El texto que sigue lo escribí entre septiembre y octubre del año pasado. Es un intento de crítica literaria. El objetivo es publicarlo por este blog, para que sea público y de libre acceso. Los que me conocen saben que no acostumbro a privatizar los escritos; en parte porque me gusta compartir y que otro sienta, disienta, debata o guste de lo que hago, y para ello me parece que lo publico es el ambiente optimo para el mercado de ideas. Para que alguno allí lejos, en una computadora, diga "necesitaba que alguien pusiera en palabras esto que también he pensado" o simplemente para iniciar una reflexión sobre un nuevos temas. Porque, como le dije una vez a una amiga, este blog es para compartir, para que uno no se sienta ya tan solo. Como se trata de un primer borrador, espero que el lector sepa perdonar los errores, algunos pasables, otros no tanto; pero así lo quise, porque, fuera de toda pretensión intelectual, solo espero que guste, sin ponerme receloso por la estructura gramatical, al menos esta vez. Me permito un descanso de mi neurosis habitual. Por eso, teniendo esto en cuenta, hagas lo que hagas, lo leas como lo leas, por favor, si algo de este humilde texto te mueve interiormente, te hace pensar o sentir algo digno de compartir, dejame un comentario. Intentaré subir contenido más a menudo. Muchas gracias!
Nicolás Meca - La Voluntad en Llamas
La
dualidad espesura-copiosidad de la
materia literaria impone un tributo sobre los intereses de los lectores. En
reiteradas ocasiones la elección de un vehículo narrativo, como la
novela o la poesía, implica la anulación de una u otra, por lo menos cuando
actúa sobre la percepción estética heterogénea de los lectores. Los asiduos
pragmáticos prefieren el best-seller
por sobre cualquier otro libro, pero los ávidos seguidores de los poetas
clásicos lo ven estéril y superficial. La agitada vida urbana también impone su
ritmo de lectura, esta vez encargándose de moldear un nuevo prototipo de lector:
el lector de ciudad, que responde al deseo de abreviar y consumir lo abreviado,
pero en la curiosa paradoja de no saberse estafado por una versión abreviada,
por cuya sola existencia de una más completa logra ensombrecer la lectura de la
primera. En esta paradoja quedan insertadas las innumerables sagas de
multi-numéricos volúmenes. Todas ellas atentan contra la necesidad de economía de lectura, pero se
presentan a sí mismas como las únicamente necesarias para obtener el placer
estético de la novela, hoy casi emparentada con la forma exclusiva de lectura
placentera. Podemos argumentar que transitamos el siglo de la novela en serie,
pero siempre en tensión con la necesidad de economía lectora. En la batalla
entonces aparecen los cuentos y los poemas como solución transitoria, pero que
no logran encantar al glotón devorador de multi-sagas, que prefiere el arte de
la prolongación (incluso hasta ridícula) de la trama y la profundización (a
veces inútil) de los personajes
principales (flashbacks, estudios del pasado, historias fuera del marco
histórico-principal, etc.) Se ve la preferencia en los números que manejan las
editoriales, y cabe preguntarse: ¿Por qué un prototipo urbano muestra
semejantes incongruencias en la elección de literatura gruesa en contraposición
con el corto plazo de ocio que la encrespada tarea diurna le otorga? La
respuesta se inserta en el dominio del paradigma del siglo XXI. Una ciencia
normal, un conjunto de leyes y razonamientos legitimados durante un determinado
período histórico es más o menos la definición de Thomas Kuhn, filósofo y
antropólogo. ¿Cuál es el paradigma actual y cómo influye en las preferencias temáticas
del lector? Esa es la pregunta que aquí me dispongo a intentar responder.
