to negate that feeling to all people going around our mad world. It makes you invisible to the point of nausea, it tears individuality apart for the sake of normativity and social functioning. It makes you a small gear in a big iron system that works with replacements and spare parts. So if you get lost or break, you're replaced by a new and shinny small gear. No humanity, no consideration, just a mere replacement done by a giant monster made of iron. Let's break with that, shall we? Seems boring and emptying. It IS boring and emptying... It's an internal shout-out to ourselves, a pure reminder of what we should NOT do as humans beings that want to make footprints all over this precious land we call Earth. 

As a teenager I had a teacher that would always come to me, and talk in a sort of strange whisper to my ear. He asked like every class why I was afraid of participating. "I clearly see you know the answer when I look at you. Why don't you raise your hand?". A tough question he pulled out indeed. The truth is that I didn't know the reason. I felt ashamed and tiny. I felt my answers were foolish or too obvious. I was wrong. I kinda felt an amused introversion towards socializing my own knowledge to people I already disliked or they disliked me back. "Why would they care anyways? They won't care, I'm sure of that", that would be the constant statement I did to myself every day. In part, I was right. There actually were some students that didn't mind my existence, let alone my thoughts and ideas. The interesting fact is not everybody shared that same vibe towards me. When I finally accepted myself and came out of my inner frozen state of shame, I made maybe some appealing commentaries on social subjects and maybe one or two souls began to bend towards my vibe. Thus, my teacher, that already began to feel himself some sort of "student savior", came to me after literature class and uttered his usual and rare tone of whisper to my ear: "See? It's a matter of acceptance. Now make it yours. Be proud of being a nerd". Those words now stick in my brain like a living moto, a really deep and useful one. After this, I began writing like if my life depended on it. I never brag about my hobby, it's just something I do that reminds me of staying truthful to myself, or maybe to stay awake (like Theodore in the movie All the Bright Places). There's nothing wrong in liking books, in being introverted, in being deep while everybody is trying to stay cool or show relaxed, just not to bother social standards of being "happy" all the fucking time. The effort put on propelling yourself into the highest version of YOU that could possibly be attained, is an underestimated value our society decides to ignore. It tears us apart, it makes us less human, more separated from our inner selves, more cheating... Fake... Compulsive liars with no rhyme nor reason, stuffed with excuses and resentment. Break it. Break the cage, stick out your arms and hands, communicate, fight for values you find appealing and necessary. If you don't make yourself your own life savior, nobody will. Save yourself first. I learned that the hard way, but that's another story.

21 de febrero de 2022

Azares

Cuantas veces he caminado el sendero de la soledad sin percatarme de las bellos brotes a mis costados? Una vez un amigo me dijo que mientras más enfrascado uno se encuentra en la vida, entre asuntos personales y objetivos a alcanzar, menos disfruta del viaje, porque pierde el gusto por "perderse". Estamos tan dedicados a controlar cada minuto de nuestros pasos, para no dar uno en falso tal vez, pero también para no perder el control en cualquier momento. Qué es el control al fin y al cabo? Una engañosa treta de los seres vivos para autoconvencerse de que la vida posee patrones manipulables, que pueden sacarse resultados en base a una variable numérica y fija, como una tabla de derivadas. Lo más cierto es que el azar es mucho más nefasto en intenciones que esa voluntad meramente humana de controlarla. Bueno, en realidad no sabemos a ciencia cierta si el azar posee una voluntad, no hay conocimiento científico que lo avale; no obstante, la ciencia no puede meterse donde su método científico no logra producir más que un puñado de explicaciones algebraicas. Intentemos describir la fe cristiana o la creencia en apariciones con el teorema de Pitágoras, o aplicar una fórmula de diferencia de binomios para dilucidar que hay más allá de la muerte. Simplemente haríamos agua. Meterse en el fango y plantar semillas de manzana sería, con todo, una incoherencia insoslayable.

