Me llevó mucho tiempo formarme una idea fija sobre la
realidad. Desde la niñez he absorbido información del exterior y la he
utilizado para mis fines y consideraciones del mundo. Me formé en base a los
shows televisivos de los 90’ y las concepciones de mis padres de que es lo
correcto, los modales y las formas a mantener. Pasaba el tiempo en soledad,
agitando y revoleando mis juguetes, mis figuras de Dragon Ball y mis muñecos
sin brazos. Imaginaba universos fuera de la vida aburrida y monótona de la que
formaba parte. Despegaba de este suelo gris y aterrizaba en una fuente colorida
de hermoso dorado, viajaba por las estrellas hacia un planeta de cielo rojo,
dominado por el trueno, donde los dioses se agitaban por conquistar tierras con
sus superpoderes. Evitaba el contacto excesivo con cualquier persona, era parco
y no me gustaba que me preguntaran. Dibujaba mucho, especialmente reproduciendo
lo que veía en la televisión. Esa era mi afición, era sagrada, nadie podía
molestarme cuando dibujaba. Pensaba y reinventaba a la gente, reformulaba sus
actitudes, pretendía entenderla cuando en realidad apenas conocía sus
principales motivaciones. En mis visiones, hombres y mujeres compartían un
cuento en común, se ayudaban mutuamente en pos del bienestar general, se amaban
y se buscaban.
Fui creciendo, y la escuela me fue introduciendo de a
poco en el ámbito académico de los textos críticos. Compartí mis días de
pubertad junto a mis compañeros del colegio y fui aprendiendo a socializar.
Esta parte fue la más difícil; en general chocaba con mis colegas, no era
respetado, y cuando me hacía respetar era siempre a base de amenazas de ejercer
la violencia o burlas sin sentido. Me fui adaptando a este camino tan
particular de relacionarse con los demás, me volví más agresivo y
contestatario. Fui dejando atrás la imagen de conjugación perfecta que era el
ser humano. La tristeza comenzó a gestarse en mi pecho, luego se desperdigó por
todo mi cuerpo, hasta llegar a mis ojos, que sangraban desamparo. En ese momento
me enamoré por primera vez, solo para experimentar una enorme frustración
posterior, y la terrible consciencia de que todo gira en torno a esta madre
social de todos los males del nuevo siglo. Comprendí que los libros, la imagen engañosa
de las promesas, los sueños y las aspiraciones estaban en pugna constante con
la sociedad. Fui obligado toda mi niñez, mi adolescencia y juventud a sentarme
al lado de mi prójimo, sin dirigirle la palabra por horas. Fui arrastrado a
guiarme por mis propios medios y olvidar el trabajo en equipo. Evocaba aquellos
días coloridos de la niñez en el patio largo del departamento de la calle Ramón
Carrillo. Intentaba recuperar algún sentimiento, un pesar, una sensación, algún
aroma, que me llevara de vuelta a ese paralelo distante entre las dimensiones.
Soporté horribles ignominias, lloré y pataleé, haciendo un esfuerzo por
comprender que guiaba el motivo despiadado de mis detractores. Y en esta lucha
diaria encontré en los libros un refugio de mi infancia perdida; un producto
pasajero que me permitió revivir viejas experiencias en el paralelo distante.
Me empapé de conocimientos desde la primera hasta la última etapa de mi
adolescencia. En algunos casos desobedecí la autoridad, en otros, simplemente
me permití dudar de sus imposiciones. Allí comencé un itinerario que todavía
recorro hasta la actualidad. Entonces la duda se antepuso a mis pensamientos e
ideas. La duda tal cual la entiende el filósofo René Descartes: una duda
metódica. Me permito dudar de todo lo que me dicen. Todo lo dicho por la gente
lo sometía a un juicio estricto. Comencé a identificar en los diálogos ajenos
todos los elementos que tienen su propia procedencia y repetición. Advertí un
“logos mimético” que operaba en boca de los trabajadores, civiles, transeúntes,
etc. Entendí, tristemente, la naturaleza caprichosa de las sentencias sociales.
