Detrás de las
blancas puertas de mansiones antiguas se encuentra la vida en su estado de
decrepitud; blancas momias danzan tras los goznes y el living se impregna de un
aroma a muerte. Ancianos que se aferran a sus últimas horas de vida, luchando
contra la muerte, aquel infortunio que antes de su llegada dicen que produce
una angustia por todo lo no vivido, y el arrepentido anciano desea volver el
tiempo atrás y rehacer sus momentos con lentitud. Un pulso herido que ronda la
pieza, la cama y las paredes húmedas recorre toda la casa, pasa por el techo,
se escapa por la ventana y toca el corazón de algún cansado caminante,
deprimido y cabizbajo. Son estos siniestros, la incertidumbre de la nada y las
últimas lágrimas lloradas las que alcanzan y corrompen las almas de los que
todavía tienen el deber de seguir arrastrando esta incertidumbre hasta el final
que, ellos adivinan, será como esta negrura.
Mi papá me
dijo una vez que ver un cadáver es horrible. Nunca le creí, pero tuve la
oportunidad de verla a mi abuela en un sarcófago en el velatorio. Me acuerdo
que segundos antes de traspasar el umbral donde dormía, pensé que lo que iba a
ver me perseguiría con obstinado horror hasta la vejez. Me equivoqué. Sólo vi
un retorcido desparpajo arropado con una fina seda blanca. El rostro de mi
abuela se veía tan deformado en sus mejillas que otrora rebozaban de buena
salud, pero que en aquel momento solo morían en silencio, infladas por el
efecto de las drogas que intentaron inyectarle minutos antes de los espasmos
que terminaron con su historia. Mi abuelo no se alejó del cajón en todo el
velorio, y el espectáculo parecía ridículo para un adolecente de 17 años.
Algunos pocos “conocidos desconocidos” reían y tomaban café, sentenciando
frívolamente sobre la muerte y rindiéndole incomprensibles analogías. Uno de
mis tíos (ya no me acuerdo su nombre ni donde vive) dijo “La vida de casado es tan nefasta como la
muerte, señores. Salvo que ésta última no lo es tanto como la primera.”
*Risas*. Yo miraba desde mi asiento, con las manos en los bolsillos, sintiéndome
culpable por no sentir nada. Un hombre alto y corpulento, que reconocí al
instante como Silvio, un amigo íntimo de mi tío, me palmeó el hombro y me
consoló:
-Fuerza, eh.
A lo que
respondí con un gesto patético, intento de una falsa sonrisa de autocompasión.
Aunque no recuerdo haberme sentido así.
Recuerdo que
a las pocas horas de estar allí, me sentí extraño. Era todo ese espectáculo un
show tan ridículo. Me pregunté por qué unos matrimonios de ancianos que apenas
mantuvieron contacto con mi abuela se sentían responsables de asistir tan
hipócritamente al evento que, dicho sea de paso, no resultaba tan diferente de otros inútiles homenajes. Una casona donde mantenían un cajón abierto durante horas, desparramando angustia y
muerte. Los parientes se acercaban para llorar al muerto, derramando lágrimas
(¿Cuántas de ellas eran verdaderas?) sobre la piel mortecina de una anciana
cuya vida devota al matrimonio y los quehaceres domésticos habían hecho un poco
más fáciles las condiciones familiares de una familia que desaparecerá en unos
siglos, sin apenas dejar rastro sobre la humanidad.
Al final, cuando los falsos
payasos parisienses abandonaron uno a uno la casona, me invadió un sentimiento
de tristeza aguda. Esta tristeza no estaba dirigida hacia mí, sino hacia la
agonía de mi abuelo, que veía una vida sin sentido después de perder a su
compañera de tantos años. Y me puse a pensar que, quizás, lo más terrible de la
muerte son sus sobrevivientes; quizás también las horas restantes sobre la
tierra, que impregnan cada acción y cada pensamiento con la sombra del miedo a
que estas sean las últimas, el miedo a que la muerte aparezca, haga fallar los
órganos y se lleve nuestros deseos de transmitir un mensaje importante a
nuestros seres queridos. En las películas, los personajes mueren heroicamente,
profiriendo sus sermones en voz fallecida, pero certera, mientras derraman un
hilo de sangre que corre por sus labios. Lo terrible es que, en la realidad, lo
único que estos ancianos agónicos llegan a proferir antes de morir son un par
de estertores moribundos, seguidos de la rigidez de los miembros, y la vista
clavada en el cielo. Algunos llegan a decir “Maaaaa…. Uuummmm…. Muaaaa”
queriendo articular un extraño lenguaje que se torna lúcidamente torpe a medida
que la sabiduría de la muerte ilumina los conocimientos humanos.
Detrás de las
blancas puertas de mansiones antiguas, otra vida más se extingue en esta jungla
de cemento. Y no fui el único caminante deprimido en escuchar un anciano morir
antes que su compañero.