La
acción de lectura en el imaginario colectivo implica una escisión tensionada
entre espesura y copiosidad, tanto de la acción de leer, el ejercicio de la
producción escritora, y del elemento en el cual se ejercen: el libro. Es decir,
nos representamos la típica imagen de un hombre o una mujer sentado/a repasando
los ojos sobre un monte de papeles doblegados y solapados contra dos tapas. La espesura del libro nos representa una
noción de tiempo, específicamente el requerido para empezar y terminarlo en una
secuencia lineal. Por otro lado, la copiosidad
es extra-textual; nos representa la dinámica de relación material y numérica del
libro con un mundo entramado por otros libros (que le siguen en el estudio de
una determinada materia o le siguen como secuela de ficción). Esta dualidad es
clave para comprender que sucede en la mente del lector moderno cuando
pronuncia el verbo leer. Inserto en el paradigma de la tecnología, el lector
vislumbra la espesura y copiosidad de la literatura en conjunto,
y los libros como materialización cuantitativa. Inmediatamente ocurre que se
repele este multi-universo mentalmente infranqueable, casi por instinto. Un impulso
animal de preservación de la cordura impide dejarse someter ante la pila
infranqueable de tomos que componen una enorme biblioteca, sabiendo además que
se trata de una de tantas otras en el mundo, repletas de miles de tomos más.
Por ello y por su bienestar, el lector moldea un filtro por temas y dimensiones
acordes a sus gustos, aspiraciones, y posibilidades y disponibilidad temporal. Determinado
lector elegirá libros de determinada espesura,
y que a su vez, están insertos en determinado circulo de copiosidad; esto incluye, como ya hemos mencionado, los libros que
le antecedan o le sigan, o si pertenece a una variedad autónoma (como antología
poética o de narrativa breve) o bien un ensayo o crónica sobre temas que puedan
ser abordados en pocas páginas o que no contengan demasiados tecnicismos. La
toma de consciencia de la actividad de lectura es la que predispone a cada
lector a una elección particular, condicionada por el encuadre de percepciones
que delimitan una “espesura y copiosidad personalizadas” y, por lo tanto, en
consecuencia de la cantidad de horas o días que el lector esté dispuesto a
consumir y la cantidad de volúmenes físicos que está dispuesto a comprar.
La
experiencia de lectura que más copiosidad
permite es la saga literaria. Si bien en espesura
sigue sometiéndose a los juicios estrictos sobre las delimitaciones
personalizadas, la copiosidad, en
este caso, es mejor tolerada en función de un paradigma de lectura. Este es el
paradigma que ocupa estás líneas, el paradigma del personaje y la historia del
detalle. Un recurso que puede hacer uso de la espesura cuando se trata lo referente al suspenso y la ganancia por
libro; ya que por otro lado la copiosidad
es claramente más importante tanto para el lector que quiere evitar depositar
grandes cantidades de dinero sobre varios libros, como para las editoriales que
recaudan por unidad y se benefician de la saga como mercancía. Esta visión,
repito, y nada más que “esta visión” del lector, es la que conforma el
paradigma de la copiosidad en la
economía de lectura en detrimento de la influencia de la espesura y temáticas
abreviadas. La misma incapacidad de la “espesura desmesurada” de captar la
atención del lector se compensa con la necesidad del paradigma del personaje
profundizado y el detalle. Por consiguiente, se deben crear y expandir las
historias y los pormenores de la trama sin caer en la “espesura desmesurada”, y
amortiguar esta “falta” con la copiosidad de las entregas.
Está
más que claro que existen excepciones de la supresión mental de los libros de
espesura desmesurada. Juego de tronos es un claro ejemplo, pero la saga opera
con todo un aparato publicitario condicionado por la serie televisiva que la
popularizó, y aun así eso no fue suficiente para granjearle al lector las ganas
de internarse en los cinco libros pesados que ostentan las vidrieras en primera
fila. Simplemente el rechazo de la espesura aquí es vencida por lo externo a lo
estrictamente literario: el aparato publicitario que captó el interés renovado
por la literatura que engendró el producto audiovisual.