Comprendí la necesidad de los libros y la convicción personal para vivir
tranquilo. Por aquel entonces no sabía que me equivocaba, pero era lo que
impulsaba mi vida después de todos mis fracasos amorosos y amistosos. Me aferré
tan tenazmente a los libros, la ficción, que me evadí casi completamente de la
realidad, sin dejar de asistir a los hechos socializantes gracias a la escuela y
otros eventos. Engullí gran cantidad de novelas y antologías de cuentos. Seguí
leyendo filosofía, conocí al ácido Nietzsche, y probé un poco de su crítica
hacia la antigüedad. Mi tío me presento al poeta oscuro, Edgar Allan Poe. De él
aprendí la importancia de lo furtivo, la imperiosidad de una ciencia que desvele
y estructure los conocimientos que se escapan de la luz del día; saqué de sus
cuentos un conocimiento más lúcido y transparente de la condición humana;
sobrelleve como pude sus revelaciones de desesperanza. Por naturaleza, mis
cavilaciones tendieron a construirse una certeza comparativa. Descubrí las
amargas consecuencias de comparar mis pensamientos pasados con los actuales, y
haciéndome el desentendido, a veces solo quería volver el tiempo atrás y hacer
a un lado lo aprendido. Había perdido la fe en la humanidad. Había ollado por
primera vez el templo donde mora el Dios burlón. Aquel ser de toga griega,
laureado e impoluto, se reía de mí. Desamparado e indefenso, me tendí a sus
pies, y grité: “¿Qué querés de mí?”. No recibí respuesta, en cambio, un
silencio antiguo, de más de mil años, serpenteó a través del templo, haciendo
eco en las altas columnas de mármol, agrietando los suelos blancos, de donde se
escapa un olor fétido a humedad y manuales viejos. Y así quedé, solo, tirado
allí en aquel templo, sin rumbo. Me levanté y seguí como pude.
Durante los primeros años de mi juventud, busqué sin
cesar el placer en lo mundano, intenté adaptarme al resto con más ahínco que en
mi adolescencia. Por supuesto estaba destinado a fracasar. Continué con mi
anterior filosofía y no reparé en las fórmulas impuestas. Entrando en los
veinte, caí en la cuenta de que mis creencias sobre los libros no superaban el
plano de lo discursivo, que en la realidad no podía aplicarlos, que venía
sosteniendo un papel que me era ajeno. Me destruyó saber que me había mentido
por tanto tiempo, que no podía hacerme a un lado del bullicio de las gentes y
pretender estar bien. Desestimé muchos antiguos ideales, y los fui reemplazando
lenta y dolorosamente por estimaciones más arraigadas en el colectivo social.
Este reemplazo tan drástico solo pudo darse progresivamente, porque desterrar
una idea que había echado tan fuertes raíces en la cabeza, no es para nada
fácil. Entrando en los veintidós, aquel dolor había pasado. Estaba en posesión
de nuevas formulaciones. El papel de la duda metódica de Descartes, instalada
durante mi paso por la escuela, se había ganado su merecido lugar y ahora
demostraba su indiscutible veracidad. Haciéndose valer más que nunca, ante
todo, la duda me llevaría a reformularme lo que sea necesario, en el momento
preciso, para llegar a una verdad. Hoy puedo decir con seguridad de que es así.
Me interioricé en mi cuerpo, logré conocerme cada día un poco más, llegué a
comprender como reacciona mi mente ante tal o cual estímulo. Aprendí, casi con
religiosa constancia, a apartar de mí los malos pensamientos. Me animé a
deshonrar a Poe y Nietzsche, sometiéndolos a un exhaustivo interrogatorio. De
aquellas preguntas, me di cuenta que ambos pensadores trastabillaban ante
ciertas formulaciones; no sabían que responder en cualquier momento, ante
cualquier pregunta, como creía antes. Entendí también que no eran dueños de lo
absoluto, pero también me animé a formularme una verdad propia. Cuestione a mis
queridos escritores, repensé algunas cuestiones, viví nuevas situaciones, y
terminé dando por tierra más de una teoría que daba por irrevocable. Supongo
que de eso se trata la vida, pero en cuanto tomé la iniciativa de transitar
este sendero, los problemas exteriores y los choques dominaron el centro de la
escena. Me topé con muchos individuos que no eran capaces de tal hazaña, que se
desbocaban y destruían por sueños ajenos, por complacer a los otros. Las voces
autorizadas de la sociedad son poco fiables, podría ponerlas en duda con
simples argumentos, sin forzar demasiado las cosas. El operativo que permite
este funcionamiento no se equivoca. Conoce la psiquis humana, y la domina casi
por completo. Comprendí que solo una amorosa y cuidada educación familiar podía
aportar herramientas para defenderse de la invasión mental, que por suerte
había recibido de mis padres. Mi formación académica, a pesar de que dejó mucho
que desear, no podría considerarla deficiente bajo ningún punto de vista, y me
ayudó a ordenar un tanto las ideas. Obviamente necesite la experiencia y
tropezarme y volverme a levantar para tener una mente clara. Los errores son
parte del aprendizaje, y de esto me mantengo inexpugnable. No es posible concebir
un camino de vida sin el error, no es posible planear un itinerario perfecto. Y
acá estoy, sublimando libido y energías en este escrito. Vuelvo a escribir como
Don Quijote vuelve a las andanzas después de su primera parte. Vuelvo a la
locura, porque en ella me aferro. Escribir es un proceso doloroso pero
necesario. Y acá estoy, nuevamente, arrodillado en el templo blanco, ante la
mirada perversa de un Dios burlón.