Daniel
caminaba por la avenida principal. El calor fundía las calles del barrio,
derritiendo el cemento y mezclándose con la transpiración humana de miles de
obreros. El día había sido agotador y sus brazos y piernas le dolían. Le
rechinaban como una mescladora de cemento y la espalda gritaba con punzadas de
dolor que subían y bajaban por el cuello, hasta llegar a la cabeza. Atravesó el
almacén de Doña Elisa y se le hizo un nudo en la garganta al recordar a su
madre.
-¿Cómo
está su madre?
Daniel
no había escuchado. Se quedó mirando el piso unos momentos. Al instante salió
de su trance.
-Perdón,
¿qué decía?
-Su
madre, ¿cómo está? ¿Mejor?
-Sigue
igual –fue la respuesta seca. Las palabras volaron a través del aire y se
perdieron un sinsentido. Se repetían en el vacio de la tarde de verano y el sol
derretía su significado.
Compró
dos bidones de agua y se dirigió a la casa.
Entró
y dejo los bidones sobre la mesa. El ambiente estaba cargado. Hacia dos días
que estaban sin luz y su madre se quejaba de las piernas. Las últimas noches, un sufrimiento
eterno. Elsa se levantaba a la madrugada para ir al baño y tropezaba con algún
mueble, cayendo al piso. Daniel salía precipitado al oir el golpe seco de los
huesos contra la baldosa. Así durante una semana o más, y luego era difícil
reconciliar el sueño.
Se
detuvo ante la puerta del baño. Escucho unos estertores seguidos de una tos.
-Mama,
¿Estás bien?
No
recibió respuesta. Un murmullo sordo atravesó la casa de pared a pared.
-¡Ay,
Daniel! ¿Por qué a mí? ¡Ay!
Daniel
abrió la puerta y se encontró a su madre aferrada al inodoro como una
garrapata. Un líquido espeso y marrón corría por su boca, goteaba por el cuello
y se prolongaba en viscosas hilos hasta el fondo del charco. Su mirada estaba
clavada en la pared celeste de los azulejos. Daniel la ayudo a levantarse y
juntos se dirigieron a la cama.
-Te
traje agua, ma.
-¿Qué?
-Te
traje agüita, ma. Tomá un cacho por lo menos.
Elsa
cerró los ojos. Un último movimiento estomacal amago con vomitar sobre sus
piernas inválidas, pero logró frenarse a tiempo, y tragó.
-Quedate
acá, no te muevas. Avisame.
El
calor invadía la casa, penetraba el yeso y los techos de chapa. Se inmiscuía
como una fiebre orgánica, volcándose sobre los espíritus de la gente pobre.
Daniel se sentó y se sirvió un vaso con agua. No aguantaba más. Hacía semanas
que no pegaba un ojo. El estomago se le revolvía y la cabeza le daba vueltas.
En ese momento sonó el timbre.
Un
hombre bajito y moreno estaba al frente de la puerta. De a ratos lanzaba una
mirada curiosa hacia un niño que jugaba en la casa contigua. Daniel se levantó
como si llevara un bloque de plomo en la espalda. Abrió la puerta.
-Hola,
Daniel. Vine a traerte un poco de arroz. Para que coma tu mama. Nosotros tenemos,
no te preocupes. El hombre moreno extendió su mano con una bolsa de arroz. En
su cara se adivinaba una súplica impotente.
Daniel
tomo la bolsa y dio las gracias inexpresivamente.
-Dany,
la Fer y yo pensamos que podíamos venir a la noche a cuidar a Doña Elsa, así
dormis vos también. No se te ve bien.
-Está
bien, yo puedo. Cualquier cosa te aviso.
El
hombre quiso acotar algo pero Daniel no le dio tiempo y dio un portazo.
Al
fondo en la habitación se escucho un quejido agudo.
“Daniel,
por favor ¡Decile que se vaya! ¡Daniel! ¡Por favor!”
Se
sintió devastado. Quiso agarrar la pistola del abuelo, cargarla y matarse. Lo
había pensado un par de veces. De tanto repetirlo en su mente la idea había
cobrado validez. Se dio media vuelta y se sentó frente a la mesa.
En
la habitación seguían los quejidos. Luego escucho pasos sobre la grava de la
entrada. Se detuvo. Un silencio que pudo haber durado años. Afuera, el sol
caldeaba el aire, formando nubes de vapor ascendente que daban una ilusión de espejismo.