Economía
en la diagramación textual de la novela y las sagas
En
lo referente al texto que caracteriza la saga, se trata de un principio de
economía basado en un estilo dinámico, muy parecido al guion de cine, que
oscila ingeniosamente entre un farragoso corpus de diálogos y narrativa
descriptiva, especialmente la que describe la escena espacio-temporal, algunos
eventos del pasado de los personajes que intervienen en la escena, y la
situación anímica y física de cada uno antes de la primera línea. El narrador
se escinde entre los personajes y dota de personalidades y conductas estables,
tarea en la que no se ve en la imperiosa necesidad de manifestar contradicciones
humanas, sino generar de un envase cristalizado de formas de hablar y del
hacer, que puedan digerirse empaquetadas por unidad-personaje. Una de las
cristalizaciones más comunes son los clichés
o frases recurrentes, cuyo efecto deshumanizador paradójicamente se nivela con
un efecto semi-divino de seguridad y complicidad con el sufrimiento en las
situaciones del nudo narrativo, o más bien para identificarse con el patetismo
del conformismo, tal cual ocurre con el célebre personaje de Hermann Melville,
Bartleby, que elude cualquier compromiso extraordinario a su tarea en la ya
reconocida muletilla: “Preferiría no hacerlo”. Si bien este no es el caso más
preciso, nos sirve de ejemplo de cómo funcionan las muletillas en la literatura
y como son recibidas por el público lector de novelas y sagas, que busca, ante
todo, economía de sentido.
Desde esta perspectiva, la muletilla cumple una función “economizante” de la
caracterización humana. Encierra al personaje en una burbuja de sentidos
dosificados a cuentagotas, de los que el lector infiere una serie de atributos
fijos que lo complacen en la seguridad del reduccionismo; una economía de la
esencia prototípica. Bartleby es Bartleby en cuanto a su profesión, lo que hace
y el papel que juega en la trama, pero siempre sujeto a su propia dosificación,
atravesado por “Preferiría no hacerlo” como corolario de sus predisposiciones
mentales y actitudinales. Para el lector, la muletilla es una forma íntima de
relacionarse con el amasijo aparentemente confuso y complejo de la existencia,
y empaquetarla en un envoltorio idílico para el rápido consumo. Sirve, en
conclusión, como un elemento
economizante del entendimiento, el fin de un nudo conductual que define
la complejidad humana en un simple sintagma o agrupación de adjetivos.
Bartleby, hombre cuyos adjetivos reconocemos por estructurado y pacífico, es a
su vez, al final de la historia, la suma de sus esquivas muletillas que
reencarnan en forma de repetidas renuncias al deber, hasta que sufre un destino
kafkiano, en palabras de Augusto Porporato (escritor de La Voz), cuando
pernocta en la oficina y el jefe decide abandonarlo. Un punto de color que nos
queda de este trágico escribiente es que los compañeros simpatizan con su
personalidad, contestando a los mandados del jefe con el mismo condicional
“preferiría”. Esto demuestra que, lejos de la intención de denostarlo por
envidia, Bartleby sorprendentemente contagia a los otros con la pintoresca
frase. El elemento economizante de sus muletillas se perpetúa en las influencias
ejercidas sobre los personajes secundarios, y terminan superando los límites de
acción del mismo Bartleby, al llegarle al lector el paquete de sentidos que le
corresponde: sus muletillas, su nueva influencia y su aparente inocencia; todo
ello es Bartleby, aunque sea apenas una parte de cualquier alma humana, estas
son las que la economía de sentido novelístico resalta.
Cliff-hangers:
Como
ya habíamos dicho, si bien la espesura es un principal obstáculo en el
acercamiento de consumo literario, los escritores despliegan un amplio abanico
de técnicas destinadas a mantener alta la atención de la lectura, una vez
vencida la renuencia de la búsqueda inconsciente de economía de espesura a
través de aparatos publicitarios en diarios y revistas, blogs online y otros
dispositivos de llegada inmediata. Las imágenes en las tapas, una cuidada
sinopsis tejida entre palabras clave que, insertas en el imaginario colectivo,
disparan automáticamente asociaciones de género literario, en el que el lector
se inserta en una continuidad de un universo de expectativas. Ejemplos claros
de la narrativa de suspenso y terror podrían ser “pasado oscuro”; “ritual
satánico”; “muertes misteriosas”, etc. Pero en lo que nos concierne aquí, nos
interesan las técnicas de captura de la atención que aparecen in scriptum, por
ejemplo, los llamados cliff-hangers, recurso común entre novelas y sagas. Se
trata básicamente de párrafos o líneas que no deben dejar indiferente al lector
de cómo continua la trama. Se utilizan preferentemente sintagmas de palabras
ambiguas, pero tentadoras; el uso de los puntos suspensivos, a su vez, otorgan
sensación de algo incompleto que requiere ser rellenado y expandido. En la
trilogía de Cita con Rama, del escritor Arthur C. Clarke, encontramos un
ejemplo en el tercer capítulo. Los protagonistas se encuentran con una nave
misteriosa que atraviesa casualmente el sistema solar. Al principio la
confunden con una estrella, pero luego de detenidos análisis, el equipo
satelital descubre que este cuerpo no emite energía ni se trata de una
formación rocosa. Es una nave, de diseño cilíndrico, claramente obra de seres
que dominan una metodología de diseño y ensamblaje de máquinas propulsoras.
