Camino
por la calle Ramón Carrillo. Todo luce igual que antes. Las paredes grises, el
ladrillo colorado, ahora desgastado por las lluvias, y la señora de en frente,
la chusma obstinada de barrio. El hedor a emanaciones de caño de escape del 87,
el asfalto podrido. Todo igual. Uno podría sentarse en esas escaleras de mármol
que bajan desde el edificio de ladrillo, y revivir un día entero de la
infancia. El micro 4, José, los compañeros de viaje, esos veinte minutos
dedicados a las tolas de Digimon sobre un piso áspero. Esos viajes eran
anacrónicos, como transcurre el tiempo de un niño. Los minutos se congelan en
una eternidad circular, un goce que echa atrás una incipiente razón de vivir,
una existencia responsable. Se respira más lento, se disfruta más largo y se
sufre más nítido. De los viajes en micro apenas recuerdo gran cosa, pero
retengo la sensación, la ansiedad y la alegría final de llegar a casa. Cada día
de semana estaba mi madre parada en la escalera de mármol, esperando mi
llegada. Lo estoy visualizando ahora. Observo mi propio descenso torpe por las
escalinatas del vehículo, y escucho a José vociferando obscenidades con
pretensiones humorísticas (no recuerdo si hacían reír de verdad a alguien). Lo
importante es que puedo verme, pero no sentirme. O más bien no puedo ejercitar
la memoria en ese plano. Es allí donde se escapa el recuerdo: donde no puede
revivirse el goce y es suplantado por una nostalgia acartonada. Es por eso que
vuelvo una y otra vez, porque busco ese goce perdido, goce infantil.
¿Qué
tonto, no? Como si aquellas paredes grises retuvieran un poco de ese inmenso tesoro del pasado. Pero no es
así, ¿o no? Todo está en nuestra cabeza, se gesta y se muere aquí, semillero y
tumba. Y entonces en nuestras mentes edificamos sobre las ruinas de los
antiguos sueños, erigimos nuevos y novedosos edificios de honradez y
responsabilidad, férreos estandartes monolíticos de madurez y eficiencia,
homenajes a la ética y la didáctica y columnas de granito que sostienen la
imagen imperturbable del burgués medio. Pero extrañamente nada de esto nos
consuela, y volvemos a acudir al entierro de deseos pueriles, llorando
desconsoladamente ante el epitafio. Queremos sentarnos sobre él y probar a ver
que nos transmite.
Podría
pasar horas sentado en esa escalera de mármol, degustando los olores y
fragancias de primavera que me recuerdan los bagajes por el patio, el pan
tostado de mi madre por la mañana y los tiernos pero insistentes llamados a la
mesa por las noches. ¿Cómo es que estos momentos están tan cerca y tan lejos a
la vez? Visibles en la memoria, irreconocibles en el alma. Es como si nos
hubiesen robado; se siente uno igual de desahuciado. No se trata de algún reloj
de pulsera o un lápiz, 200 pesos faltantes en la billetera, es un robo colosal,
imperdonable.
Y
así sigo sentado en esas escaleras de mármol, esperando que vuelvan del olvido
las tardes de verano, el entusiasmo, las horas congeladas y los acostumbrados
shows de los 90’. Pero sé que allí solo puedo esperar que caiga la noche y el
epitafio se enfríe, se cubra de polvo. Es una larga e inútil espera por el frió y el olvido. La tierra se hunde y se empantana con el agua de los ríos que no
paran de correr. ¡Y quedarse sentado sería hundirse con el barro de aquellos
restos!