Daniel se sintió como en otro lugar. Su madre se seguía quejando del dolor de
piernas. Ahora gritaba que la dejara en paz, que no tenía nada para ofrecer.
Pero nunca escuchaba. Era como hablarle a la pared. Habían intentado todo.
Remedios caseros, ungüentos de romero y ajenjo, lociones de eucalipto,
nebulizaciones. El cardiólogo les recomendó tinta china. Uno hasta se atrevió a
sugerir la medicina alternativa (esto lo dijo con desdén). Curanderos, gitanas,
enfermeras, las madres del barrio, todos pasaron por la habitación de Doña
Elsa, solo para verla agonizar. Ahora sus piernas estaban totalmente inutilizadas.
…..
Daniel
se quedo dormido. Soñó con una alfombra gigante en un desierto de arena. No sabía
bien donde estaba, podía ser el Sahara, África o un lugar caluroso. El sol derretía
la vista, se comía las tripas de los vacas muertas, los intestinos se pudrían
al vaho solar y emitían una pestilencia animal. La carne se la comía el vapor,
llegaba hasta los huesos. La sangre hervía en sus sienes. Gruesas gotas de sudor
bajaban hasta la comisura de sus labios, que se enjugaban con ese sabor salado
de los fluidos del cuerpo. Tenía una sensación de peligro, un dolor punzante en
la boca del estomago. Una alfombra de pelos con gusanos volaba por un cielo
rojo. Deglutía los sueños y las ganas de vivir. Se comió las piernas de su
madre, y ahora se comería el estomago de Daniel. Despertó y súbitamente sintió
ganas de vomitar. Fue corriendo hasta el baño y expulso el vaso de agua con los
fideos del almuerzo. La alfombra agusanada reaparecía ante sus ojos.
¡Rajá
de acá, no te debo nada yo! ¡Que más queres!
En
la habitación la madre de Daniel se había dormido. Un olor nauseabundo invadió
la casa. Pasaron varios minutos en un silencio eterno. Daniel miro al techo y
pudo ver una macha en forma de rostro. Era el rostro de su madre, pero negruzco
y marchito
El
rostro le suplico la vida. Que le de amor, que le una hora más en este mundo. Que las piernas
eran de ella, que no dejera que se las lleven. Se incorporo y fue caminando
lentamente hacia la habitación.
…..
“Ay,
diosito santo, ayudame, ay diosito ¿Donde está la Fer? ¿Daniel? ¿Sos vos?”
Murmullos
dentro de las paredes…
Un
portazo a lo lejos. Un gato muerto en la zanja. A la derecha, un niño jugando a
la pelota. En la avenida principal, Doña Elisa mirando como Nacho, su hijo de
cuatro años, le pegaba a un perro en el hocico hasta desmayarlo. El niño mira a
la madre con una sonrisa maliciosa. La madre lo llama a cenar.
Murmullos
atraviesan la avenida. Terminan en la casa de Daniel. Nadie entendía porque
Daniel, porque Doña Elsa. La mujer de 60 años cocinaba para el barrio, cuidaba
a los nietos de sus amigas y trabajaba duro. Daniel trabajaba todo el día.
Volvía de la fabrica y veía televisión hasta desfallecer sobre el sillón. Tenía
28 años y parecía un viejo. Se vestía como viejo. Se enfermaba como viejo.
Caminaba como viejo y era triste, triste como su abuelo. El abuelo también se había
muerto inválido. El bisabuelo había fallecido de sobredosis.
Eran
las 4 de la mañana y Daniel se despertó con un grito de su madre.
¡Daniel,
sacalo de aca, por favor! Daniel! ¿Estas? ¡Daniel! ¡Veni!
Se
levanto y fue rápidamente hacia la habitación. La mujer se retorcía con las dos
manos sobre el vientre. Se balanceo unos segundos. Sus ojos se pusieron en
blanco. La noche moría y el sol volvía a calentar las derretidas calles de
cemento y barro. Luego un silencio de unos minutos. El cuerpo de Doña Elsa yacía
inmóvil sobre la cama. Daniel la contemplaba ausente. Un murmullo y unos pasos
sonaron en la habitación, y siguieron por la grava de la entrada, hasta
desembocar en la avenida principal, donde se perdió para siempre. Afuera, el
niño de la señora Elisa gritaba a voz en pecho que había matado una paloma.
Orgullosamente levantaba el trofeo de las patas, mientras ejecutaba una danza
frenética sobre el barro.