Rama, así la bautizan, se desliza con parsimonia frente a la vista de los
telescopios de la Nasa. Cuando el cuerpo de gris pardo oscuro se recorta contra
los perfiles de la Tierra, haciéndose un inmenso terreno metálico que ocupa
gran parte de las pantallas, los científicos sabían que se acercaba. Era el
momento perfecto de alineación para explorar la nave antes de que saliera de la
órbita terrestre. El capítulo termina con el siguiente párrafo, alzando una
implacable curiosidad que solo quedará satisfecha leyendo el siguiente
capítulo:
“El largamente esperado y
temido encuentro [con Rama] se produciría al fin. La humanidad estaba a punto
de recibir a su primer visitante venido de las estrellas.”
Más
adelante, con los científicos ya en la atmosfera cilíndrica de Rama, Mercer
descubre el interruptor escondido de la compuerta de Rama, momento propicio
para insertar el cliff-hanger maestro
del que el lector no podrá resistirse:
“[Una vez abierta la
compuerta] Algunas partículas de polvo, arrastradas por ráfagas de aire
liberado, salieron al exterior como deslumbrantes diamantes diminutos al herirlas
el Sol. El camino a Rama estaba abierto”
Otros
recursos que permiten transitar la espesura del libro-saga o novela están
emparentados al lugar común de los temas y las complicaciones en las
interrelaciones de los personajes. Si bien una reyerta o un desencuentro sirven
como disparadores de diferentes entramados, el interés personal de
identificación del lector con estos avatares los puede satisfacer más
fácilmente con este género; sensación que normalmente los cuentos y la poesía
no les otorgan, y que forma parte del paradigma actual de filosofía lectora.
Por
otra parte, la antología poética y los cuentos. El género de narrativa breve
nos presenta esta curiosa relación entre espesura y copiosidad, acotadas y
vencidas por sagas y novelas que la presentan en cantidades mayores. ¿Cómo es
posible que el lector moderno prefiera leer novelas aun sabiendo que son más
largas, cuando tiene la posibilidad de elegir producciones más cortas? ¿Cómo es
que una comunidad que se excusa de tener poco tiempo para todo elige las
producciones de más espesura y copiosidad? Tenemos dos respuestas para esta
pregunta. 1) El paradigma ya mencionado del personaje profundizado. 2) La
contradicción de espesura de la saga con el cuento y el poema no radica
simplemente en la economía del número de palabras, ya que esta última se ve
afectada por el entramado de entrelíneas que ostentan los cuentos y la poesía,
géneros especialmente cultivados en el pasado, que de a poco están perdiendo
vigencia en el panorama de la literatura del siglo XXI. Si bien no aplica para
toda la producciones de cuentos, y teniendo en cuenta esta franja temporal de
producción de narrativa breve situada ya cada vez más lejos, el cuento y el
poema hacen uso de un vocabulario extenso y rico, y muchas veces requieren de
conocimientos previos para desentrañar el significado más superficial. Ya vemos
como la contradicción se va disipando ante la luz de este reduccionismo
práctico: menos líneas, más difíciles de comprender y menos capacidad de
captación de referentes de otras obras. ¿Es el lector moderno menos dotado de
este aparato de competencias literarias? Para responder la pregunta, tengamos
en cuenta la situación social en la que la recepción se ubica. El siglo XXI se
caracteriza principalmente por el gran consumo de productos audiovisuales, en
especial el cine y la industria de Hollywood. Los autores modernos, si bien
algunos reconocen influencias literarias, otros, como Stephen King, reconocen
la influencia de la industria cinematográfica como una de las más relevantes en
sus trabajos. La temática de terror, que a principios y mediados del siglo XX
cobró un status alto de las formas y la estética del monstruo, tiene mejores
posibilidades trabajando en este nicho popular de las imágenes y los efectos
especiales, y esta relación se ve traducida por una vuelta hacia la literatura
de terror como iniciación lectora de la nueva juventud. En otras palabras,
asistimos a un nuevo fenómeno cultural: el retorno a la literatura de terror