Qué puede esperarse de la vida entonces? Una o varias estocadas de azar acaso? Con el pavor que eso generaría?! No quiero ni pensarlo... Pero el punto no se trata sobre lo que yo o los otros quieran o deseen (al menos en este punto). Se trata de lo que debe aceptarse como tal. Y no se confundan. Con esto no quiero significar una "rendición" o tregua con el azar y la vida, sino más bien de madurar ciertos aspectos del carácter para hacerlos comulgar más afablemente con las inclemencias de la realidad. La realidad no pega, ni pega fuerte tampoco. La realidad solo es, se deja estar y ser. Un conjunto de eones, materia y átomos traviesos que revolotean alrededor nuestro, y nos acarician las mejillas con sus manos frías de química y física. Por suerte, la caricia atómica nos permite existir al mismo tiempo que nos da ese pavor inefable; es casi como un doble filo existencial, meternos miedo hasta por las orejas, pero al tiempo que nos otorga un cariño particular (permitirnos la existencia material). Luchar contra este coloso inmemorial, preexistente al sistema solar incluso, es como luchar con el aire. Mejor, digo yo, sumarse a su bando con sensatez, aceptar sus reglas de juego. El azar no contiene mal intrínseco, a diferencia de los hombres y mujeres que, en su afán de conquista eterna del mundo, no paran de lastimar, de abrir heridas ajenas ni soltar una parva de tonterías, de viejas equivocaciones milenarias, que al final del día solo causan estupor y dolor. El azar tiene esa capacidad: ser imparcial. Y con su imparcialidad se muestra más noble al trato humano. Es justo con el fuerte y el débil, racional con el invalido y necesitado de comprensión, la imparcialidad hecha carne en un ente superior y abstracto. Reconciliarse con el azar es abrir un mundo de posibilidades y disfrutes, aunque la muerte aceche y esté pronta, la mente abierta tiene capacidades incalculables en comparación a los cerrojos neuronales del fanatismo y la voluntad de control. Dejar de intentar controlarlo todo es una liberación suprema, casi éxtasis demencial cuando uno aprende a desgajar cada miga de su tierno pan, sin desvivirse por la nomenclatura de carbohidratos. Es aprender a disfrutar un presente y desterrar de los labios aquel halito insoportable de la negación a uno mismo.

Aunque parezca ridículo, esto pensaba mientras caminaba una noche de verano por el centro de San Martín, casi absorto por completo en mis pensamientos y preocupaciones. Recuerdo que sentí algo así como un millar de recuerdos arremolinados dentro del cerebro, haciendo gárgaras con mis miedos y escupiéndolos al aire. No los pude callar, pero intenté darles otro sentido. Caminando por alguna u otra calle, fijé la vista varias veces en los elementos más naturales a mi alcance. Todos estaban íntimamente fusionados con lo urbano: el hormigón con la hoja verde, el cemento con el pasto, los grises balcones y barandas recortados contra el cielo azul, y las pocas flores de ciudad, todas juntas, creciendo a centímetros de toboganes de cordón amarillo y postes de luz descascarados. Había allí como una estirpe de fealdad indeseable, pero inevitable: la ciudad. Comprendí que no tenía caso luchar contra los azares urbanos. Por un lado, alguna parejita discutiendo por dinero; por el otro, algunos niños corriendo en una plaza, y los adultos tomando mate, lejanos al murmullo infantil (casi me pareció que habían olvidado cómo eran de niños). No me sorprende, yo también olvidé como es ser niño, como es dejar fluir el azar, no controlar los vaivenes de la vida, solo dejarme ser y estar. Se me ocurrió que, al menos casi por un instante, pude volver a sentir esa libertad casi cósmica y etérea. Entendí, muy al final de esa caminata, que el azar es inevitable, y me dejé llevar por las ensoñaciones de mi tierna infancia por un largo trecho que ya no recuerdo. Es increíble, pero por arte de magia, los pensamientos que antes me habían asaltado, se desvanecieron por completo. Lo único que necesitaba era dejar fluir un poco. Dejarme ser.

