“El
espíritu ve y revé objetos. El alma encuentra en un objeto el nido de su
inmensidad”
Gastón
Bachelard
“Son
legión los agraciados que la lluvia cautivó y basta, para saberlo, con atenerse
a lo asentado por los poetas”
Santiago
Kovadloff
Charlas de café; anécdotas infantiles y reencuentros del
olvido; reflexiones de la escritura y su acto complementario (la traducción);
junto a alguna anécdota en el exterior y la repetida experiencia querida del
escritor, que intenta reproducir lo irreproducible en las paginas
autobiográficas (si se quiere, puesto que distan tanto de una autobiografía
fiel como de un ensayo o novela).
“¿Quien en su niñez no ha soñado con ser invisible y,
disuelto en el aire, emprender las aventuras de un dios: deslizarse,
imperceptible, sobre los cuerpos, activo donde no se lo imagina, anónimo como
solo puede ser lo inconcebible?” Con esta hermosa introducción, repleta de una
ternura infantil desbordante, el autor nos acerca una crónica de deseo y
ternura contra la figura del otro: ese ser a descubrir y desmantelar, ese ser
distante y complicado. Kovadloff maneja muy eficientemente la prosa directa y,
sin recaer en un simplismo dilapidado, rejunta sus mejores técnicas y las pone
al servicio de una pluma vigorosa (en tanto estilo) pero directa y sentida (en
tanto a contenido). En este aspecto me suelo proferir a favor de esta técnica,
tan buscada por el escritor amateur. Es una suerte de ver aquello que no está o
se afana en ser esquivo, a través de las palabras que, citando a Cortázar,
logran ser como aquel poema de García Lorca: “Yo solo soy un pulso herido que
ronda las cosas desde el otro lado”. Un poco solemne podría parecernos, un
tanto desbocado si se quiere, pero aún así, la prosa vigorosa de Kovadloff está
repleta de una intención tan humana y vivaz, que logra uno encariñarse con sus
tretas, encandilarse con sus locuras de niño nostálgico.
“Mi intención al escribir es construirme y ser ameno aún
en la transmisión de aquello que no lo es”, escribe Kovadloff, refiriéndose a
nuestro cumulo de ensayos o visiones del sujeto. Es quizás esto y otras cosas
más, indecibles por supuesto, como la lluvia que describe y como son las
historias personales (indescifrables e incontables), que posicionan al escritor
como un mago de sentidos, un contramaestre de sensaciones difíciles de
describir. Se trata de un oficio violento, el de escritor. De esto me convenzo
y espero convencer también al lector de estás paginas esquivas. Para Kovadloff,
como para mí mismo, el arte de escribir es un poco ponerse en los zapatos del
otro, partiendo de uno mismo, y queriendo dulcemente tocar un alma lejana con
el vaivén de la pluma. Es un tanto idílico, lo admito, pero es lo único que nos
queda, y Santiago lo sabe, porque lo transpira a él y a sus sensaciones, este
libro anodino en apariencia, pero que sabe tocarnos (o supo tocarme) en lo más
hondo. El otro es, para Santiago, quizás esa angustia que la literatura del yo
quiere tocar, quiere adoptar para sí. “Una escaramuza alocada”, o “una aventura
sin parangón” como diría Teobaldo Jaspers, noruego y nostálgico empedernido. Es
pelearse con el objeto, que nos devuelve su denostado “dato hostil” sobre
nuestras dulces impresiones de niño; nos recuerda que estamos sometidos a su
capricho de existencia material. Por ello, el escritor se revela, como hace
Kovaldoff con estas paginas. Se pone de pie contra el mundo del objeto, el dato
hostil. Le hace frente, lo pone patas arriba, y lo somete al juicio del yo
interior. Que admirable proeza! El escritor es un luchador de pie que arremete
contra la injusticia del objeto. Se pronuncia en contra de la tiranía de la
ciencia de querer abarcarlo todo con lo teórico y lo “objetalizable”: un simple
racconto de atines y destinos en el fino hilo insertado en la inmensidad de lo
humano, a penas una pequeña parte de tanto que no puede describirse. Es el
escritor, y el artista en su defecto, el que planta cara firme contra esta
tiranía científica. Se pone a describir lo indescriptible, se anima a tal
empresa, porque no titubea, porque cree firmemente que con la escritura el
mundo se salva. No sé si están así, pero es igual de cierto que al intentar
salvar el mundo, algo logra hacernos sentir, algo para atesorar para siempre.
A través de una bella prosa “con sujeto y sin objeto”,
como a Kovadloff gusta referirse, el lector se da una pasada por una cuantiosa
variedad de anécdotas campestres, urbanas, interiores. Más interiores que
exteriores, quizás, debido al mundo enriquecido del escritor deambulante, del
alma peregrina de a momentos revertida por el clamor cotidiano y laboral. Las
charlas de café y una hermosa coincidencia con unas mujeres ya entradas en
años; las experiencias del escritor y su lucha interna; la lluvia y su hermoso
influjo natural sobre las pasiones y el encuentro con uno mismo. Tantas
experiencias y encuentros con otro esquivo, pero real, nos enriquece al punto
de volvernos más sensibles con la escritura y las experiencias del yo interior.
Mirar la lluvia, para Kovadloff, es un éxtasis de otra índole, casi
supraterrenal, asi como Thales de Mileto, dice al final, vislumbro el infinito
a través del agua.
Los ensayos reunidos en este libro son de una urgencia
real, hay que leerlos cuanto antes. Kovadloff se muestra como un férreo representante
de una literatura un tanto difícil de producir sin que uno se lo tome a chiste,
quizás. Forma parte de una literatura “poco usual” que también corre dentro de
un circulo intelectual. Es complicado que se asiente, aún para alguien de su
renombre, pero demuestra ser más lúcida y sentida como mucha literatura clásica
de viejas épocas. Abrir un poco el abanico y dejar entrar lo cursi como algo
bueno o deseado, podría enriquecernos como lectores, aún en momentos difíciles cuando
uno más quiere recurrir a lo clásico. Una biografía de la lluvia es sin dudas
un obligado de pandemia.