partiendo del cine de terror. ¿Por qué hablo del género terror y no de otros
más recurridos como el thriller psicológico, el drama o el romance? Porque nos
proporciona el mejor ejemplo de la tensión entre las sensaciones del medio
audiovisual con la letra fija, la caligrafía y la imprenta, los símbolos
lingüísticos de los que se nutre la literatura. Los frecuentes consumidores de
series y películas recurren a la literatura de terror como la única capaz de emular
en libro lo que el espectador espera de la pantalla. El universo de
expectativas literarias modernas se enfrenta con un nuevo horizonte: igualar o
superar la experiencia audiovisual. Es aquí donde el lector moderno impone
nuevas reglas al oficio de escribir. Robert Escarpit escribe: “Cuando se piensa
en un escritor como creador, se suele olvidar que comenzó por vaciar su
inspiración en los moldes tradicionales, que ya contenían en germen las formas
a las que más tarde daría vida”. Los moldes tradicionales que menciona Escarpit
son por mayoría, en la literatura moderna, moldes hechos a medida del cine. Nos
encontramos a una cantidad considerable de escritores que recuperan temáticas y
tropos cinematográficos que se revuelven en sus cabezas obsesivamente, casi
anulando la posibilidad de alguna influencia puramente literaria. Lo mismo
ocurre con la masa lectora moderna. La expectativa de un horizonte de
sensaciones comparables al medio audiovisual impone un verdadero obstáculo al
gusto por la literatura anterior o contemporánea al cine. No es esta producción
literaria la que provee al lector de los estímulos del cine, sino más
emparentada con las influencias del realismo decimonónico o los clásicos de
principios de siglo XX. No debería sorprendernos que las leyes de espesura y copiosidad se vean de vez en cuando contradichas por sagas que
cultivan mejor que otras el paradigma de los personajes profundizados, y a su
vez una especie de “cinemática poetizada del diálogo”. Junto con la economía de sentido y diálogo
cinemático, el lector recibe una mejor compensación o, mejor dicho, una
compensación más acorde a las “conveniencias” contemporáneas (para ver mejor el
término conveniencia, consultar: Escarpit, “La obra y el público”, en Sociología de la literatura). La poesía,
que otorga el mayor de los placeres a sus acostumbrados lectores, esboza una
tenue semblanza de las series humanas que retrata. Su centro de interés está
puesto en las formas y en los sentimientos o problemáticas recurrentes del
hombre y la mujer; no pretende analizar en detalle ningún contratiempo ni
malentendido cotidiano lo demasiado tendido como para instalarse por fuera de
una serie casi fija de maneras de amar, de odiar o de sufrir ampliamente
retratadas en el arte y la historia de la humanidad. Si estas maneras son
repetitivas, es la razón por la que el poeta desea captarlas y liberarlas; las
vomita en palabras violentas, de corta duración pero potentes, pero cuya
potencia vive y se alimenta de la potencia del lector. Temas más generales como
el amor no correspondido, el amor cortesano y desinteresado de la Europa de los
trovadores provenzales; la tragedia y Homero; el drama de la vida y la muerte;
y esta ultima como la muza quizás más citada en la poesía. Como ella solo
aparece y arrebata lo que antes demostró las puras cualidades de la juventud y
el brío, es lo suficientemente potente, pero efímera, para que el poeta le dé
un tratamiento de duelo severo ante lo inevitable (y a la vez corto), pues la
muerte es, como ciertamente menciono unas líneas atrás, un arrebato. Dura lo
que dura el manotazo de la zarpa de un delincuente que roba una cartera a una
anciana en las calles del centro; tarda segundos en destruir lo que tardó
décadas en construirse. Y la poesía no lo ignora. Sabe que puede abordarla
desde su esencia efímera, y para ello acude a palabras certeras y resonantes;
las que produzcan algún escalofrío y reconciliación de los años mozos con el
advenimiento de la Parca; y, por supuesto, la última voluntad del moribundo,
como queda retratada en Requiem de
Robert Louis Stevenson:
“Under
the wide and starry sky
Dig
the grave and let me lie.