28 de enero de 2022

Una navidad bizarra

Pongo la carne al horno Essen. La salteo en aceite de oliva extra virgen, un par de vueltas nada más, con eso basta. Me acerco a la estantería de la cocina, saco un poco de sal, condimentos varios, y las verduras de la heladera. Mientras estoy cortando la cebolla, comienzo a depositar las primeras lagrimas de ácido sobre la mesada. "Esta cebolla dice cosas hirientes" es el chiste que siempre se me ocurre cuando corto cebolla; es un chiste básico, casi dependiente de la gracia con la que se lo ejecuta, y como sé que esa gracia me hace un poco de falta, prefiero guardármelo en mi cabeza, un refugio donde los chistes básicos salen bien. Coloco las verduras picadas sobre la carne y condimento el manjar. Un toque de vino tinto para realzar las sabores de la carne roja (ya sellada), y tapo la olla luego del caldo de verduras. Ahora es solo cuestión de tiempo, esperar.


Se me ocurre una buena idea destapar una lata de cerveza Patagonia 24/7, una ipa bien amarga y fresca para la ocasión de verano. Al llevarme el brebaje a la boca, siento esa agradable sensación de un brazo de satín deslizándose por la garganta. Es como una levedad fría, un ser incompleto, un liquido, un "no-solido", que acaricia las fauces y desprende cierta cantidad de explosiones químicas agradables en el cerebelo (información científicamente no chequeada, podría ser el lóbulo frontal, pero me niego a googlear semejante huevada). Después de dos a tres sorbos, ya estoy dentro de su dominio: el dominio Patagonia. A esto siguieron unos tragos más, luego un par de latas más. Al terminar el par de latas, otro par de latas más, ambos pares engullidos en el termino de hora y media, lo que dura la cocción total de la carne a la Essen. Al completar la temible ingesta, aún quedaba lo más importante, la comida. Así es... Había bebido la totalidad de la cerveza antes de la comida, con el estómago vacío. No se necesita ser un experto en anatomía para conocer de antemano lo que tal empresa genera en el cuerpo humano.... No lo vayan a googlear. Si lo anterior era una huevada, esta es una estupidez meteórica. Lo cierto es que al llevar la olla Essen hacia la terraza, donde la mesa estaba preparada con los comensales navideños, la vista comenzó a tumbarse levemente hacia la derecha, dando círculos completos alrededor de la faz terrestre. Se me ocurrió que el mundo pretendía escapar de sí mismo dando piruetas, pero en unos pocos segundos pude verificar que se trataba de MI propio mundo el que daba brincos. Disimulé lo mejor que pude mis piruetas de mundo y me dediqué a servir a cada uno de los comensales su debida porción de carne. Tengo que agregar que esa olla se paga a cada minuto de mi vida. Había salido espectacular, y no faltaron las debidas congratulaciones al... Cocinero? No, en realidad al fabricante de Essen. Totalmente merecido.


El banquete, ya devorado casi por completo (unas alimañas los comensales), nos sentó muy bien a todos. Nos quedamos, manos en regazo, disfrutando de los últimos vestigios de fuegos artificiales. Yo miraba todo aquello con un sentir de deja-vu en el pecho. Atiné a decir: "Cada vez menos cohetes, eh"... Como decían los ancianos de antaño, pero un poco parodiando ese mismo pensamiento científicamente inchequeable.  Ahora que lo pienso, ¿quién se pondría a contabilizar los cohetes tirados desde una perspectiva histórica? Sería el trabajo menos redituable posible, y otra huevada más como googlear cuantos minutos de vida tiene un ser humano promedio (no me digan que lo hicieron, por favor).


Me acerqué un poco a la baranda para ver el espectáculo de fuegos artificiales. Un disparo de rojo por un lado, otro disparo de verde por otro, luego un centelleo de azules, y un leve olor a pólvora en el aire. Algún pobre perro ladrando a lo largo y ancho del barrio (los pirómanos de turno nunca van a comprender, o quizás se niegan a comprender, el daño que hacen), el nene de al lado corriendo por la vereda, el abuelo que le grita sin decoro: "Hasta ahí!", una risita del niño, y una desobediencia. Todo esto se amontonaba ante mis ojos al tiempo que las figuras danzaban como si todo se cayera por el costado, otra vez mi mundo dando brincos. De repente, atiné a percibir una lejana voz desde el fondo de la calle. Parecía la voz de un duende, o algún ser mágico. Se acercaba por el aire, pero daba la impresión que su voz procedía de la calle. De todas formas, si procedía de la calle, el ser tendría alguna extraña habilidad para mutar la procedencia de su voz, o en su defecto, cambiarla de posición, para distraer al receptor. En un momento creí tenerlo a mi lado, tan cerca como para susurrarme al oído. En otro momento, casi que parecía venir del cielo, o más allá de los eones, evocando una metáfora estilo Lovecraft. Su risita... Cómo olvidarla? Era diabólica, traía consigo una maldad incalculable, casi malsana. Era una risita que escondía algún pensamiento terrible, algo como: "Me comí a la madre, el padre, los abuelos, y dejé para el postre a los niños". Intenté alejar de mi mente bamboleante la risita del duende y su influjo maldito, pero solo alcancé a volver más nítidas aquellas impresiones. Cuando menos me lo esperaba, el duende, un ser achaparrado de no más de metro veinte, emergió de las profundidades de algún lugar intangible (ni la calle, ni el cielo, de eso estoy seguro) y se materializó con la agonía de un martillazo en el dedo.


-Ah, que locura! -se detuvo un poco para tomar aire. -No sabía que la materialización en este mundo era tan dolorosa.


Le pregunté quién era y que hacía allí. Pude observar, atónito, que el ser había detenido el tiempo, puesto que mis familiares estaban paralizados, como en una escena pausada al azar en una película de los 50' en blanco y negro. El ser se dio media vuelta, me miró de reojo, y soltó una cantidad inefable de puteadas anticristianas, todas encadenadas por una perfecta concatenación de palabras, sustantivos y adjetivos de origen soez, algunos extrañamente llamativos, otros venidos de alguna jerga tumbera, y otros simplemente tan barriales como un canapé de mondongo.


Realmente no recordaba que el Grinch fuera un artista de los insultos compulsivos, pero este duende extraño que se hacía llamar a sí mismo como tal, me daba una sensación ambivalente: no podía juzgar si era real o fantástico. No lograba dilucidar si me estaba gastando una broma algún familiar, aprovechando mi borrachera temprana, o si era una alucinación propia producto de la ingesta de algún fármaco escondido en una lata de Patagonia (esto sería factible si pensamos que fueron compradas en un chino de barrio muy extraño y casi vacío). El duende me sacó de mi ensimismamiento explicándome de donde venía y el dificultoso viaje que lo trajo hasta la tierra. "Vengo de bilbolandia", me dijo, con un ojo puesto en mi labios en defensa ante cualquier atisbo de burla. Le dije que, con todo respeto, no pretendía burlarme, pero estaba curioso de saber por qué portaba este nombre una tierra real. "Porque el rey lee mucho Tolkien. Contento?", su pregunta sonó un tanto agresiva. No, no estaba contento con esa respuesta. Quien le pone a su reino el nombre de un personaje de ficción? Luego recordé todos los pueblos y lugares que fueron nombrados en base a santos y personajes bíblicos. No dije nada, lo respeto. Le pregunté si en Bilbolandia la literatura humana había llegado por algún motivo, colada en algún viaje astral por un drogadicto o un adepto a los viajes astrales producidos por estupefacientes o sahumerios baratos. Bilbo D-25, porque así se llamaba (a pesar de ser un duende y no un hobbit), solo se limitó a carraspear su ominosa voz e insinuar la idea, bastante obvia para él, que la literatura humana no era tan especial como nosotros lo creíamos, que llegaban toneladas de papel escrito por manos huesudas, hiperconocidos bestsellers terrestres a Bilbolandia, por intermedio de un librero de Plaza Italia que conoce a todos los enanos y duendes que pueden mantener relaciones con la Tierra. Me descoló la idea de que un vendedor común y corriente pudiera lograr semejante cosa, solo por medio de abuso de sustancias. Conozco miles de personas que consumen esas mismas porquerías y lo más sobrenatural que sale de sus bocas es un grito de espanto ante la posibilidad de que se haya acabado la mota. Quise saber un poco más acerca de la literatura propia de los duendes, pero Bilbo D-25 me dijo que "otro día" me lo contaría. "Una historia muy larga" agregó, y siguió explicando el fanatismo del rey de Bilbolandia por los libros de Tolkien.