Glad
did I live and gladly die,
And I
laid me down with a will.
This
be the verse you grave for me:
Here
he lies where he longed to be;
Home
is the sailor, home from sea,
And
the hunter home from the hill.”
En el
poema The Sick Child , una visión de
la muerte y la enfermedad de un niño postrado en cama se presentan también con
un lenguaje bucólico que otorga el placer de la dramatización de la hora final
de alguien demasiado joven para morir. La madre, a su lado, evade poéticamente
las lucidas preguntas del niño:
Child---
“O mother, lay
your hand down my brow!
O mother,
mother, where am I now?
Why is the room
so gaunt and great?
Why am I lying
awake so late?”
(…)
Child---
“I have a fear
that I cannot say.
What have I
done, and what do I fear.
And why are you
crying, mother dear?”
Mother---
“Out in the
city, sounds begin,
Thank the kind
God, the carts come in!
An hour or two
more and God is so kind,
The day shall be
blue in the window-blind,
Then shall my
child go sweetly asleep,
And dream of the
birds and hills of sheep.”
A lo
que quiero llegar en este punto es el hecho concreto de la muerte y la
enfermedad poetizados en cortos párrafos, y la construcción del destinatario
lector que propone es el que deriva de aquellas pompas el dulce disfrute de la
poesía en su síntesis; una síntesis que no precisa nada más que su lenguaje
bucólico (evocador de prados y lagos, de “pájaros y colinas con ovejas” como le
explica la madre; el locus amoenus de
los clásicos), sus cortos versos y sus palabras que interpelan poderosamente
las temáticas inmanentes de la existencia, incluida la muerte y lo que sigue a
ella. No sería desacertado afirmar que darle el mismo tratamiento a la muerte
de un personaje de novela solo generaría un efecto ridículo, puesto que la
novelización del hecho de muerte queda mejor plasmado a través de diálogos
entrecortadas, descripciones precisas de la situación física del moribundo, y
toda la construcción emotiva de la historia del personaje y sus hazañas,
trazadas en los capítulos y/o novelas anteriores. El moribundo de novela debe
estar en condiciones deplorables, el lenguaje que describe la escena debe ser
por preferencia crudo y descarnado, y generalmente presentarse a través de una
“dupla de muerte”; es decir, el moribundo asistido por un testigo, a quien se
le transmitirán las últimas voluntades, y quien, por regla general, un poco
como tropo carbonizado por su uso persistente, pegará el grito en el cielo,
reclamando que le devuelvan la vida al digno hombre que acaba de perderla.
Estos efectos de lo épico, la muerte asistida, las últimas palabras, conforman
un conjunto o paquete novelizado cuyas principales características son la
importancia de la dialogización del moribundo con el testigo y la historia que
le precede a su muerte. Cada acto heroico, hasta incluso cada pormenor de la
caracterización del moribundo mostrado en las primeras páginas cobra en aquel
momento un nuevo sentido. Es el sentido dramático que toman del paradigma de la
profundización del personaje. Es menester que aquella profundización sea cuanto
más exhaustiva y detallada, para que el efecto de la muerte y su disparador en
el testigo produzcan un impacto emocional. En este caso, la copiosidad y espesura de la trama de caracterización del héroe ganan terreno en
relevancia para el impacto épico final de la muerte. Tal es el ejemplo de la
ejecución del reo fantástico de la novela de Stephen King: La milla verde. Ante el advenimiento de la injusta ejecución, el
protagonista inquiere al reo en si hay algo que pueda hacer por él. La culpa
del oficial le retuerce la vejiga, la que el negro ayudó a sanar, y ante los
ojos lacrimosos del lastimero futuro ejecutado, le confiesa si no quiere este
que lo deje huir, porque, comenta reflexivo:
“En mi juicio final, cuando esté frente
a Dios, y Él me pregunte por qué yo maté a unos de sus milagros. Qué le voy a
decir? Que era mi trabajo?”.