Cuando se hartó de hablar, insistió en que pusieran un cartel en la Tierra que dijera "Es mejor estar muerto que vivir acá"; "Sería de gran ayuda para cualquier viajero espacial que quisiera, por infortunio, detenerse unos minutos en este desastre". Me sentí ofendido, pero supuse que tenía razón. Le pregunté como hizo para llegar hasta acá. Me dijo que estaba de viaje, buscando una nueva via de comercio interdimensional que uniera Bilbolandia y un cruce de contrabando para traficar almohadones de Pikachu, estrictamente prohibidos en la Aduana de duendes. No quise saber muchos detalles sobre esa prohibición, pero me preguntaba cómo hizo para perderse un ser mágico tan sabiondo. El me leyó la mente y contestó: "Se me perdió la guía para viajeros interdimensionales. Bueno, en realidad, se me perdió la guía sobre cómo leer la guía para viajeros interdimensionales." No sé por qué, pero eso me causó gracia, solo que contuve el aliento para no ofender a Bilbo. "No sé qué te causa gracia", lanzó Bilbo como una bala que me atravesó, desprevenido. Recordé el chiste de la cebolla hiriente y no me atreví a romper el hielo con esa porquería, solo dejé fluir el ambiente. Al cabo de unos minutos de hablar de su tierra y de lo mullidos y necesarios que eran los almohadones de Pikachu, Bilbo decidió marcharse con un ademán pintoresco. Me recordó a un caballero del siglo XII en una corte medieval, pero más pequeño, y más gruñón... Y más tonto también... Y mucho más despistado tal vez. Así fue que, al salir disparado hacia los cimientos terrestres con un estallido, dejó caer un pequeño librito tamaño bolsillo (tan pequeño que podría ser usado de llavero) que rezaba: Guía para entender la Guía para viajeros interdimensionales. Quise gritarle desde la terraza, pero el chillido solo fue escuchado por mis parientes estupefactos. Mi tío habrá pensado que dejar Patagonias a mi alcance era una mala idea. Lo cierto es que Bilbo nunca me escuchó, y me quedé con ese precioso librito tamaño pequeño que guardé un tiempo en el bolsillo hasta el final de la velada. De hecho, todavía lo conservo como recuerdo.


Para resumir lo acontecido, voy a agregar que luego de la visita de Bilbo, tomamos sidra y comimos turrón, charlamos y reímos un poco con mis familiares. Antes de que todos se fueran a dormir, había que llevar a mi tío a su casa. Mientras todos se preparaban, quedé a solas con el pequeño libro que había dejado Bilbo. Al sacarlo, le di un par de vueltas, lo abrí y lo ojeé un poco. En la primera página estaba escrito: "Para leer esta guía necesitará la Guía Definitiva para leer la Guía para entender la Guía para viajeros interdimensionales". Cerré el librito con sumo cuidado, y pensé: Ojalá se encuentre bien el pequeño Bilbo.