El reo
responde: “Le dirá a Dios-padre que hizo
algo bueno. (…) Tiene que dejarlo así. Quiero que todo termine. (…) Estoy
cansado, jefe, cansado de caminar como un gorrión bajo la lluvia. Sin nadie que
me diga a donde ir ni por qué (…) Me cansé de que los hombres sean ruines con
los otros. Son como pedazos de vidrio en mi cabeza… Todo el tiempo. Lo
comprende?” le espeta lloroso.
Y el
reo es comprendido. Porque en la historia que el autor ha dedicado centenas de
páginas en forjar, ha demostrado con creces no solo la inocencia del negro,
sino también sus capacidades especiales. El remordimiento es tanto del
protagonista como del lector que asiste a la burocracia ruin del desenlace. Y
esto lo logra después de unas 300 páginas de narración. Finalmente el efecto
gana en dramatismo como se engrosa en espesura, y de esta correspondencia espesura-dramatismo, el narrador se
sirve para potenciar, dosificar y mensurar las consecuencias emocionales de la
escena. La economía lectora de la espesura
se queda con la eficacia del dialogo cinematográfico y la economía de sentido del efecto dramático: un molde que
supone una fijación de elementos de producción en masa para la dosificación de
sentidos tomado del cine y puesto en función de la literatura contemporánea:
Desarrollo de la historia del personaje
– Caracterización de la personalidad, los juicios y las mañas – Pasado o evento
sospechoso del personaje – Personaje coincide en la escena del crimen de dos
niñas asesinadas – Enjuiciamiento y encarcelamiento con previa pericia policial
– Convivencia del reo en la Milla Verde – Sucesión de hechos sobrenaturales que
involucran al reo – El protagonista es tomado por los genitales y el reo
extirpa a través de la boca un tejido enmarañado de moscas negruzcas que
expulsa con fuerza – Sanación de un problema urinario del protagonista -
Comprobación de los poderes del reo – Profundización de su pasado –
Protagonista llega a la conclusión de su inocencia.
Esta
secuencia, desarrollada sobre la espesura
de la narrativa, es de una relevancia capital para el efecto final. Sin ella el
efecto novelesco se disipa antes de efectuarse y llegar al centro dramático que
el consumidor espera ansioso.
De la economía de sentido, la estética
del dialogo, y de la “espesura” y “copiosidad” se nutren las series literarias.
En los cuentos pueden aparecer rasgos de intertextualidad que integren un
modelo de copiosidad interna del texto, como es el caso de Borges (los ejemplos
de menciones de enciclopedias en Tlön,
Uqbar, Orbis Tertius; las citadas “obras visibles” de Pierre Menard
(utilización del texto apócrifo también explotado por H. P. Lovecraft); y en
general cualquier mención bibliográfica interna que remita a otra obra, tenga
sentido de continuidad con la trama o no. Las menciones bibliográficas son
manifestaciones de copiosidad inmanente
textual, pero se diferencia de la copiosidad
novelística por no presentarse como significativa para el entendimiento de
la trama principal; se trata más bien de referencias cultas para lectores
experimentados, pero en fin menciones que pueden influir poco o nada en el
desenlace de los hechos. En todo caso, pueden ser tratados como guiños para una
segunda interpretación, la que prosigue a una de tipo fáctico, en el que las
series y novelas se mueven por preferencia, dejando de lado cualquier
simbolismo o ambigüedad.